35. Una vida en el límite

Por Wang Fang, China

En 2008, yo era responsable de transportar literatura de la iglesia. Este es un deber muy corriente en un país con libertad religiosa, pero, en China, es realmente peligroso. Conforme a la ley del Partido Comunista, cualquiera que sea detenido por transportar literatura religiosa puede ser sentenciado a siete años o más. Por este motivo, los otros hermanos y hermanas y yo éramos todos extremadamente cautelosos en el transcurso de nuestro deber. Pero, el 26 de agosto, mientras yo caminaba por la carretera, de pronto me rodearon varios coches de policía y los agentes me metieron a empujones en uno de ellos. Estaba muy nerviosa. Pensé en una hermana que había sido arrestada por lo mismo; a ella le cayeron diez años. ¿Me caerían diez años también a mí? Si realmente pasaba tanto tiempo en prisión, ¿lograría salir con vida? Se me encogió el corazón al pensarlo, y me apresuré a clamar a Dios: “¡Oh, Dios! No sé cómo va a torturarme la policía. Por favor, cuida de mí y dame fe y fortaleza”. Pensé en estas palabras de Dios después de orar: “No debes tener miedo de esto o aquello; no importa a cuántas dificultades y peligros puedas enfrentarte, eres capaz de permanecer firme delante de Mí sin que ningún obstáculo te estorbe, para que Mi voluntad se pueda llevar a cabo sin impedimento. Este es tu deber […]. Este es el momento en que te probaré, ¿me ofrecerás tu lealtad? ¿Puedes seguirme hasta el final del camino con lealtad? No tengas miedo; con Mi apoyo, ¿quién podría bloquear el camino?(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 10). Esto reforzó mi fe y mi valor. Dios es el Soberano de todas las cosas y todo el universo está en Sus manos. Entonces, ¿no está también la policía en Sus manos? Si Dios no lo permite, no me pueden tocar ni un pelo. Dios usa la opresión y las dificultades para perfeccionar mi fe, así que debía orar y apoyarme en Dios, y mantenerme firme en mi testimonio para Él. Aunque me condenaran a diez años, estaba resuelta a no traicionar nunca a mis hermanos y hermanas, a no traicionar nunca a Dios.

La policía me llevó a un edificio de dos plantas fuera de la ciudad. Un agente alto, de complexión fuerte y de mediana edad que sostenía una botella de agua fría se apresuró hacia mí con una mirada aterradora en su rostro, golpeando una mesa mientras gritaba: “¿Cómo te llamas? ¿Qué haces en la iglesia? ¿Con quién has estado en contacto? ¿Quién es el líder de tu iglesia?”. Como yo no dije nada, él levantó la botella y me la estampó en la cabeza, dejándome aturdida. Siguió interrogándome, utilizando toda clase de lenguaje grosero. Yo me limité a mantener la cabeza gacha y oré sin darle una sola respuesta. Entonces me golpeó la frente con la botella; durante un momento, se me nubló la vista y sentí que el cráneo se me iba a partir en dos. Me dolió tanto que me hizo llorar. Luego gritó ferozmente: “Serás torturada si no hablas y, si no hablas después de eso, ¡ni se te ocurra pensar que vas a salir con vida!”. Yo estaba bastante asustada. Creía que, si seguía golpeándome así, aunque no me rompiera el cráneo, sin duda terminaría con un traumatismo. Me pregunté si me mataría a golpes. Enseguida, clamé a Dios pidiéndole Su protección y resolví que, independientemente de cómo me golpeara, nunca podría traicionar a Dios, nunca sería una judas. Justo entonces, sonó su teléfono y, después de responder a la llamada, se marchó. Otro agente me puso un saco de lona en la cabeza, lo ató fuerte con un cordel y luego me arrastró hasta una sala vacía. Sentía calor y humedad dentro del saco. No estoy segura de cuánto tiempo pasó hasta que me subieron a la segunda planta. Un jefe de división del Departamento Provincial de Seguridad Pública de apellido Gong apretó los dientes y me amenazó: “Podríamos condenarte a diez años solo por creer en Dios Todopoderoso. ¡Cuéntanos todo lo que sabes ahora mismo o de lo contrario nadie podrá salvarte!”. También dijo que haría que mi empleador suspendiera mi sueldo. Como yo seguía sin hablar, le dijo a otra persona que fuera a buscar registros de arrestos míos anteriores. Eso fue realmente estresante, porque había sido arrestada en 2003 por difundir el evangelio y permanecí detenida durante cinco meses. Si encontraban mi registro, definitivamente recibiría una sentencia más dura. Terminaron sin encontrar nada; yo sabía que eso era la protección de Dios. Le di gracias en silencio. La policía me llevó a un centro de detención pasada la medianoche, donde un oficial penitenciario hizo que varias presas me desnudaran, me hizo extender los brazos y luego hacer tres sentadillas. También tiraron toda mi ropa fuera de la celda y, cuando vi que estaban a punto de tirar incluso toda mi ropa interior, la agarré rápidamente de un tirón y volví a ponérmela. Allí, desnuda y en cuclillas, mirando las cuatro cámaras de seguridad en la pared, me sentí increíblemente humillada. A la mañana siguiente, después de que todas las prisioneras se levantaran, lo único que pude hacer fue agarrar una manta para envolverme el cuerpo con ella. Luego una prisionera me arrojó algo de ropa y susurró: “Póntela, rápido”. Otra me prestó un par de pantalones. Yo sabía que Dios había dispuesto esto; estaba muy agradecida. Más tarde aquella mañana, un oficial penitenciario volvió a arrojar mi ropa dentro de la celda, pero, cuando la miré, vi que me habían cortado las cremalleras y los botones de los pantalones y otras prendas, así que tuve que sujetarme los pantalones con una mano y mantener cerrada la parte delantera con la otra, y caminar parcialmente encorvada. Al verme así, las otras presas se burlaban de mí y me ordenaban que hiciera cosas, y algunas me bajaban los pantalones intencionadamente y me decían todo tipo de burlas. La oración fue la única forma como pude superar aquel día.

Al mediodía del tercer día, apareció la policía para llevarme de vuelta al interrogatorio. Me llevaron a una habitación vacía y tenuemente iluminada donde vi un dispositivo de tortura de hierro colgado en la pared, y había manchas de sangre oscura a su alrededor. Era siniestro y aterrador. Me esposaron las manos a la espalda y entonces un tal Capitán Yang de la Brigada de Seguridad Nacional y unos cuantos agentes de la policía criminal me rodearon, mirándome intensamente como lobos hambrientos. El Capitán Yang tenía unas cuantas fotos de otras hermanas para que yo las identificara y me preguntó dónde se guardaba el dinero de la iglesia. También me amenazó brutalmente diciendo: “¡Habla! ¡Si no hablas, te mataremos a golpes!”. Pensé que, aunque lo hicieran, yo no iba a ser una judas. Otro policía regordete dijo: “¡Más vale que hables hoy! Si no lo haces, te aseguro que a este puño mío le encanta la carne. Hice cuatro años de boxeo en la academia de policía y me entrené especialmente para una técnica llamada ‘el balanceo del mazo’. Consiste en dar un golpe en un punto especial de tu hombro y, con un solo puñetazo, tus huesos y todas tus entrañas se hacen pedazos. Bajo mi puño, no hay una sola persona que no confiese”. Se estaba volviendo cada vez más engreído a medida que hablaba. Entonces, el Capitán Yang sacó de su bolsa un documento oficial con un encabezado de color rojo, lo agitó enfrente de mi cara y dijo: “Esto es un documento oficial publicado por el Comité Central específicamente sobre la Iglesia de Dios Todopoderoso. Una vez que os tenemos, podemos llevaros a las puertas de la muerte, ¡a nadie le importa que muráis! Después de apalearos hasta la muerte, simplemente tiramos vuestros cuerpos en las montañas y nadie se entera nunca. Tenemos toda clase de instrumentos de tortura para lidiar con creyentes como tú. Hay una especie de látigo de alambre que puedes sumergir en agua helada y, cada vez que azotas a alguien, se le arranca una tira de carne. A esa persona terminan viéndosele los huesos”. Escuchar todas estas cosas horribles hizo que mi corazón se encogiera de miedo, y lo que se me pasó por la mente fue que, si usaban esos aparatos de tortura conmigo, probablemente me matarían. Y, si arrojaban mi cuerpo en las montañas, me comerían los perros salvajes. ¡Qué gran tragedia sería eso! Aterrorizada, rápidamente clamé a Dios: “Dios, tengo muchísimo miedo de que la policía me torture con estos instrumentos. Mi fe no es lo bastante fuerte; por favor, protégeme y dame fe y valor para que, independientemente de lo que me hagan, aunque tenga que dar mi vida por ello, pueda mantenerme firme en mi testimonio”. Al ver que yo seguía sin hablar, el Capitán Yang movió los brazos hacia mi cabeza y me abofeteó una docena de veces, a izquierda y derecha. Yo ni siquiera podía mantenerme en pie. Cerré los ojos con fuerza y noté las lágrimas corriéndome por la cara. El que permanecía parado a mi izquierda, quien había dicho que me golpearía con el mazo usando la técnica del balanceo, arremetió contra un punto de mi hombro con todas sus fuerzas. Por un momento, sentí como si todos mis huesos se hubieran roto y él siguió golpeándome mientras contaba. El agente a mi derecha me dio una patada en la rótula derecha y caí al suelo. Me gritaron que me pusiera de pie. Con las manos esposadas a la espalda, me levanté con dificultad, a pesar del dolor. Me patearon de nuevo y volví a caer. El agente que tenía el mazo siguió golpeándome en el hombro una y otra vez, mientras exigía saber más información: “¿Con quién has estado en contacto? ¿Dónde está el dinero de la iglesia? ¡Dímelo ahora o será tu fin!”. Furiosa, les pregunté: “¿Qué ley estoy quebrantando para que me golpeen de esta manera? ¿No dice la constitución que tenemos libertad de credo?”. El capitán dijo cruelmente: “¡Ya basta! ¡Si no quieres morir aquí, habla! ¿Dónde está el dinero de la iglesia? Lo que queremos es dinero. ¡Te golpearemos hasta la muerte hoy mismo si no nos lo dices!”. Mientras decía esto, me golpeaba en la cabeza, siendo cada puñetazo más fuerte que el anterior. Me patearon y me tiraron al suelo a puñetazos una y otra vez, y me ordenaban sin parar que me levantara. No sé cuánto tiempo me pegaron. Lo único que sentía era que me zumbaban la cabeza y los oídos; no podía abrir los ojos y sentía que se me iban a salir del cráneo. Tenía la cara tan hinchada que se me había entumecido y me goteaba sangre por las comisuras de la boca. Sentía como si el corazón se me fuera a salir del pecho y como si los huesos de los hombros se me hubieran hecho añicos. Caí inmóvil en el suelo y me dolía todo el cuerpo; me sentía como si me hubieran molido a palos. Clamaba a Dios sin cesar pidiéndole Su protección y solo pensaba en una cosa: “¡Aunque muera, no seré una judas!”.

Al ver que no decía ni una palabra, el capitán intentó persuadirme: “Te estamos haciendo estas preguntas, pero, en realidad, ya sabemos las respuestas. Solo estamos verificando. Ya te delató otra persona, así que, ¿realmente vale la pena asumir la culpa por lo que hizo otra persona? A tu edad, ¿por qué pasar por todo este sufrimiento? ¿Realmente hay necesidad? Solo es una religión, ¿verdad? Cuéntanos lo que sabes y te dejaremos ir de inmediato. Eso te ahorraría mucho sufrimiento”. Luego dijeron algunas cosas blasfemas. Escuchar sus sucias palabras y ver en sus rostros sus crueles miradas me enfureció. Para arrestar a más hermanos y hermanas y apoderarse de las ofrendas de Dios, cambiaron de táctica para tentarme. ¡Eran realmente siniestros y malvados! Tanto si alguien me había delatado como si no, me mantendría firme y no traicionaría a Dios ni a otros hermanos y hermanas de ninguna manera. Después de eso, el capitán utilizó a mi hija para amenazarme. Mirándome con una sonrisa falsa, dijo: “¿No está tu hija en Pekín? Podríamos arrestarla y torturarla delante de ti. Si no hablas, os arrojaremos a las dos a una prisión de hombres y dejaremos que os destrocen hasta mataros. Podría hacer eso con un chasquido de dedos, y hago lo que digo”. Yo sabía que el Partido Comunista era capaz de cualquier cosa y no tenía miedo de que me mataran a golpes, pero no podía soportar la idea de que nos metieran a mi hija y a mí en una prisión de hombres. Preferiría ser golpeada hasta la muerte antes de ser degradada de ese modo. Este era un pensamiento realmente aterrador para mí, así que clamé a Dios enseguida: “Dios, por favor, cuida de mi corazón; sin importar cómo me torturen o me humillen, no puedo ser una judas”. Después de mi oración, pensé en Daniel cuando fue arrojado al foso de los leones. Los leones no se comieron a Daniel porque Dios no permitió que lo lastimaran. Necesitaba tener fe en Dios. Esos policías malvados también estaban en manos de Dios, así que no podían hacerme nada si Él no lo permitía. Como seguía sin hablar, uno de ellos me gritó, loco de rabia: “¡Te mataremos a golpes hoy mismo si no hablas!”. Al decir esto, retrocedió un par de pasos, cerró el puño, se abalanzó directamente sobre mí con un destello feroz en los ojos y estrelló su puño contra mi pecho. Caí de cabeza al suelo y perdí el aliento durante un buen rato. Todo mi interior y mis huesos parecían haber sido destrozados y sentía como si me hubieran arrancado el corazón con unos alicates. No me atrevía a respirar demasiado fuerte por el dolor. Tenía la cabeza en el suelo y sudaba por todas partes. Quería gritar, pero no podía; sentía que algo me atascaba la garganta. Quería llorar, pero no me salían las lágrimas. En ese momento, realmente sentí que la muerte sería mejor que eso. Me debilité, sintiendo que ya había llegado a mi límite físico, y pensé que, si seguían golpeándome así, sería mejor morir y terminar de una vez con todo. Entonces dejarían de interrogarme y torturarme, y sería liberada. Sopesé contarles algo trivial, pero luego supe que, si les daba la mano, querrían el brazo y empezarían a interrogarme aún más ferozmente. No: sin importar qué pasara, no podía delatar a los hermanos y hermanas y hacer que sufrieran esa clase de tortura. Clamé a Dios en silencio pidiéndole Su protección. En ese momento, se me vino con mucha claridad a la mente algo de las palabras de Dios: “Ya no seré misericordioso con los que no me mostraron la más mínima lealtad durante los tiempos de tribulación, ya que Mi misericordia llega solo hasta allí. Además, no me siento complacido hacia aquellos quienes alguna vez me han traicionado, y mucho menos deseo relacionarme con los que venden los intereses de los amigos. Este es Mi carácter, independientemente de quién sea la persona(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Prepara suficientes buenas obras para tu destino). Las palabras de Dios me recordaron justo en el momento preciso que Su carácter justo no tolera ninguna ofensa humana. Dios detesta, odia a los que lo traicionan, y esa clase de personas sufrirán el castigo eterno, en cuerpo y alma. A lo largo de todos mis años de fe, había disfrutado mucho el amor de Dios y el sustento de Sus palabras, y ahora que había llegado el momento de mantenerme firme en mi testimonio para Dios, ¿no sería inconcebible por mi parte traicionarlo para poder aferrarme a la vida con avidez? ¡No sería digna de ser humana! Así que juré que, aunque eso significara mi muerte, no me convertiría en una judas. ¡No traicionaría a Dios, sino que daría testimonio por completo!

En ese momento, ese horrible capitán me pateó mientras gritaba: “¡Levántate! ¡No te hagas la muerta, maldita sea!”. Pero yo no tenía fuerzas para levantarme y me levantaron un par de agentes. Estaba aturdida, tenía la mente en blanco y me zumbaba la cabeza; me dolía tanto el pecho que tenía miedo de respirar y lo veía todo doble. Todavía estaban machacándome a preguntas. Una ola de ira surgió en mí y reuní todas mis fuerzas para decir: “¡Pues moriré! ¡Golpéame hasta la muerte, entonces!”. Se quedaron mudos del asombro; cada uno de ellos me miraba fijamente. Yo sabía que Dios me había dado esa oleada de fuerza y coraje, y le di las gracias en mi corazón. Originalmente, habían planeado interrogarme usando la tortura por turnos, pero, en algún momento pasadas las cinco de la tarde, recibieron una llamada del Departamento Provincial de Seguridad Pública diciéndoles que fueran a informar sobre los resultados de su interrogatorio, así que dejaron de interrogarme. Apoyada contra la pared, me senté paralizada en el suelo, llorando en agradecimiento a Dios. Fue la protección de Dios lo que me permitió salir adelante, de lo contrario, en mi estado, habría muerto mucho antes. Posteriormente, el resto de los agentes se marcharon, excepto el del mazo. Me miró y dijo: “Señora, nunca antes había golpeado a una mujer. Eres la primera, y ninguno de esos hombres grandes y fuertes podría con treinta de mis golpes. ¿Sabes cuántas veces te he golpeado? Ya van más de treinta. Nunca podría haber imaginado que una mujer de tu edad podría aguantar eso, y no has dicho ni una sola palabra de lo que queremos saber. Llevo una década con la policía criminal y nunca he interrogado a nadie como tú”. Tuve que dar gracias a Dios cuando escuché eso. Que no me mataran a golpes fue enteramente la protección de Dios.

Una vez pasadas las siete de esa misma tarde, me llevaron de vuelta al centro de detención y me advirtieron: “Cuando vuelvas allí, no puedes decirle a nadie en absoluto que te hemos golpeado. Si lo haces, la próxima vez que te interroguemos será aún peor”. Mientras hablaban, tomaron una toalla y limpiaron el polvo de mis pantalones, me arreglaron la ropa y el cabello y luego usaron una toalla húmeda para limpiarme la cara. Después de llevarme de regreso a la celda, mintieron a los guardias diciéndoles que yo no me encontraba bien porque tenía un problema de corazón que había dado la cara. Yo estaba furiosa. ¡Eran realmente despreciables y no tenían vergüenza! De vuelta en la celda, me acosté en mi litera sin poder moverme. Mi cuero cabelludo estaba tan sensible que no me atrevía a tocarlo y no oía nada con el oído izquierdo. Mi boca estaba demasiado hinchada para abrirla y tenía las mejillas amoratadas. Tenía moratones por todo el cuerpo, por todas las piernas y tenía unas claras marcas de puños de color morado en mi pecho. Tenía el hombro izquierdo dislocado, así que tenía que sostenérmelo con la mano derecha. En un examen que me realizaron más tarde se vio que tenía rotos varios huesos del pecho y que también tenía vértebras desalineadas. Tenía miedo de acostarme y sobre todo de sentarme; al respirar hondo sentía que mi corazón y mi caja torácica eran atravesados por fragmentos de vidrio. Exhalar muy lentamente mitigaba un poco el dolor. Cuando el médico de la prisión me vio en ese estado, les dijo a las presas que hacían guardia nocturna que me revisaran la nariz cada dos horas para ver si aún respiraba. Cuando los oficiales penitenciarios venían a trabajar todas las mañanas, lo primero que preguntaban era si había muerto o no. No comí ni bebí durante dos días seguidos y todas las demás en la celda pensaban que era imposible que sobreviviera. Escuché a un par de prisioneras de la guardia nocturna hablar en voz muy baja. Una de ellas dijo: “No van a darle tratamiento ni a notificar a su familia. Creo que solo está esperando aquí a morir”. La otra dijo: “El oficial penitenciario dijo que los asesinos, los pirómanos y las prostitutas pueden comprar su libertad; los únicos que no pueden hacerlo son los creyentes en Dios Todopoderoso. Solo le quedan unos días de vida”. Fue horrible escucharlas decir cosas así. “¿Realmente voy a morir aquí de esta manera? Todavía no he visto el día de la gloria de Dios. Si muriera en este lugar, los hermanos y hermanas no lo sabrían, ni mi hija tampoco”. Pensar en mi hija me inundó de tristeza y no pude contener las lágrimas. Allí, a las puertas de la muerte, no tenía familia, ni hermanos ni hermanas a mi lado. Era más doloroso cuanto más lo pensaba, y lo único que podía hacer era clamar a Dios. Luego escuché a esas dos prisioneras decir: “¿Qué pasa si se muere aquí?”. Y la otra respondió: “Toma la colcha que esté más sucia y andrajosa, envuélvela en ella, luego tírala a un pozo y entiérrala”. Escuchar esto realmente debilitó mi espíritu. Ya era físicamente incapaz de soportarlo más y, encima, con toda mi extrema desolación emocional y mi desesperación, sentía que el corazón me dolía todavía más; sentía que la muerte sería mejor que eso. No sabía qué decirle a Dios, así que simplemente clamé a Él con urgencia: “¡Dios, sálvame! ¡Por favor, ayúdame! Dame fe y valor para poder superar esto. Oh, Dios, no sé qué va a pasar después de esto, pero sé que mi vida y mi muerte están en Tus manos”. Justo entonces, se me vino a la mente una cita de las palabras de Dios: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y estar a merced de Él; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio sólido y rotundo(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios). Me animé mucho y sentí que Dios mismo estaba a mi lado reconfortándome y alentándome. También pensé en todos esos santos a lo largo de los siglos que fueron martirizados por difundir el evangelio de Dios e, incluso hoy en día, muchos hermanos y hermanas han dado su vida para difundir el evangelio del reino de Dios. Sus muertes tienen significado y valor, y son conmemoradas por Dios. Fui arrestada por creer en Dios y cumplir con mi deber. Aunque me persiguieran hasta la muerte, sería en aras de la justicia y sería algo glorioso. Independientemente de si vivía o moría aquel día, me mantendría firme en mi testimonio para Dios y, aunque muriera, mi vida no habría sido en vano. Este pensamiento me dejó muy tranquila y me hizo sentir menos desolada e indefensa. Hice otra oración: “Dios, el espectro de la muerte se cierne sobre mí. Si llega, estoy lista para someterme a Tus arreglos. Si sobrevivo a esto, seguiré llevando a cabo el deber de un ser creado para satisfacerte. Me entregaré por completo a Ti y seré devota hasta el final”. Tuve una sensación de paz después de esa oración. Ya no estaba limitada por pensamientos de muerte y mi dolor físico también disminuyó. Así sobreviví un día, y luego un segundo día, y luego un tercero… ¡Seguía estando viva! En lo más profundo de mí, sabía que esto se debía totalmente a la gracia y a la protección de Dios.

La gente de la Brigada de Seguridad Nacional vino a buscarme para volver a interrogarme tres días después. Escuché al oficial de prisiones gritar mi nombre antes de que la puerta de la celda se abriera. Justo entonces me encontraba en mi peor estado y, en cuanto las demás prisioneras escucharon eso, todas empezaron a clamar, a ponerse de pie y a gritar a la vez, diciendo cosas como: “Está en este estado, y ¿vais a interrogarla más? Sois unos despiadados. ¿Os la vais a llevar para interrogarla cuando ha sido golpeada hasta quedar en este estado?”. Allí había unas sesenta personas y más de la mitad de ellas estaban defendiéndome muy enfurecidas. Toda la celda se sumió en el caos. Al verlo, la policía decidió no interrogarme. Me conmovió y me hizo llorar; estaba muy agradecida por la protección de Dios. Más tarde, incluso la prisionera principal dijo: “Llevo aquí dos años y nunca he visto algo así”. Sabía que Dios estaba obrando detrás de todo aquello para cuidar de mí, disponiendo a personas, acontecimientos y cosas para ayudarme y permitirme esquivar ese golpe. ¡Le di gracias a Dios!

Durante un tiempo, estuve tan atormentada por el dolor que sentía en todo el cuerpo que no podía dormir por la noche, así que reflexionaba sobre las palabras de Dios. Una vez pensé en un himno que se llama “El amor de Pedro hacia Dios”, que trata sobre Pedro orando a Dios cuando estaba en su punto más débil: “¡Oh, Dios! Independientemente del tiempo y el lugar, Tú sabes que siempre me acuerdo de Ti. Sin importar el tiempo o el lugar, sabes que quiero amarte, pero mi estatura es demasiado pequeña y soy demasiado débil e impotente, mi amor es demasiado limitado, y mi sinceridad hacia Ti es demasiado escasa. Comparado con Tu amor, simplemente no soy apto para vivir. Solo quiero que mi vida no sea en vano y que pueda, no solo devolverte Tu amor, sino, lo que es más, dedicarte todo lo que tengo. Si te puedo satisfacer, entonces, como criatura, tendré tranquilidad y no pediré nada más. Aunque soy débil e impotente ahora, no olvidaré Tus exhortaciones y no olvidaré Tu amor(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio). Ese himno fue increíblemente conmovedor para mí. Durante aquella experiencia de ser torturada sin piedad, cada vez que oraba y me apoyaba en Dios cuando me sentía frágil y dolorida, Él me iluminaba y me guiaba con Sus palabras y me abría un nuevo camino. Dios había permanecido a mi lado, cuidando de mí y protegiéndome. Experimentar esa clase de entorno me mostró la omnipotencia y la soberanía de Dios, y entonces mi fe en Dios creció. También vi verdaderamente la esencia demoniaca del gran dragón rojo basada en la oposición a Dios y la destrucción de las personas; la rechacé y renuncié a ella de todo corazón, y volví mi corazón a Dios. Él me salvó de las fuerzas de Satanás de maneras muy prácticas. Llena de gratitud a Dios, oré diciendo que, ya viviera o muriera, estaba lista para entregarle toda mi vida a Él y aceptar cualquier cosa que Él dispusiera. Aunque eso significara mi muerte, ¡seguiría a Dios hasta el final! Desde ese momento en adelante, sentí en mi corazón que podía prescindir de cualquier cosa, menos estar separada de Dios. Al pensar en las palabras de Dios, sentía que mi corazón se acercaba más a Él. Bajo el cuidado y la protección de Dios, la hinchazón de mis heridas bajó muy rápido, el corazón no me dolía tanto cuando respiraba y, después de una semana, pude caminar apoyándome contra la pared. Todas en la prisión estaban asombradas y decían: “¡Miren eso, debe ser porque cree en el Dios verdadero!”. Yo sabía que todo era gracias al gran poder de Dios, y que Él me había rescatado cuando estaba al límite y al borde de la muerte, y que me había dado una segunda vida. ¡Di gracias de corazón por la salvación de Dios!

Después de cuatro meses encerrada en el centro de detención, el Partido Comunista me condenó a un año de reeducación mediante el trabajo por perturbar el orden social. Cuando fui liberada, la policía me advirtió: “Si te arrestan por más actividades religiosas, recibirás una sentencia severa”. Pero no me retuvieron. Oré a Dios en mi corazón: “¡No importa cuánta opresión o dificultad enfrente después de esto, te seguiré para siempre!”.

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