61. Veinte días de tormento
En diciembre de 2002, un día, sobre las 4 de la tarde, mientras estaba a un lado de una carretera haciendo una llamada telefónica, de pronto me agarraron por detrás del cabello y de los brazos y, sin yo poder reaccionar, me hicieron un barrido en los pies. Perdí el equilibrio y me golpeé muy fuerte contra el suelo. Sin más, me pisaron enérgicamente varias personas y me quedé con la cara pegada al suelo y ambas manos esposadas por detrás. Me levantaron entonces del suelo y me arrastraron hasta un vehículo. Me di cuenta de que me había detenido la policía. Su salvajismo era evidente y me acordé de lo relatado por algunos hermanos y hermanas sobre sus brutales torturas tras haberlos detenido. Muy nervioso y asustado, me preocupaba no poder soportar la tortura y volverme un judas. Estuve orando a Dios todo el trayecto para pedirle fe y fortaleza para poder mantenerme firme en el testimonio y no ceder ante Satanás.
La policía me llevó directamente a un pequeño hotel, donde me arrancaron la camisa y los zapatos, me quitaron el cinturón y me obligaron a permanecer de pie y descalzo en el gélido suelo. Había muchos agentes en la habitación y alguien me estaba tomando fotos. Entonces, uno de ellos mostró unas imágenes mías y de otro hermano haciendo un depósito en un banco y exigió que le dijera de dónde había salido el dinero, a quién se lo estábamos enviando y dónde vivía. Me quedé atónito. Comprendí que esos agentes no me habían estado vigilando y siguiendo uno o dos días nada más y que, con tantos agentes allí aquel día, era obvio que no iban a soltarme fácilmente. Esta idea me aterró y en silencio oré a Dios una y otra vez. Rememoré algunas de Sus palabras: “No tengas miedo; con Mi apoyo, ¿quién podría bloquear el camino? ¡Recuerda esto! ¡No lo olvides! Todo lo que ocurre es por Mi buena intención y todo está bajo Mi observación. ¿Puedes seguir Mi palabra en todo lo que dices y haces? Cuando las pruebas de fuego vengan sobre ti, ¿te arrodillarás y clamarás? ¿O te acobardarás, incapaz de seguir adelante?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 10). Ya no sentí tantos nervios o miedo al saber que tenía a Dios a mi lado, sosteniéndome, que Él había permitido mi detención y que con esta situación estaba probando si le tenía fe y devoción. No podía defraudar a Dios, sino que tenía que ampararme en Él para mantenerme firme en mi testimonio y humillar a Satanás. Decidí en silencio que, sin importar cómo me torturara la policía, no podía revelar el paradero del dinero de la iglesia ni ser un judas, aunque ello supusiera mi muerte. Como no decía ni una palabra, un agente me dio varias bofetadas muy fuertes y exigió que le dijera quién era el líder de nuestra iglesia, dónde se guardaba el dinero de la iglesia y quién era la persona que hizo el depósito conmigo. Me dio más bofetadas porque seguía sin responder, y cuando le comenzaron a doler las manos, agarró mis zapatos y me golpeó la boca con los tacones. Enseguida se me empezó a hinchar la boca, se me desprendieron algunos dientes y me salía sangre por las comisuras de la boca. Me torturaron más de una hora hasta que finalmente pararon. Comenzaron a hacer turnos para vigilarme por parejas y me hicieron permanecer de pie sin dejarme dormir. Estuve así tres días y tres noches seguidas. No supe sino hasta más adelante que ese es un método de tortura denominado “agotar al águila”, el cual emplea con frecuencia la policía en los interrogatorios, con el que mantiene continuamente despierta a una persona hasta doblegarle el ánimo y luego la interroga cuando ya no puede pensar con claridad. Utiliza esta táctica para que la gente traicione a Dios. Tenía todo el cuerpo insoportablemente adolorido y estaba fatigado tanto física como mentalmente. Podía quedarme dormido incluso de pie, pero, en cuanto cabeceaba, un agente me abofeteaba con saña, me daba una patada muy fuerte o repentinamente me gritaba al oído para despertarme del susto. Sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Algunas veces sentía que mi mente estaba despejada y, otras, me sentía confuso, y no sabía si era la vida real o un sueño. Estaba sufriendo terriblemente, sentía que no lo aguantaba más y temía que, de continuar aquello, me volviera imbécil o loco. Oré a Dios de corazón para pedirle fe y fortaleza para mantenerme firme en mi testimonio de Él.
Una mañana, vinieron a interrogarme un par de agentes. Me dijeron: “No pienses que podrás sobrevivir fácilmente a esto si no dices nada. ¡Una vez aquí, tienes que contestar claramente nuestras preguntas! A decir verdad, te hemos estado siguiendo varios meses. Utilizamos un sistema de posicionamiento satelital para localizarte y conocemos todos tus movimientos. Al decirte que confieses, te estamos dando una oportunidad. Tienes varias tarjetas SIM distintas y contactos en bastantes ubicaciones diferentes. Debes de ser un líder, ¿no?”. Sacaron un registro de mis llamadas de más de un metro de largo y me dijeron que les contara de qué se habló en cada una. Me quedé boquiabierto: si la policía ya sabía tanto sobre mí y creía que era un líder, ¡quién sabe cómo me torturarían a partir de entonces! Llevaba cuatro o cinco días sin dormir y ya sentía que no podría aguantar mucho más. Había oído anteriormente que, si no duermes siete u ocho días seguidos, puedes morir espontáneamente. Me preguntaba si moriría allí dentro si seguían privándome de sueño. Algo acobardado, enseguida oré: “Dios mío, mi carne es débil y me da miedo no soportar esto, pero no quiero traicionarte a Ti ni vender a mis hermanos y hermanas. Por favor, dame fe y fortaleza”. Me vinieron a la mente unas palabras de Dios tras mi oración: “La fe es como un puente de un solo tronco: aquellos que se aferran miserablemente a la vida tendrán dificultades para cruzarlo, pero aquellos que están dispuestos a sacrificarse pueden pasar con paso seguro y sin preocupación. Si el hombre alberga pensamientos asustadizos y de temor es porque Satanás lo ha timado por miedo a que crucemos el puente de la fe para entrar en Dios” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 6). Sus palabras me despertaron: ¿no están mi vida y mi muerte en manos de Dios? Si Dios no permite que muera, Satanás no puede hacerme nada. Me faltaba fe en Dios; era cobarde y débil porque me aferraba mezquinamente a la vida. Al reflexionarlo, me tranquilicé un poco y ya no sentí tanto miedo. En vista de que seguía callado, un agente me dio un puñetazo en la cabeza; vi estrellas y se me adormeció todo el cuerpo como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Casi me caigo. Otro agente tomó una percha de madera y me presionó con ella la barbilla con fuerza. Con un dolor insoportable, les pregunté: “¿Qué ley infringe mi fe en Dios? La Constitución nacional estipula claramente que el pueblo tiene libertad de credo. ¿En qué se basan para golpearme hasta casi matarme? ¿Hay ley en este país?”. Uno de ellos me respondió: “¿Que si hay ley en este país? ¿Qué es la ley? ¡El Partido Comunista! Ahora que estás en nuestras manos, si no nos dices lo que queremos saber, ni se te ocurra pensar que vas a salir vivo de esta”. Sentí náuseas y rabia por lo salvajes y desvergonzados que eran, y no les repliqué más.
Un día, un par de agentes me dijeron de forma amenazante: “Tenemos nuestros propios métodos de conseguir que abras la boca, es solo cuestión de tiempo. Negarse a hablar no acarrea sino más sufrimiento. ¿Así que eres un águila resistente? ¿Sabes cómo se agota a las águilas? Hay que tener paciencia, pero, a su debido tiempo, esa águila será amable y obediente…”. Llegado ese punto, ya me habían torturado tanto que no estaba muy lúcido y no sabía cuántos días más podría aguantar. Lo único que podía hacer era obligarme a mantenerme alerta y esforzarme al máximo por conservar la lucidez. No paraba de orar y clamar a Dios una y otra vez. Recordé estas palabras Suyas: “Mi obra entre el grupo de personas de los últimos días es una empresa sin precedentes y, por tanto, para que Mi gloria pueda llenar el cosmos, todas las personas deben sufrir la última dificultad por Mí. ¿Entendéis Mi voluntad? Este es el requisito final que Yo hago al hombre; es decir, espero que todas las personas puedan dar un testimonio sólido y vibrante de Mí ante el gran dragón rojo, que puedan ofrecerse por Mí una última vez y cumplan Mis requisitos una última ocasión. ¿De verdad podéis hacerlo? Fuisteis incapaces de satisfacer Mi corazón en el pasado; ¿podríais romper este patrón en la ocasión final? Yo doy a las personas la oportunidad de reflexionar, les permito meditar detenidamente antes de darme una respuesta final; ¿es incorrecto hacer esto? Yo espero la respuesta del hombre, espero su ‘carta de contestación’; ¿tenéis la fe para cumplir Mis requisitos?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 34). Las palabras de Dios me ayudaron a entender que Él estaba permitiendo que el gran dragón rojo me detuviera y persiguiera a fin de perfeccionar mi fe y mi devoción. También me estaba dando la oportunidad de mantenerme firme en mi testimonio de Dios ante Satanás. Dios analizaba cada una de mis palabras y acciones; tenía que ampararme en Él y mantenerme firme en mi testimonio de Él. Esta idea reavivó mi fe y mi fortaleza y me sentí mucho más lúcido, menos somnoliento y con más energía. Los dos agentes que se encontraban a un lado comentaron entre sí: “Este tipo es increíble. Aún tiene mucha energía tras todos estos días sin dormir, mientras que muchos de nosotros estamos totalmente agotados”. Supe que eso se debía únicamente a la misericordia y protección de Dios hacia mí, y di gracias a Dios de corazón.
Luego me obligaron a ponerme en cuclillas. Después de siete días y noches sin dormir y sin apenas comer, ¿de dónde iba a sacar fuerzas para eso? No tardé mucho en no poder aguantar y caí al suelo. Me levantaron de nuevo para que me pusiera en cuclillas. Verdaderamente desprovisto de fuerza, me caí dos veces y después no pude mantenerme en cuclillas. Entonces me ordenaron que me arrodillara frente a ellos. Me enfurecí y pensé: “Solo me arrodillo para adorar a Dios y de ninguna manera voy a arrodillarme ante ustedes, demonios”. Al negarme rotundamente, dos de ellos me agarraron de los brazos con furia y me patearon las pantorrillas para forzarme a arrodillarme. Como seguía sin hacerlo, me las pisaron con gran fuerza. Me dolía tanto que sudaba por todo el cuerpo. Me pareció que la muerte habría sido mejor que eso. Me torturaron así durante una hora aproximadamente, tras lo cual se me quedaron las pantorrillas de color azul verdoso e hinchadas, y durante mucho tiempo después de aquello, cojeé al caminar.
Al octavo día, seguían sin dejarme dormir. Me sentía confuso, tenía mucha fiebre y me zumbaban los oídos. No oía bien y veía doble; me desmayaba en cuanto pasaba un solo minuto sin que me golpearan. Seguía nevando, pero la policía me sostenía de pie en el baño y me salpicaba la cabeza con agua helada. En cuanto me soltaban, me desplomaba en el suelo. En un momento dado estaba alerta, y al siguiente, confundido. Estaba al borde de una crisis mental y, además, había llegado a mi límite físico. La idea de no saber cuándo llegarían a su fin esos días horribles debilitaba mi espíritu y no tenía ganas ni de comer.
La noche del noveno día, entró alguien que parecía una especie de líder. Señaló una cama y dijo: “Lo único que has de hacer es decirme de dónde salió ese dinero, dónde está el hombre que hizo el depósito contigo y quién es el líder. Con una sola palabra mía podrás ducharte y dormir, y luego te dejaremos volver a casa”. Físicamente, estaba completamente agotado y ya me había caído al suelo varias veces. Sentía que podría morir en cualquier momento si no dormía un poco. Pensé: “¿Y si digo algo no muy importante? Si esto continúa, aunque no me maten a golpes, ¡moriré de agotamiento o por falta de sueño!”. Sin embargo, me di cuenta inmediatamente de que eso me convertiría en un judas. Enseguida oré en silencio: “¡Dios mío! No aguanto más. Te pido fe y fortaleza. Quiero mantenerme firme en mi testimonio y humillar a Satanás”. Mientras oraba me acordé de algunas palabras de Dios: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y estar a merced de Él; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio sólido y rotundo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios). Las palabras de Dios me recordaron que este era justo el momento en que tenía que mantenerme firme en mi testimonio de Dios, y que eso exige ser capaz de sufrir y mostrarle devoción. No obstante, yo no quería sufrir y hasta estaba pensando en traicionar los intereses de la iglesia por preservar mi vida. Yo era muy egoísta y ruin. ¿Acaso eso era tener algún grado de humanidad? ¿Qué tenía eso de testimonio? Este pensamiento restauró mi fe y mi fortaleza. Supe que, aunque ello me supusiera dar la vida, tenía que mantenerme firme en mi testimonio y satisfacer a Dios. Por ello, guardé silencio. Al verlo, aquel hombre con aspecto de líder ordenó a los agentes que me vigilaban: “Estén pendientes de él. No puede dormir hasta que no hable”. Entonces se dio la vuelta y se marchó.
La tarde del décimo día, la policía detuvo a varias hermanas. Querían interrogarlas por separado y, como no tenían suficiente gente para vigilarme a mí, esa noche, por fin, dormí. A la mañana siguiente, un capitán de la policía, de apellido Cai, dijo: “Fuimos a tu casa. Tu madre está haciéndose mayor y no se encuentra muy bien de salud, además de que tiene que cuidar de tus dos hijos. La vida de todos ellos es muy dura. Tu mujer no está en casa, tus hijos son pequeños, necesitan el cuidado de sus padres y te echan mucho de menos. Las cosas están muy difíciles para tu familia. Hemos pensado darte otra oportunidad y más te vale que la aproveches. Ayer atrapamos a más personas, así que solo dime quién es el líder, quién guarda el dinero y dónde vive, y te suelto inmediatamente. Podrás irte a casa y reencontrarte con tu familia, y nosotros podemos ayudarte a encontrar un buen trabajo en la zona para que puedas ocuparte de ellos”. No pude contener las lágrimas cuando le oí decir eso, y me dolió y me sentí débil. Mi madre y mis hijos estaban sufriendo y no tenía forma de ayudarles. Sentía que los estaba decepcionando. En ese momento, me percaté de que me hallaba en el estado equivocado, por lo que enseguida oré a Dios para pedirle que me guiara y velara por mi corazón. Recordé estas palabras de Dios: “En todo momento, Mi pueblo debe estar en guardia contra las astutas maquinaciones de Satanás, protegiendo la puerta de Mi casa para Mí […] para evitar caer en la trampa de Satanás, momento en el que sería demasiado tarde para lamentarse” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 3). Las palabras de Dios me recordaron de nuevo que esta era una de las tentaciones de Satanás. Utilizaba mis afectos para tentarme a fin de que traicionara a Dios y a mis hermanos y hermanas para que la policía pudiera robar el dinero de la iglesia y hacer daño a Su pueblo escogido. No podía caer en la trampa de Satanás y nunca los traicionaría para arrastrar una existencia vergonzosa. Poco después hicieron entrar una por una a las hermanas para que yo las identificara, y les hicieron dar un lento giro de 360 grados para que las viera claramente. Por el rabillo del ojo veía que los tres agentes observaban mi expresión, así que oré a Dios para pedirle que velara por mí de modo que no las traicionara. Muy tranquilo, miraba inexpresivamente a cada una y negaba despacio con la cabeza. El capitán Cai me abofeteó con furia y me gritó: “No me creo que no conozcas a ninguna. ¿Y si te aplican diez días más el tratamiento del águila a ver si te comportas?”. Luego, siguieron machacándome con preguntas sobre dónde se guardaba el dinero de la iglesia y quién era el líder. Como no hablaba, continuaron torturándome día y noche sin dejarme dormir nada. Uno de ellos me abofeteaba, me daba patadas en las pantorrillas, me tiraba del pelo de las sienes con mucha fuerza o me gritaba mientras colocaba sus manos ahuecadas alrededor de mis orejas cada vez que me quedaba dormido. Se echaban a reír cada vez que veían mi expresión de miedo y dolor cuando despertaba sobresaltado. Me sentía desdichado, y no sabía cuánto más podría soportar esa muerte en vida. Me debilitaba todavía más sobre todo cuando recordaba que, según la policía, no había límite de tiempo para “agotar al águila”, y que eso terminaba cuando la persona confesaba.
Llegado el vigésimo día de tortura, no había indicios de que la policía fuera a parar, pero yo ya había llegado a mi límite físico. Cada vez que me caía al suelo no tenía siquiera fuerzas para volver a levantarme ni para abrir los ojos. Tenía la conciencia cada vez más borrosa y hasta me costaba respirar. Sentía que podría morir en cualquier momento y estaba muy asustado. Oí a un agente gritar: “¡Da igual que matemos a golpes a intransigentes como tú! Podemos enterrarte en cualquier sitio y nadie se enterará nunca”. Cuando escuché eso, me vine abajo por completo. ¿Qué harían mi madre, mi mujer y mis hijos si me mataban a golpes? Mi madre era mayor y tenía problemas de corazón e hipertensión. Si yo moría, ¿no sería eso su fin? Y ¿cuánto le dolería a mi mujer? Mis hijos eran todavía pequeños; ¿cómo subsistirían? No me atrevía a seguir pensando en ello. Sentía como si tuviera algo atorado en la garganta y rodaban lágrimas por mi rostro. Justo cuando mi dolor y mi debilidad estaban llegando a cierto punto, un agente me dijo: “¡Dinos dónde te has estado alojando y cerraremos el caso! Si no, no podremos hacerlo. No queremos trasnocharnos y sufrir aquí contigo todos los días”. Yo pensé: “Si no les cuento nada esta noche, no creo que pueda salir adelante. Tal vez pueda decir algo intrascendente. La hermana mayor que me hospeda es una creyente normal y tiene muy poca información sobre la iglesia. Admitir que me quedé en su casa no debería ocasionar ningún perjuicio real a la iglesia. Además, ya han pasado 20 días desde mi detención, así que todos esos libros de las palabras de Dios que había en su casa ya habrán sido trasladados. Si no encuentran pruebas de su fe, no le harán nada a una señora mayor, ¿o sí?”. No oré a Dios después de que se me ocurriera esto, y cuando la policía me mostró un croquis de los alrededores de la casa de mi hermana anfitriona, les indiqué cuál era. En cuanto salieron las palabras de mi boca, recuperé por completo la lucidez, estaba totalmente despierto y de repente percibí verdadera oscuridad en mi interior. Me di cuenta de que había sido un judas y había ofendido el carácter de Dios. Estaba aterrorizado y aturdido, atormentado por la culpa y el arrepentimiento. ¿Cómo pude ser un judas y traicionar a esa hermana? Un policía me preguntó entonces: “¿En qué casa se guarda el dinero? ¿Quién es el líder? ¿Dónde están los ejemplares impresos de las palabras de Dios?”. Uno de ellos me pateó cuando no les conté nada más. Sin embargo, a esas alturas, el dolor físico no importaba. El dolor de mi corazón era cien veces peor que el dolor de mi cuerpo. Era como si me hubieran atravesado el corazón con un puñal, y deseé desesperadamente poder retroceder en el tiempo y retractarme de lo que acababa de decir, pero era demasiado tarde. Sentí que había perdido mi alma y no chisté. En vista de que no iban a sacarme información, me trasladaron a un centro de detención.
En el centro de detención, delante de todos, un agente penitenciario me hizo desnudar para inspeccionarme y me sacó fotos. Llevaba 20 días sin lavarme la cara ni los dientes y apestaba totalmente. Y con un clima invernal de unos 10 grados bajo cero, no me dieron agua caliente, solo me dejaron lavarme con agua fría. Como estaba agotado, al borde del colapso, y ni siquiera tenía fuerzas para hablar, el agente penitenciario me dio una violenta patada en el pecho al creer que había contestado en voz demasiado baja cuando pasó lista. Me dolió tanto que me pareció como si se me hubieran desplazado todos los órganos internos y tardé bastante en recobrar el aliento. También me hacían recitar las normas del centro de detención y tenía que limpiar los pisos y baños como castigo cuando no era capaz de recitarlas correctamente. Tenía las manos totalmente agrietadas y me sangraban con mucha facilidad, y cada noche tenía que levantarme a hacer guardia dos horas. Podía soportar todo ese dolor físico, pero, desde que traicionara a esa hermana, me pasaba los días invadido por la culpa, en deuda con Dios y con ella. No podía perdonarme. Ella había hecho a un lado su seguridad personal para acogerme, pero yo la había traicionado para protegerme. ¡No tenía humanidad! Estas palabras de Dios me resultaron especialmente incisivas: “Ya no seré misericordioso con los que no me mostraron la más mínima lealtad durante los tiempos de tribulación, ya que Mi misericordia llega solo hasta allí. Además, no me siento complacido hacia aquellos quienes alguna vez me han traicionado, y mucho menos deseo relacionarme con los que venden los intereses de los amigos. Este es Mi carácter, independientemente de quién sea la persona. Debo deciros esto: cualquiera que quebrante Mi corazón no volverá a recibir clemencia, y cualquiera que me haya sido fiel permanecerá por siempre en Mi corazón” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Prepara suficientes buenas obras para tu destino). Las palabras de Dios eran como un puñal en el corazón y me provocaron aún más cargo de conciencia, como si no tuviera dignidad para enfrentarme a Dios. Bien sabía que el carácter de Dios es santo y justo y no tolera las ofensas humanas, y que Él desprecia a los que se protegen a costa de sus hermanos y hermanas y solo quieren salvar el pellejo. Yo la había traicionado, con lo que me había convertido en un infame judas. Eso le resultaba sumamente hiriente a Dios y era absolutamente abominable para Él. Pensar en esto era como si me arrancaran el corazón y no pude dormir en toda la noche. Estaba sumido en el dolor y la culpa.
El capitán Cai vino al centro de detención dos veces más para interrogarme acerca de dónde estaba el dinero de la iglesia y a quiénes había predicado el evangelio. Una vez me trajo fotografías de dos hermanas para que las identificara y me advirtió que, si no decía la verdad, se aseguraría de que fuera a la cárcel. Anteriormente, solo quería salvar mi vida, así que traicioné a aquella hermana y lastimé enormemente el corazón de Dios. No sería exagerado que me castigara y mandara al infierno. En esta ocasión, aunque me condenaran a cadena perpetua, aunque muriera, no soltaría más información. Por ello, dije sin dudar: “¡No las conozco!”. Entonces, el capitán Cai dijo enfáticamente: “¡Mira bien! Recapacita y luego contesta”. Repetí de manera contundente: “¡No las conozco!”. Ante mi determinación, otro agente me dio dos bofetones que me dejaron la cara ardiendo de dolor. Sin embargo, esta vez me sentí completamente en paz.
Más tarde, reflexioné sobre por qué había fallado. Por un lado, estaba demasiado atrapado en los afectos, por lo que, cuando la policía me torturó y amenazó mi vida, no fui capaz de renunciar a mi madre, a mis hijos o a mi mujer por miedo a que no pudieran seguir adelante si moría, a que no soportaran ese golpe. Había traicionado a Dios y a esa hermana por mis afectos carnales, lo que me convirtió en un judas traicionero e infame. ¡Realmente carecía de toda humanidad! A decir verdad, el destino de mis familiares estaba en manos de Dios y Él ya había decidido cuánto tormento y dolor iban a sufrir en la vida. Aunque no muriera y pudiera permanecer a su lado, no tenía modo de cambiar cuánto iban a sufrir. No lo había entendido, pero me frenaban mis sentimientos. Eso era una auténtica necedad. Por otro lado, no comprendía del todo la importancia de la muerte. No soportaba la idea de despedirme de la vida, lo que significaba que ni de lejos tenía fe sincera en Dios. Llegado el vigésimo día de tortura por agotamiento, la conciencia la tenía más nublada, me costaba respirar y sentía que podría morir en cualquier momento. Tenía mucho miedo; temía que hubiera llegado mi hora. Me acordé de todos los santos que a lo largo de los siglos habían trabajado para difundir el evangelio del Señor. A unos los lapidaron, a otros los decapitaron y a otros más los crucificaron. Todos fueron perseguidos por causa de la justicia y sus muertes fueron testimonio del triunfo sobre Satanás, de la deshonra de Satanás, y Dios las conmemoró. Aunque murieron en la carne, su alma está en manos de Dios. Recordé que el Señor Jesús dijo: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:25). A mí me habían detenido y torturado por mi fe. Eso era ser perseguido por una causa justa. Si la policía me hubiera golpeado verdaderamente hasta dejarme discapacitado o matarme, habría sido algo glorioso. Esta reflexión me aportó una auténtica sensación de liberación y decidí que, por mucho que sufriera después, aunque tuviera que dar la vida, me mantendría firme en mi testimonio de Dios, expiaría mi transgresión anterior y de ninguna manera continuaría viviendo con semejante deshonra.
Era finales de enero de 2003, casi pasados dos meses de mi detención. Había perdido más de 13 kilos, y cuando dejaban salir a los detenidos a tomar el aire, yo solo podía dar unas cuantas vueltas al patio antes de quedar sin aliento. Me encontraba en un estado muy frágil y los agentes temían que muriera en sus manos, así que acabaron por imponerme solo una condena de 18 meses, misma que podría cumplir fuera de la cárcel. Tras mi liberación, se me exigió llamar a la Oficina de Seguridad Pública dos veces al mes para informar de mi paradero y cada tres meses para informar sobre mi ideología. Cuando llegué a casa, todos mis familiares y amigos incrédulos vinieron a atacarme e increparme. Me sentía fatal. En la cárcel me había torturado el gran dragón rojo casi hasta matarme, y ahora que estaba de vuelta en casa tenía que tolerar la incomprensión de mi familia. Lo único que podía hacer era pasar ese amargo trago. Luego descubrí que, después de mi detención, la policía había ido a registrar mi casa y había engañado a mi familia diciendo cosas como que andaba metido en actividades fraudulentas para ganar dinero. Estaba furioso. La policía me había arrestado y torturado, me obligó a ser un judas y traicionar a una hermana, y hasta inventó mentiras para provocar problemas y hacer que mi familia me rechazara. ¡Odiaba a esos demonios del Partido Comunista con todo mi ser!
La policía no tardó en ir de nuevo por mí, así que tuve que huir. Me convertí en uno de los fugitivos más buscados del PCCh. Tuve que hacer trabajos esporádicos con nombres falsos y un domicilio al que no tenía forma de volver. Además, perdí el contacto con la iglesia. Me resultaba sumamente doloroso ser perseguido por la policía, rechazado por mi familia y ni siquiera poder llevar una vida de iglesia. En particular, el hecho de haber sido un judas y haber traicionado a aquella hermana lo llevaba muy grabado en el corazón. Tenía la constante sensación de haber cometido un pecado imperdonable, de que mi senda de fe ya había llegado a su fin y de que ya no tenía posibilidad de salvarme. Esos pensamientos me dejaban atormentado y débil.
En mayo de 2008 retomé el contacto con la iglesia y volví a asumir un deber. Posteriormente, leí esto en las palabras de Dios: “Todas las personas que se hayan sometido a la conquista de las palabras de Dios tendrán suficiente oportunidad de salvación. La salvación de Dios de cada una de estas personas les mostrará Su máxima indulgencia. En otras palabras, se les mostrará la máxima tolerancia. Siempre que las personas regresen de la senda equivocada y siempre que se puedan arrepentir, Dios les dará oportunidades de obtener Su salvación” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Debes dejar de lado las bendiciones del estatus y entender la voluntad de Dios para traer la salvación al hombre). “El manejo que hace Dios de cada persona se basa en las situaciones reales de las circunstancias y el trasfondo de esta en ese determinado momento, así como en las acciones y el comportamiento de esa persona y en su esencia naturaleza. Dios nunca se equivoca con nadie. Esta es una faceta de la justicia de Dios. Por ejemplo, Eva fue seducida por la serpiente para que comiera el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, pero Jehová no le recriminó, al decirle: ‘Te dije que no lo comieras, ¿por qué lo hiciste igualmente? Deberías haber tenido discernimiento, deberías haber sabido que la serpiente solo te habló para seducirte’. Jehová no reprendió así a Eva. Como los seres humanos son creación de Dios, Él sabe cuáles son sus instintos y de lo que son capaces esos instintos, hasta qué punto las personas pueden controlarse a sí mismas y hasta dónde pueden llegar. Dios sabe todo esto con bastante claridad. El manejo que Dios hace de una persona no es tan sencillo como la gente se imagina. Cuando Su actitud hacia cierta persona es de aversión o repulsión, o cuando se trata de lo que esta persona dice en un contexto determinado, Él tiene un buen conocimiento de sus estados. Esto se debe a que Dios escruta el corazón y la esencia del hombre. La gente siempre piensa: ‘Dios solo tiene Su divinidad. Él es justo y no admite ofensas del hombre. Él no considera las dificultades del hombre ni se pone en el lugar de la gente. Si una persona se resiste a Dios, Él la castigará’. Las cosas no son así en absoluto. Si así es como alguien entiende Su justicia, Su obra y Su tratamiento de las personas, está gravemente equivocado. La determinación de Dios del desenlace de cada persona no se basa en las nociones y figuraciones del hombre, sino en el carácter justo de Dios. Él retribuirá a cada persona según lo que haya hecho. Dios es justo, y tarde o temprano se encargará de que todas las personas queden convencidas, de principio a fin” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Tercera parte). La lectura de estas palabras de Dios me conmovió hasta tal punto que no pude contener las lágrimas. Era como un niño que había cometido un terrible error y no se atrevía a regresar a casa, y que finalmente volvía a los brazos de su madre tras pasar años vagando por el mundo. Sentí verdaderamente la benevolencia de la esencia de Dios. Había traicionado a aquella hermana y a Dios, merecía castigo, pero Dios no me trató en función de mi transgresión. Me dio la oportunidad de arrepentirme. Entendí que el carácter de Dios no entraña únicamente juicio e ira, sino también misericordia y tolerancia. Dios tiene unos maravillosos principios en la forma como trata con las personas. No las delimita según sus transgresiones puntuales, sino de acuerdo con la naturaleza y el contexto de sus acciones y su estatura en ese momento. Si alguien es traicionero a causa de la debilidad humana, pero no niega ni traiciona a Dios de corazón y luego es capaz de arrepentirse ante Dios, Él todavía puede perdonarlo y darle otra oportunidad. Vi lo justo que es el carácter de Dios. Él aborrece el carácter corrupto y las traiciones de la humanidad, pero aun así hace todo lo posible por salvarnos. Esto me dejó rebosante de gratitud hacia Dios y me sentí todavía más en deuda con Él. Le había hecho demasiado daño y me dieron muchas ganas de abofetearme. Decidí que, fuera cual fuera mi resultado, valoraría esta oportunidad concedida por Dios, buscaría la verdad y cumpliría con mi deber para retribuirle Su amor.
Después de sufrir la brutal tortura del PCCh, vi completamente su esencia demoníaca y su rostro malvado de odio y oposición a Dios. ¡Odio a Satanás más que nunca! También experimenté personalmente que la obra de Dios para salvar a la humanidad es muy práctica y sabia: por medio del gran dragón rojo perfeccionó mi fe y mi devoción, con lo que pude adquirir cierta comprensión del carácter justo de Dios y comprobar la autoridad y el poder de Sus palabras. ¡Toda esta experiencia me ha enseñado que las dificultades y pruebas son una bendición de Dios para mí, y que también son Su amor y salvación! Ante cualquier opresión o adversidad que afronte en el futuro, ¡estoy absolutamente decidido a seguir a Dios hasta el final!