99. Reflexiones de una paciente enferma terminal
En junio de 2013, el periodo me duró más de diez días y expulsé varios grandes coágulos de sangre. En aquel momento, solo notaba un leve dolor puntual en la zona baja del abdomen, así que no le di mucha importancia. Pero al mes siguiente, tuve el periodo y empecé a expulsar muchos coágulos, con un sangrado cada vez más abundante. Me asusté un poco y fui al hospital a que me vieran. El médico me mandó a casa a esperar los resultados. Pero al día siguiente no paraba de sangrar. El mejor fármaco para detener la hemorragia funcionó un tiempo, pero esta volvió en cuanto se me pasó el efecto. La pérdida de sangre me provocó sudores fríos por todo el cuerpo. Estaba sola en casa en ese momento. Pensé: “¿Y si muero por perder tanta sangre?”. Llamé enseguida a mi hermana y luego me desplomé en la cama, incapaz de moverme. Mi hermana llamó rápidamente a una ambulancia y me llevaron al hospital. La pérdida de sangre me dejó horrorosamente pálida. Tenía los labios morados y el rostro lívido como un cadáver. Sentía escalofríos por todo el cuerpo y necesitaba una transfusión urgente, pero no quedaban reservas de plasma en el hospital y no se repondrían hasta la 1 de la madrugada. Me aterró enterarme de aquello, pensé: “No habrá plasma hasta dentro de ocho horas. ¿Cómo voy a aguantar tanto? Ya casi me he desangrado, ¿no estaré muerta en ocho horas? Todavía soy muy joven. Si muero, nunca volveré a ver el azul del cielo ni los hermosos paisajes del reino”. Estaba realmente asustada y no paraba de llamar a Dios: “¡Oh, Dios! Sálvame, por favor”. Justo entonces, recordé una frase de las palabras de Dios: “Mientras tengas aliento, Dios no te dejará morir” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 6). Las palabras de Dios me dieron mucha fe. Mientras me quedara aliento, no moriría sin Su consentimiento. Oré en silencio a Dios: “Dios, te doy gracias. Cuando estoy indefensa y asustada, solo Tus palabras pueden consolarme. Aún me queda aliento, y mientras no me dejes morir, seguiré viva. Creo lo que Tú dices”. Después de orar, me sentí mucho más tranquila y menos asustada. Mi marido llegó al hospital sobre las seis de la tarde, pero cuando se enteró de lo sucedido no me ofreció ni una sola palabra de consuelo. Se limitó a mirarme, habló un poco con los que estaban a mi alrededor y se marchó. Mi marido me hostigó desde que empecé a creer en Dios. Ahora que estaba enferma, quería saber aún menos de mí. Me sentí muy desconsolada e impotente. No era capaz de moverme ni de hablar, pero tenía la mente clara. Al ver a mi marido marcharse, no pude contener las lágrimas. Pensaba que estaría a mi lado durante la enfermedad. Nunca creí que fuera a ser tan cruel. Supe entonces que ya no podía contar con mi marido y solo podía confiar en Dios. Me limité a orar en silencio, no me atrevía a apartarme de Dios ni un momento. Reflexioné además sobre algunos himnos y palabras de Dios que había leído. El himno que me causó un impacto más profundo se llamaba “Pedro se aferró a la fe y al amor verdaderos”: “¡Dios! Mi vida no vale nada y mi cuerpo no vale nada. Sólo tengo una fe y sólo tengo un amor. En mi mente tengo fe en Ti y amor por Ti en mi corazón; sólo tengo estas dos cosas para darte y nada más” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Cómo Pedro llegó a conocer a Jesús). Canté este himno para mis adentros, y pensé que no me había entregado a Dios en mi fe y que mi fe en Él no era verdadera. Siempre quise confiar en mi familia, pero la persona más cercana a mí me ignoró cuando estaba más vulnerable. Dios me consoló con Sus palabras y solo Él puede salvarme. Oré a Dios en mi corazón: “Dios, solo Tú puedes salvarme y consolarme, darme fe y fortaleza. Estoy dispuesta a entregarte el corazón y la vida”. Sentí una enorme paz al meditar sobre el himno de las palabras de Dios, y dejé de pensar en mi enfermedad y de temer a la muerte. Algo de calor regresó poco a poco a mi cuerpo, y sin apenas darme cuenta, ya era la una. Después de la transfusión, me sentí como nueva a la mañana siguiente. El médico de guardia quedó atónito al verme sentada en la cama. Me dijo: “Ayer estabas muy mal; ¡me asombra que sobrevivieras a la noche!”. Cuando el médico dijo eso, le di gracias a Dios una y otra vez. De no ser por la guía de Sus palabras, nunca habría sobrevivido. Todo se debió a la maravillosa protección de Dios. Más adelante, el médico me envió al hospital de la ciudad para que me hicieran más pruebas. Pensé para mis adentros: Dios me protegió ayer durante una situación muy peligrosa, así que seguro que no me encontrarán ningún problema grave.
Al día siguiente, fui con parte de mi familia a un gran hospital para hacerme más pruebas, y allí me enteré de que me habían diagnosticado un cáncer de útero avanzado. El tumor tenía ya el tamaño de un huevo de pato y la cirugía no era posible. No sobreviviría a la operación. Cuando le oí decir “cáncer de útero avanzado”, me quedé estupefacta y completamente en shock. No paraba de pensar: “¿Cáncer? ¿Cómo he podido contraer cáncer? Algunos incrédulos solo viven un par de meses tras contraer cáncer. ¿Sobreviviré yo?”. Me sentía angustiada y atribulada y no quería hablar con nadie. Tendida en la cama del hospital, no paraba de reflexionar sobre mis diez últimos años de fe en Dios. Mi familia me hostigó desde que acepté la obra de Dios de los últimos días e incluso sufrí las burlas y calumnias de los incrédulos. Durante estos años, fuera cual fuera el deber que me asignara la iglesia, yo siempre me sometía. Por muy difícil o agotador que fuera, lo superaba confiando en Dios. No traicioné a Dios ni una sola vez, ni siquiera cuando me arrestaron, me condenaron y me enviaron a la cárcel, y seguí difundiendo el evangelio y cumpliendo con mi deber tras mi liberación. Había sufrido mucho y pasé por momentos muy duros, ¿por qué ahora contraía una enfermedad terminal? ¿Por qué no me había protegido Dios? ¿Estaba mi fe en Él llegando a su fin? Simplemente no lo entendía ni podía aceptar morir así. Le hice una petición a Dios mientras derramaba lágrimas de pena: “Oh, Dios, no quiero morir. Si muero ahora, nunca veré Tu día de gloria ni el colapso del gran dragón rojo, y tampoco los hermosos paisajes del reino. Me estremece pensar qué final me espera. Oh, Dios, te ruego que me ayudes y cures mi enfermedad”. Justo entonces, recordé la enorme pérdida de sangre que había sufrido y que pese a que nadie pensaba que sobreviviría, Dios conservó mi vida y fui testigo de Su maravillosa obra. Con eso en mente, quise recibir tratamiento.
En vista de la gravedad de mi enfermedad, el médico me recomendó radioterapia y quimioterapia. La quimioterapia me daba náuseas y me dejaba aturdida. Era muy molesta, y el rostro se me acaloraba. Durante la radiación, parecía que me estuvieran clavando agujas por todo el cuerpo. El dolor de ambas terapias a la vez resultaba insoportable, y empecé a quejarme y malinterpreté de nuevo a Dios: tenía sentido que los incrédulos sin la protección de Dios contrajeran cáncer, pero yo tenía fe en Él, ¿por qué acabé con esta enfermedad terminal? ¡Dios no me había protegido! Mi sala del hospital estaba llena de todo tipo de pacientes con cáncer y cada pocos días sacaban a uno que había fallecido. Estaba aterrorizada, y me preocupaba que, si seguía empeorando, algún día sería yo a la que sacaran. No quería pasar todo el tiempo con los demás enfermos. Era muy angustioso escuchar sus gemidos de dolor día tras día. Así que, en cuanto finalicé el tratamiento, fui a casa de una hermana a leer las palabras de Dios. Cuando me reunía con ella, compartía activamente mi entendimiento de las palabras de Dios, y discutíamos cómo resolver las nociones de los destinatarios potenciales del evangelio. Yo pensaba: “Cuando me den el alta, seguiré difundiendo el evangelio y cumpliendo con mi deber. Mientras asista a más reuniones, coma y beba más palabras de Dios y tenga fe en Él, sin duda Dios me protegerá”. Durante el tratamiento, un familiar vino a visitarme y le contó en privado a mi marido e hijos que su marido había muerto de un cáncer y que el mío era incurable. Sugirió que, en vez de gastar dinero en el tratamiento del hospital, lo mejor sería llevarme de viaje, para así no perder su dinero, además de a mí. Mi marido aceptó su consejo y dijo que me llevaría de viaje. Aseguró que podríamos ir donde yo quisiera. Pero yo solo pensaba: “Pretenden renunciar al tratamiento. ¿Acaso no moriré entonces? ¿De verdad este es mi final?”. Me sumí de nuevo en la angustia. Unos días después, mi marido se negó a pagar las facturas médicas. Mi hermana dijo: “El médico ha dicho que te quedan dos o tres meses de vida, así que deja de pedirle a tu marido que pague las facturas. Ya no te va a curar ningún tratamiento. Limítate a confiar en Dios, ¡solo Él puede salvarte!”. Al oír esto, me quedé paralizada en la cama, en shock, sin atreverme a pensar que aquello pudiera ser cierto. ¿Solo me restaban dos o tres meses de vida? Me sentía totalmente desolada y las lágrimas me caían por el rostro. El médico dictaminó que era incurable, y mi marido y mis hijos habían renunciado a mi tratamiento. ¿Acaso esperar la muerte no era mi única opción? Había creído en Dios muchos años y lo había pasado muy mal, todo por la esperanza de que Dios me salvara de la muerte y de poder entrar en el reino. Nunca imaginé que las cosas acabarían así. Me sentía tremendamente desesperada, sin salvación posible. Los días sucesivos oré por inercia y leí con menos entusiasmo las palabras de Dios. Me parecía que iba a morir en cualquier momento y ya de nada servía orar. Me sentía muy pesimista y negativa.
Un día, al regresar a la sala del hospital, nada más abrir la puerta, vi a un paciente de cáncer muerto en su cama, cubierto con una sábana. Me asusté tanto que salí corriendo a otra sala. El paciente había ingresado apenas dos días antes y ya estaba muerto. Temí que pronto yo también tuviera que afrontar la muerte, así que me apresuré a orar a Dios: “Oh, Dios, estoy terriblemente asustada, me siento negativa y débil. No quiero morir como una incrédula. Te ruego que me protejas, me des fe y fortaleza, y me permitas entender Tu voluntad”. Después de la oración, recordé un himno de las palabras de Dios titulado “El dolor de las pruebas es una bendición de Dios”: “No te desanimes, no seas débil; y Yo te aclararé las cosas. El camino que lleva al reino no es tan fácil. ¡Nada es tan simple! Queréis que las bendiciones vengan a vosotros fácilmente, ¿no es así? Hoy, todos tendréis que enfrentar pruebas amargas. Sin esas pruebas, el corazón amoroso que tenéis por Mí no se hará más fuerte ni sentiréis verdadero amor hacia Mí. Aun si estas pruebas consisten únicamente en circunstancias menores, todos deben pasar por ellas; es solo que la dificultad de las pruebas variará de una persona a otra. Las pruebas son una bendición proveniente de Mí. ¿Cuántos de vosotros venís a menudo delante de Mí y suplicáis de rodillas que os dé Mis bendiciones? Siempre pensáis que unas cuantas palabras favorables cuentan como Mi bendición, pero no reconocéis que la amargura es una de Mis bendiciones” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 41). Las palabras de Dios me reconfortaron y me conmovieron hondamente. Sus palabras me mostraron que el camino para entrar al reino no es llano ni sencillo, uno tiene que soportar pruebas amargas. Mi enfermedad era otra prueba más y una bendición de Dios. No podía perder la fe en Él, sino que debía buscar Su voluntad en esta enfermedad, no quejarme de Él y mantenerme firme en mi testimonio de Dios. Una vez entendí Su voluntad, ya no fui tan negativa, y tuve fe para confiar en Dios a fin de sobrellevar esto. Al ver que Dios aún no había permitido mi muerte, leía más de Sus palabras en mi tiempo libre y me reunía con la hermana.
En su casa, leía a menudo este fragmento de las palabras de Dios: “Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio”. Un pasaje concreto me aportó nuevos conocimientos acerca de mis puntos de vista sobre la fe en Dios. Dios Todopoderoso dice: “Esperas que tu fe en Dios no acarree ningún reto o tribulación ni la más mínima dificultad. Siempre buscas aquellas cosas que no tienen valor y no le otorgas ningún valor a la vida, poniendo en cambio tus propios pensamientos extravagantes antes que la verdad. ¡Eres tan despreciable! Vives como un cerdo, ¿qué diferencia hay entre ti y los cerdos y los perros? ¿No son bestias todos los que no buscan la verdad y, en cambio, aman la carne? ¿No son cadáveres vivientes todos esos muertos sin espíritu? ¿Cuántas palabras se han hablado entre vosotros? ¿Se ha hecho solo poco de obra entre vosotros? ¿Cuánto he provisto entre vosotros? ¿Y por qué no lo has obtenido? ¿De qué tienes que quejarte? ¿No será que no has obtenido nada porque estás demasiado enamorado de la carne? ¿Y no es porque tus pensamientos son muy extravagantes? ¿No es porque eres muy estúpido? Si no puedes obtener estas bendiciones, ¿puedes culpar a Dios por no salvarte? Lo que buscas es poder ganar la paz después de creer en Dios, que tus hijos no se enfermen, que tu esposo tenga un buen trabajo, que tu hijo encuentre una buena esposa, que tu hija encuentre un esposo decente, que tu buey y tus caballos aren bien la tierra, que tengas un año de buen clima para tus cosechas. Esto es lo que buscas. Tu búsqueda es solo para vivir en la comodidad, para que tu familia no sufra accidentes, para que los vientos te pasen de largo, para que el polvillo no toque tu cara, para que las cosechas de tu familia no se inunden, para que no te afecte ningún desastre, para vivir en el abrazo de Dios, para vivir en un nido acogedor. Un cobarde como tú, que siempre busca la carne, ¿tiene corazón, tiene espíritu? ¿No eres una bestia? Yo te doy el camino verdadero sin pedirte nada a cambio, pero no buscas. ¿Eres uno de los que creen en Dios? Te otorgo la vida humana real, pero no la buscas. ¿Acaso no eres igual a un cerdo o a un perro? Los cerdos no buscan la vida del hombre, no buscan ser limpiados y no entienden lo que es la vida. Cada día, después de hartarse de comer, simplemente se duermen. Te he dado el camino verdadero, pero no lo has obtenido: tienes las manos vacías. ¿Estás dispuesto a seguir en esta vida, la vida de un cerdo? ¿Qué significado tiene que tales personas estén vivas? Tu vida es despreciable y vil, vives en medio de la inmundicia y el libertinaje y no persigues ninguna meta; ¿no es tu vida la más innoble de todas? ¿Tienes las agallas para mirar a Dios? Si sigues teniendo esa clase de experiencia, ¿vas a conseguir algo? El camino verdadero se te ha dado, pero que al final puedas o no ganarlo depende de tu propia búsqueda personal” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios). Leí también este pasaje en las palabras de Dios: “Aparte de los beneficios tan estrechamente asociados con ellos, ¿podría existir alguna otra razón para que las personas, que nunca entienden a Dios, den tanto por Él? En esto descubrimos un problema no identificado previamente: la relación del hombre con Dios es, simplemente, de puro interés personal. Es la relación entre el receptor y el dador de bendiciones. Para decirlo con claridad, es similar a la relación entre empleado y empleador. El primero solo trabaja para recibir las recompensas otorgadas por el segundo. En una relación como esta, no hay afecto; solo una transacción. No hay un amar y ser amado; solo caridad y misericordia. No hay comprensión; solo engaño y reprimida indignación. No hay intimidad; solo un abismo que no se puede cruzar” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Apéndice III: El hombre sólo puede salvarse en medio de la gestión de Dios). Las palabras de juicio de Dios eran como una afilada espada que me atravesaba el corazón. Era como si Dios me juzgara cara a cara. Comencé a reflexionar sobre mí misma: Desde que me hice cristiana, siempre busqué alcanzar la gracia, pensaba que mientras tuviera fe en el Señor, Él me mantendría a salvo y lejos del peligro. Tras aceptar la obra de Dios de los últimos días, si bien sabía que Dios no sana a los enfermos, expulsa a los demonios ni hace milagros como en la Era de la Gracia, sino que hace que las personas persigan la verdad y se sometan al juicio, el castigo, las pruebas y los refinamientos para purificar sus actitudes corruptas, me seguía aferrando a este deseo extravagante de lograr bendiciones. Pensé que sería inmune a todos los desastres y enfermedades mientras persiguiera mi fe con diligencia, y que aunque me pusiera muy enferma, Dios me protegería y no me dejaría morir. Me gasté con entusiasmo para lograr bendiciones y gracia. Por mucho que mi marido me hostigara y obstaculizara, o que mis parientes me denigraran y abandonaran, ninguno de ellos me limitaba. No traicioné a Dios ni siquiera cuando me arrestaron y encarcelaron. Cuando me liberaron, seguí cumpliendo con mi deber. Pensé que buscar de esa manera serviría para salvarme y permanecer. Sobre todo esta vez, cuando creía estar ante mi último aliento y Dios me sacó del umbral de la muerte tras llamarlo con todo mi ser, me sentí mucho más convencida de que Dios me ayudaría en cualquier dificultad que me hallara. Cuando me diagnosticaron el cáncer y mi familia renunció al tratamiento, vi a Dios como mi última esperanza, y pensé que, si continuaba asistiendo a reuniones y leyendo las palabras de Dios, si oraba más y confiaba en Él, y cumplía con mi deber lo mejor posible, Dios vería que tenía fe y que me había sometido, y puede que me protegiera y me permitiera vivir. Mediante la revelación de las palabras de Dios, noté que, aunque podía abandonar algunas cosas, gastarme y realizar mi deber con fervor, lo que perseguía no era la verdad ni tampoco desechar mi carácter corrupto ni alcanzar la pureza, sino que, más bien, esperaba intercambiar mi gasto y los precios que pagaba por la gracia y bendiciones de Dios, con la esperanza de que Él me protegiera de la muerte en el gran desastre y de llegar a un destino maravilloso. Cuando Dios me protegió, se lo agradecí y lo alabé sin cesar, pero cuando contraje esta enfermedad terminal, me sentí agraviada, protesté en silencio contra Él e incluso lo taché de injusto. En mi fe, solo quería extraer beneficios de Dios y no vi lo importante que era perseguir la verdad. Cuando me enfrenté a la enfermedad que amenazó mi final y mi destino, perdí la fe en Dios. Perdí interés en las palabras de Dios y en orar, e incluso lo malinterpreté y lo culpé. Noté que no era nada sincera con Dios ni tenía verdadero amor hacia Él, sino que solo lo usaba, lo engañaba y “negociaba” con Él. ¿Cómo podía considerarme una creyente? Si seguía buscando de este modo, aunque sobreviviera, me estaría rebelando contra Dios, resistiéndome a Él. ¿Qué valor tenía vivir así? Al darme cuenta de ello, me sentí increíblemente avergonzada y abochornada. Me sentía muy en deuda con Dios.
Luego leí un pasaje de las palabras de Dios que me aportó un entendimiento incluso más profundo. Dios dice: “Nada es más difícil de abordar que el hecho de que las personas hagan exigencias constantes hacia Dios. En cuanto los actos de Dios no se corresponden con tu pensamiento o no se han ejecutado de acuerdo con tu forma de pensar, es probable que te resistas; esto basta para demostrar que, por naturaleza, tienes resistencia a Dios. Este problema solo se puede reconocer haciendo introspección frecuente y logrando comprender la verdad, y solo se puede resolver por completo buscando la verdad. Cuando la gente no comprende la verdad le pone muchas exigencias a Dios, mientras que cuando entienden realmente la verdad no las tienen; solo sienten que no han complacido bastante a Dios, que no lo obedecen lo suficiente. Que las personas siempre le pongan exigencias a Dios refleja su naturaleza corrupta. Si no puedes conocerte y arrepentirte de verdad respecto a esto, enfrentarás peligros y riesgos ocultos en tu senda de fe en Dios. Eres capaz de superar las cosas corrientes, pero cuando se trata de asuntos importantes como tu sino, tus perspectivas y tu destino, quizás seas incapaz de superarlos. En ese momento, si todavía careces de la verdad, bien puedes caer de nuevo en tus viejos hábitos, y te convertirás así en uno de los que serán destruidos. Muchas personas siempre han seguido y creído de esta manera; se han comportado bien durante el tiempo en el que han seguido a Dios, pero esto no determina lo que acontecerá en el futuro. Esto se debe a que nunca eres consciente del talón de Aquiles del hombre ni de las cosas que se encuentran dentro de la naturaleza humana que pueden llegar a oponerse a Dios, y hasta tanto te conduzcan al desastre, tú sigues ignorando tales cosas. Como la cuestión de que tu naturaleza se oponga a Dios no se resuelve, esta te encamina al desastre y es posible que, cuando tu viaje acabe y la obra de Dios termine, hagas lo que más se oponga a Dios y digas algo que sea una blasfemia en Su contra y, así, serás condenado y descartado” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Las personas le ponen demasiadas exigencias a Dios). Tras leer las palabras de Dios, me di cuenta de que tuve miedo de morir desde que me puse enferma y deseé con vehemencia que Dios impidiera mi muerte. ¿No era eso hacerle exigencias a Dios? Siempre pensé que, ya que creía en Él, Dios debería protegerme todo el tiempo y no debería tratarme como a una incrédula. Después de que me diagnosticaran un cáncer avanzado y ver que Dios no me ofrecía protección adicional, simplemente no pude someterme. Utilicé mis sacrificios, mis gastos y el sufrimiento en la cárcel como capital para defender mi postura ante Dios y poner condiciones, y para exigirle que curara mi enfermedad. Cuando Dios no obraba según mis exigencias, discutía con Él y luchaba. Reparé en que no tenía el menor temor de Dios, a pesar de mis muchos años de fe. Me faltaba mucha humanidad y razón. Pensé en que Job temió a Dios y evitó el mal toda su vida. Cuando Dios lo puso a prueba y Job perdió todos sus bienes y a sus hijos, y se le llenó el cuerpo de llagas, nunca se quejó de Dios ni exigió que Él lo curara. Job era increíblemente humano y razonable. En cuanto a mí, al enfrentarme a la muerte, me invadieron las quejas y los malentendidos, y exigí irracionalmente a Dios que me protegiera. Cuando peligró mi vida tras perder tanta sangre, fue la protección y el cuidado de Dios lo que me salvó; me concedió Su gracia, y me permitió ver Su maravillosa obra. Es más, en mis años de fe, había disfrutado mucho del riego y el sustento de las palabras de Dios y aprendí muchas verdades y misterios. Dios me había dado más de lo que nunca había pedido o imaginado, pero seguía sin estar satisfecha. Cuando me diagnosticaron el cáncer, hice exigencias irracionales a Dios, le pedí que me permitiera seguir viviendo. Me di cuenta de que mi naturaleza era increíblemente avariciosa. Dios es el Señor de la creación, entonces, ¿qué derecho tenía alguien tan insignificante, rebelde, reticente y llena de corrupción como yo a hacerle exigencias a Dios? Vi que carecía siquiera de la menor autoconciencia, que mi arrogancia era irracional y no tenía el menor temor de Dios. Cuando Sus actos no se ajustaban a mis nociones, me daba una rabieta, discutía y protestaba. Lo que revelaba era un carácter increíblemente desalmado, y si no transformaba mi carácter corrupto, ofendería el carácter de Dios y estaría sujeta a Su justo castigo. Tenía miedo y no me atreví a hacerle más exigencias irracionales a Dios, así que oré y le dije: “Oh, Dios, te agradezco Tu juicio y castigo, pues me permitieron ver lo irracional que era. ¡Oh, Dios! Estoy dispuesta a arrepentirme, y mejore o no mi estado, me someteré a Tus instrumentaciones”. Al darme cuenta de estas cosas, me sentí un poco más en paz.
Tendida en la cama del hospital, me pregunté cómo podía hacer tales exigencias nada razonables tras enfermarme. Después de reflexionar y buscar, me di cuenta de que era principalmente porque no entendía el carácter justo de Dios. Más adelante, leí este pasaje de las palabras de Dios: “La justicia no es en modo alguno justa ni razonable; no se trata de igualitarismo, de concederte lo que merezcas en función de cuánto hayas trabajado, de pagarte por el trabajo que hayas hecho ni de darte lo que merezcas a tenor de tu esfuerzo, esto no es justicia, es simplemente ser imparcial y razonable. Muy pocas personas son capaces de conocer el carácter justo de Dios. Supongamos que Dios hubiera eliminado a Job después de que este diera testimonio de Él: ¿Sería esto justo? De hecho, lo sería. ¿Por qué se denomina justicia a esto? ¿Cómo ve la gente la justicia? Si algo concuerda con las nociones de la gente, a esta le resulta muy fácil decir que Dios es justo; sin embargo, si considera que no concuerda con sus nociones —si es algo que no comprende—, le resultará difícil decir que Dios es justo. Si Dios hubiera destruido a Job en aquel entonces, la gente no habría dicho que Él era justo. En realidad, no obstante, tanto si la gente ha sido corrompida como si no, y si lo ha sido profundamente, ¿tiene que justificarse Dios cuando la destruye? ¿Debe explicar a las personas en qué se basa para hacerlo? ¿Debe Dios decirle a la gente las reglas que Él ha ordenado? No hay necesidad de ello. A ojos de Dios, alguien que es corrupto y que es susceptible de oponerse a Dios no tiene ningún valor; cómo lo maneje Dios siempre estará bien, y todo está dispuesto por Él. Si fueras desagradable a ojos de Dios, si dijera que no le resultas útil tras tu testimonio y, por consiguiente, te destruyera, ¿sería esta también Su justicia? Lo sería. Tal vez no sepas reconocerlo ahora mismo a partir de la realidad, pero debes entenderlo en doctrina. ¿Qué opináis? ¿Es la destrucción de Satanás a manos de Dios una expresión de Su justicia? (Sí). ¿Y si Él permitiera que Satanás perdurara? No os atrevéis a decir nada, ¿verdad? La esencia de Dios es la justicia. Aunque no es fácil comprender lo que hace, todo cuanto hace es justo, solo que la gente no lo entiende” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Tercera parte). A partir de las palabras de Dios, vi que solía pensar en Su justicia conforme a mis propias nociones y figuraciones. Pensaba que creía en Dios, había pagado precios elevados, me había gastado, había sufrido en la cárcel sin traicionarle y me había mantenido firme en mi testimonio de Él, así que Dios debía protegerme de una enfermedad terminal. En cuanto a los incrédulos que Dios no protegía, era normal que contrajeran cáncer. Creía que esto era la justicia de Dios. Cuando Dios no actuó de acuerdo con mis nociones y contraje una enfermedad terminal, me pareció que no se había retribuido todo mi gasto, que Dios me había hecho mal, y por tanto estaba llena de quejas y malentendidos acerca de Él. Reparé en que mi entendimiento de la justicia de Dios no difería de la visión transaccional de los incrédulos. Pensaba que se me debía compensar por todo mi trabajo y que era injusto no recibir lo que merecía. Tras leer Sus palabras, me enteré de que la esencia misma de Dios es justa. Todo lo que Dios hace está dotado de Su voluntad y sabiduría. No podía evaluar mi situación según apariencias y nociones superficiales. Eso daría lugar a errores y era probable que juzgara y me resistiera a Dios. Pensaba que enfermar era un desastre, pero la voluntad de Dios estaba detrás de mi dolencia. De no haber quedado en evidencia por ello, no me hubiera dado cuenta de mi carencia de humanidad y razón. En cuanto los actos de Dios no encajaron en mis nociones, empecé a discutir y protestar. No era sumisa con Dios ni lo temía. La experiencia de esta enfermedad me mostró mi verdadera estatura y me permitió desprenderme de mis exigencias irracionales hacia Dios. ¡Doy gracias a Dios! ¡Él ha obrado maravillas y es realmente sabio! Antes no conocía a Dios, y juzgué Su carácter justo según mis propios puntos de vista. ¡Qué ciega e ignorante estaba respecto a Dios! Dios es el Señor de toda la creación y yo un mero ser creado minúsculo; Él tiene derecho a tratarme como crea oportuno. Es más, veía mi fe como una transacción y hacía exigencias irracionales a Dios. Aunque muriera, eso también era la justicia de Dios; no debería haberme quejado de Él. Da igual lo que escogiera Dios, viviera o muriera, sería todo apropiado. Tenía que someterme a los arreglos de Dios; esa era la razón que debía poseer. Tras obtener algo de conocimiento del carácter justo de Dios, sentí mucha mayor claridad, y dejé de quejarme de Dios y de malinterpretarlo. Daba igual cómo me tratara Dios, ya no me quejaba y era capaz de someterme.
Más adelante, aprendí a cómo tratar mi propia mortalidad leyendo las palabras de Dios, y ya no temía la muerte. Las palabras de Dios dicen: “Si una persona ha estado en el mundo durante varias décadas y aún no ha entendido de dónde viene la vida humana, no ha reconocido aún en manos de quién está su destino, entonces no es de extrañar que no sea capaz de afrontar la muerte con calma. Una persona que ha adquirido el conocimiento de la soberanía del Creador en sus décadas de experiencia de la vida humana es una persona con una apreciación correcta del sentido y el valor de la vida; una persona con un conocimiento profundo del propósito de la vida. Este tipo de persona tiene una experiencia y entendimiento reales de la soberanía del Creador; e incluso más, es capaz de someterse a la autoridad del Creador. Tal persona entiende el sentido de la creación de la humanidad por parte de Dios, entiende que el hombre debería adorar al Creador, que todo lo que el hombre posee viene del Creador y regresará a Él algún día no muy lejano en el futuro. Este tipo de persona entiende que el Creador arregla el nacimiento del hombre y tiene soberanía sobre su muerte, y que tanto la vida como la muerte están predestinadas por la autoridad del Creador. Así, cuando uno comprende realmente estas cosas, será capaz de forma natural de afrontar la muerte con tranquilidad, de dejar de lado todas sus posesiones terrenales con calma, de aceptar y someterse alegremente a todo lo que venga, y de dar la bienvenida a la última coyuntura de la vida arreglada por el Creador en lugar de temerla ciegamente y luchar contra ella. Si uno ve la vida como una oportunidad para experimentar la soberanía del Creador y llegar a conocer Su autoridad, si uno ve su vida como una oportunidad excepcional para cumplir con su deber como ser humano creado y completar su misión, entonces tendrá sin duda la perspectiva correcta de la vida, tendrá una vida bendita y guiada por el Creador sin duda, andará en la luz del Creador sin duda, conocerá Su soberanía sin duda, vendrá bajo Su dominio sin duda, se volverá un testigo de Sus obras milagrosas y Su autoridad sin duda. No hace falta decir que el Creador amará y aceptará necesariamente a tal persona, y solo una persona así puede tener una actitud calmada frente a la muerte, puede dar la bienvenida alegremente a la coyuntura final de la vida. Una persona que obviamente tuvo este tipo de actitud hacia la muerte es Job; estaba en posición de aceptar alegremente la coyuntura final de la vida, y habiendo llevado el viaje de su vida a una conclusión tranquila, habiendo completado su misión en la vida, regresó al lado del Creador” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. Dios mismo, el único III). “Job fue capaz de afrontar la muerte sin ningún sufrimiento porque sabía que, al morir, regresaría al lado del Creador. Y fueron sus búsquedas y logros en la vida lo que le permitieron afrontar la muerte con calma, afrontar la perspectiva del Creador llevándose su vida de vuelta tranquilamente, y, además, levantarse, impoluto y libre de preocupaciones, delante del Creador” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. Dios mismo, el único III). Al comer y beber las palabras de Dios, aprendí que la vida proviene de Él. Dios dicta y dispone mi vida, mi muerte, mis bendiciones y mis desgracias. No había motivos para que le hiciera exigencias a Dios. Aunque Él decidiera mi muerte, Su voluntad lo respaldaba. Tenía que afrontar esto de la manera correcta, y esa era la razón que debía tener un ser creado. Pensé en Job, que temió a Dios y evitó el mal toda su vida. En cualquier situación que se encontrara, podía reconocer el gobierno y los arreglos de Dios. No se quejó, no malinterpretó a Dios ni emitió juicios ni discutió. Fue capaz de someterse y de afrontar con calma su propia muerte. Yo tenía que emular el temor que Job le tenía a Dios, evitar el mal y someterme al gobierno y los arreglos de Dios. Él me dio la vida, así que yo tenía que someterme cuando Él decidiera quitármela. En cuanto al desenlace que me esperaba en la otra vida, Dios lo decidiría en función de todo lo que había hecho en la actual. Dios no había permitido aún que muriera, así que debía usar el tiempo que me quedaba para arrepentirme, recorrer la senda de temer a Dios y evitar el mal, perseguir la verdad y la transformación del carácter, y cumplir con mi deber como mejor pudiera. Al darme cuenta de esto, me sentí mucho más lúcida y temí menos la muerte. Me sentía también más cerca de Dios.
Durante aquel periodo, a medida que me reunía con otras hermanas y comía y bebía las palabras de Dios, mi estado mejoró gradualmente. Me quedaban aún cuatro sesiones de quimioterapia, pero los efectos secundarios eran demasiado fuertes, así que solo podía hacer terapia de radiación. Sin embargo, esta ya no me pareció ni de lejos tan dolorosa como antes. Sabía que Dios tenía la última palabra sobre mi supervivencia, así que no me preocupaba mi enfermedad, y pasé mi tiempo libre meditando sobre las palabras de Dios y escuchando himnos. Al cabo de un tiempo, empecé a sentirme cada vez mejor, como si hubiera vuelto a ser la de antes. Todos los demás pacientes decían que mi aspecto era tan saludable que pensaban que era una de las enfermeras. Tras cuarenta días hospitalizada, me dieron el alta. En la siguiente revisión, el médico me dijo que el tumor había desaparecido. Cuando oí al médico decir que el tumor se había esfumado, no me lo podía creer y pensé que lo había oído mal. Le volví a preguntar y me confirmó que ya no existía. Me puse eufórica. No me podía creer que un tumor del tamaño de un huevo de pato pudiera desaparecer así. Pensé en las palabras de Dios que dicen: “El corazón y el espíritu del hombre están en la mano de Dios; todo lo que hay en su vida es contemplado por los ojos de Dios. Independientemente de si crees esto o no, todas las cosas, vivas o muertas, se moverán, se transformarán, se renovarán y desaparecerán, de acuerdo con los pensamientos de Dios. Así es como Dios preside sobre todas las cosas” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Dios es la fuente de la vida del hombre). Sin duda, todos los seres y las cosas están en manos de Dios. Todas las cosas muertas o vivas están sujetas a Su soberanía y gestión. La voluntad de Dios las instrumenta todas. Nadie creía que fuera a salir adelante, el médico incluso aseguró que el tumor era demasiado grande para operarlo, así que jamás soñé que pudiera desaparecer por completo. ¡Todo fue una maravillosa obra de Dios! Estaba profundamente conmovida y sentía de corazón que estaba en deuda con Dios. Fui muy rebelde y corrupta, y le exigí a Dios cosas irracionales; no merecía la salvación. Pero Dios no me trató en función de mi rebeldía y corrupción. Le estoy muy agradecida por haberme salvado. Al volver a casa, continué difundiendo el evangelio y cumpliendo con mi deber, y recobré poco a poco la salud.
Más tarde, me encontré con otro pasaje de las palabras de Dios: “El desenlace o el destino de una persona no viene determinado por su voluntad, sus inclinaciones o sus figuraciones. El Creador, Dios, tiene la última palabra. ¿Cómo ha de cooperar la gente en esas cuestiones? La gente no puede elegir más que una senda: solo si busca la verdad, la comprende, obedece las palabras de Dios, logra la sumisión a Dios y alcanza la salvación acabará consiguiendo un buen final y un buen destino. No es difícil imaginar las expectativas y el destino de la gente si hace lo contrario. Por eso, en esta materia, no te fijes en lo que Dios le ha prometido al hombre, en qué dice Dios sobre el desenlace de la humanidad, en lo que Él le ha preparado. Estas cosas no tienen nada que ver contigo, son asunto de Dios, tú no las puedes tomar, suplicar ni regatear. Como criatura de Dios, ¿qué debes hacer? Debes cumplir con tu deber, hacer lo que debas con todo tu corazón, tu mente y tus fuerzas. El resto, las cosas relacionadas con las expectativas y el destino, así como con el futuro de la humanidad, no son algo que puedas decidir, están en manos de Dios; todo esto lo gobierna y dispone el Creador y no guarda relación con ninguna criatura de Dios. Dicen algunos: ‘¿Por qué nos lo cuenta si no tiene nada que ver con nosotros?’. Aunque no tenga nada que ver con vosotros, sí lo tiene con Dios. Dios es el único que sabe estas cosas, que puede hablar de ellas y que tiene derecho a prometérselas a la humanidad. Y si Dios las sabe, ¿no debería hablar de ellas? Es un error continuar en pos de tus expectativas y de tu destino cuando no sabes cuáles son. Dios no te ha pedido que vayas en pos de esto, solamente te estaba informando; si crees equivocadamente que Dios te estaba permitiendo que lo convirtieras en el objetivo de tu búsqueda, entonces careces por completo de razón y no posees la mente de la humanidad normal. Basta con ser consciente de todo lo que Dios promete. Has de reconocer un hecho: sea cual sea la promesa, buena o corriente, agradable o poco interesante, todo lo gobierna, dispone y determina el Creador. El único deber y la única obligación de una criatura de Dios es seguir y buscar el rumbo y la senda correctos señalados por el Creador. En cuanto a lo que finalmente obtengas y qué parte de las promesas de Dios recibas, todo depende de tu búsqueda, de la senda que tomes y de la soberanía del Creador” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 9 (IX)). Aprendí gracias a las palabras de Dios que mi desenlace y mi destino no lo determinarían la oración ni los obtendría mediante el trueque con Dios. En cambio, Dios determinaría mi desenlace en función de mi búsqueda, mis acciones y la senda que había recorrido. Pero yo no había perseguido la verdad ni entendía el carácter de Dios. Cuando vi que Él le concedía a la gente un destino glorioso, pensé que mientras buscara con diligencia, cumpliera con mi deber, fuera capaz de sufrir y pagar un precio, y continuara cumpliendo con mi deber por mucho hostigamiento y dificultades que me encontrara, me salvaría y permanecería. Estos años he estado buscando y esforzándome sin cesar por mi desenlace y mi destino en función de mis creencias y deseos propios. Caminaba por la senda de Pablo. Si seguía así, no solo no se me concedería un buen destino, sino que se me desenmascararía y descartaría por no haberse purificado mi carácter corrupto. Me he recuperado finalmente del cáncer. Dios no permitió que muriera y me dio la oportunidad de arrepentirme. ¡Esta es la salvación de Dios! Pensé: “De ahora en adelante debo perseguir la verdad y la transformación del carácter en mi deber, no puedo seguir haciendo trueques con Dios por bendiciones. Debo ser una persona con humanidad y razón que se someta a Dios. Ya sea bueno o malo el desenlace que disponga Dios para mí, la decisión es Suya. Lo que debo perseguir es la verdad y la transformación del carácter”.
Han pasado nueve años y mi dolencia no ha reaparecido. Esta experiencia me hizo darme cuenta de que, aunque esta enfermedad amenazó mi vida, Dios nunca quiso robármela, ni tampoco mi futuro. Dios se sirvió de esta enfermedad para purificarme y transformarme, para poner de manifiesto las impurezas en mi fe y transformar algunas absurdas nociones que tenía. Me permitió también obtener auténtico conocimiento y experiencia de lo todopoderoso que es Dios y de Su soberanía, adoptar la postura adecuada hacia la vida y la muerte y someterme. Para mí, esta enfermedad fue la manera que tuvo Dios de concederme la gracia y la salvación. Es como Él dice: “Si uno realmente tiene fe en Dios en su corazón, debe saber antes que nada que la duración de la vida de una persona está en manos de Dios. El momento del nacimiento y la muerte de una persona está predestinado por Dios. Cuando Dios provoca que las personas padezcan una enfermedad, hay una razón detrás de ella y tiene un significado. A ellas les parece una enfermedad, pero, en realidad, lo que se les ha concedido es gracia, no enfermedad. Lo primero que deben hacer es reconocer y estar seguras de este hecho, y tomarlo en serio” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Tercera parte).