49. ¿Por qué cuesta tanto admitir los errores?
Soy el responsable de los trabajos en video en mi iglesia. Un día me llamó una hermana a toda prisa. Ella no había revisado bien un video y hubo que rectificarlo, lo que había ocasionado retrasos y nos había costado mano de obra y recursos. Al oír el título del video, me di cuenta de que yo también había ayudado a revisarlo, pero tampoco había visto ningún problema. Tras la llamada, me apresuré a averiguar de qué iba todo esto y descubrí que estaba mal escrito el título del video. Naturalmente, los errores en el trabajo deben ser notificados al líder o se deben señalar para que todos eviten tener problemas similares en un futuro. Pero luego pensé en que yo había cometido ese error tan elemental y me pregunté qué opinaría el líder de mí en lo sucesivo. ¿Le parecería que no era serio ni confiable en el deber? En tal caso, perdería mi puesto de encargado. Pensé entonces en que siempre había enfatizado ante mis hermanos y hermanas la importancia de prestar atención. Si todos supieran que había cometido este error, ¿creerían que no era apto para ser el encargado? ¿Qué sería de mi reputación? Por ello, no quería contarle a nadie mi error. Puse excusas: “No fuimos negligentes adrede. Revisamos lo que teníamos que revisar. No podía haber predicho estas circunstancias especiales. El perjuicio ocasionado es irreversible, pero, con que tenga más cuidado en lo sucesivo, valdrá. Además, yo no soy el único que revisó este video. Aunque todos se enteren de lo ocurrido, no soy el único culpable. Asunto terminado. Lo sabe la gente correspondiente, y con eso basta”. Así pues, no se lo conté ni al líder ni a los demás hermanos y hermanas del grupo. Aunque me sentía incómodo y sabía que estaba eludiendo la responsabilidad, al pensar en lo que podría acarrear este error a mi reputación, y hasta a mi posición, seguí como si no hubiera pasado nada.
Un día leí unas palabras de Dios: “Los seres humanos corruptos saben enmascararse bien. Hagan lo que hagan, o sea cual sea la corrupción que expresen, siempre se tienen que disfrazar. Si algo sale mal o hacen algo malo, quieren culpar a los demás. Desean ser reconocidos por las cosas buenas y culpar a los demás por las cosas malas. ¿Acaso no se da mucho este fenómeno de enmascararse en la vida real? Demasiado. Equivocarse o disfrazarse: ¿cuál de las dos cosas se relaciona con el carácter? Disfrazarse es una cuestión de carácter, implica un carácter arrogante, maldad y astucia, es desdeñado especialmente por Dios. De hecho, cuando te disfrazas a ti mismo, todo el mundo entiende lo que está pasando, pero piensas que los demás no lo pueden ver e intentas por todos los medios discutir y justificarte a ti mismo para guardar las apariencias y hacer que todos piensen que no hiciste nada malo. ¿Acaso no es una tontería? ¿Qué piensan los demás de esto? ¿Cómo se sienten? Asqueados y despreciados. Si tras cometer un error puedes tratarlo correctamente, y eres capaz de permitir que todo el mundo hable de él, permites sus comentarios y que lo disciernan, puedes exponerte al respecto y analizarlo, ¿qué opinión tendrá todo el mundo de ti? Dirán que eres una persona honesta, porque tu corazón está abierto a Dios. Podrán ver tu corazón mediante tus acciones y comportamientos. Pero si intentas disfrazarte y engañar a todo el mundo, la gente te tendrá en poca estima y dirá que eres un necio y una persona poco prudente. Si no intentas fingir ni poner excusas, si admites tus errores, todos dirán que eres honesto y prudente. ¿Y qué te convierte en prudente? Todo el mundo comete errores. Todo el mundo tiene fallos y defectos. Y en realidad, todo el mundo tiene el mismo carácter corrupto. No te creas más noble, perfecto y bondadoso que los demás; eso es ser totalmente irracional. Una vez que tengas claro el carácter corrupto de la gente y la esencia y el verdadero rostro de la corrupción del hombre, no intentarás cubrir tus propios errores ni les reprocharás a los demás los suyos; podrás afrontar ambas cosas correctamente. Solo entonces serás perspicaz y no harás tonterías, lo cual te convertirá en alguien prudente. Aquellos que no son prudentes son gente necia y siempre insisten en sus pequeños errores mientras entre bastidores son unos tramposos. Es repugnante. De hecho, lo que haces les resulta obvio al instante a otras personas, pero sigues actuando con total descaro. A los demás les parece la actuación de un payaso. ¿Acaso no es estúpido? Sí” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Los principios que deben guiar el comportamiento de una persona). Con las palabras de Dios entendí que fingir, encubrir y no admitir un error propio es mucho más grave que simplemente cometerlo. ¡Son actos taimados y traicioneros! En cambio, cuando la gente se sincera y se responsabiliza de un error, no solo no la desprecia nadie, sino que los demás la respetan por decir la verdad simple y llanamente. Todos tenemos momentos en que nos equivocamos. Dios no condena a la gente a la ligera por sus errores: observa si es capaz de arrepentirse sinceramente después. Pero yo no había captado esto. Me parecía vergonzoso equivocarse, especialmente como supervisor: pensaba que, si cometía errores elementales, la gente me despreciaría. Creerían que yo no era mejor que mis hermanos y hermanas, y podría ser relevado. Así, cuando descubrieron un error en un video que yo había revisado, no me atreví a admitirlo y me empeñé en encubrirlo. Hice como que no había pasado nada con el fin de eludir la responsabilidad y esconder el asunto bajo la alfombra. Pese a sentirme culpable, no estaba dispuesto a contarles a todos la verdad. ¡Qué taimado! Era obvio que había perjudicado el trabajo de la iglesia, pero callé e intenté encubrir mi error. Dejé que el líder y mis hermanos y hermanas solo vieran mi lado bueno, no mi fallo. Así todos creerían que era serio y sensato en el trabajo. Podría conservar mi imagen y mi puesto de supervisor. ¡Qué forma más despreciable de actuar! Por miedo a que se enteraran de mi fallo, hice todo lo posible por disimular. Encubrí mi lado desagradable, engañé a la gente y le oculté la verdad. Vivía sin integridad ni dignidad. No podía continuar encubriendo mi fallo y engañando a los demás. Por ello, escribí a mi líder para informarle de la situación y me sinceré con todos sobre mi corrupción. Les conté la verdad para que pudieran aprender de mi ejemplo. Después me sentí algo más tranquilo.
Sin embargo, al abrir nuestra lista de trabajos, descubrí que quizá se había hecho dos veces otro video. No me lo podía creer. Si llevaba la cuenta de a quién le asignaba cada tarea, ¿cómo podía haber otro error? Pero, cuando miré, en efecto: el video se había hecho dos veces. Me quedé paralizado en ese momento. Eso estaba mal. Acababa de admitir mi error ante el líder y, sin que él pudiera siquiera comprender la situación al detalle, yo había fallado de nuevo. ¿Qué opinaría de mí? ¿Que siempre hacía las cosas mal y que no era apto para ser el encargado? Y si se enteraban los demás hermanos y hermanas, ¿les parecería demasiado indigno de confianza? De no dejar de ocurrir estos errores básicos, la siguiente vez que hablara acerca de ser serio y responsable en el deber, ¿se lo seguirían tomando en serio? No. Tenía que averiguar exactamente el motivo de este error y esperaba no ser el principal responsable. Aunque compartiera la culpa, mi parte tenía que ser menor. De ese modo no quedaría mal, y mi estatus estaría a salvo. Al final, tras una minuciosa inspección, descubrí que, una vez asignada la tarea, tan solo la había registrado en una lista de trabajos más antigua, por lo que el líder asignó nuevamente la tarea. No cabía duda: yo era el principal responsable. Me quedé de piedra cuando me di cuenta. ¿Cómo pude tener tan mala pata? Me había metido en estos problemas que no deberían haber pasado. ¡Qué mala suerte! Estaba totalmente perplejo. ¿Le debía contar este error al líder o no? Si todos sabían que había cometido estos dos errores básicos seguidos, ¿qué opinarían de mí entonces? Recordé las palabras de Dios que había leído. Las mentiras y el engaño son mucho más graves que los errores, y Dios los aborrece aún más. En el fondo tenía miedo. Tenía que aceptarlo y contarle este error al líder, pero no era capaz de dejar atrás mis miedos. Me embargaba el temor. El corazón me pesaba como si lo oprimiera una piedra. Me notaba distraído en el deber y no dormía por las noches. Sabía que este estado no era correcto, así que oré a Dios para pedirle que me guiara para conocerme a mí mismo.
Más adelante, leí un pasaje de las palabras de Dios y logré entender mi estado. Dios Todopoderoso dice: “Sin importar cuántas cosas malas haga un anticristo ni de qué tipo —ya sea malversar, despilfarrar o hacer un uso indebido de las ofrendas a Dios, o que esté interrumpiendo y perturbando el trabajo de la iglesia, estropeando mucho esta labor y provocando la ira de Dios—, siempre permanece tranquilo, sereno y despreocupado. Sin importar qué tipo de maldad cometa un anticristo ni qué consecuencias acarree, él nunca se presenta ante Dios a confesar sus pecados y arrepentirse lo antes posible, y jamás se presenta ante los hermanos y hermanas en actitud de sinceridad y apertura para admitir sus maldades, llegar a conocer sus transgresiones, reconocer su corrupción y arrepentirse de sus malas acciones. Por el contrario, se devana los sesos para buscar excusas varias con las que eludir su responsabilidad y echar la culpa a los demás con tal de recuperar su imagen y estatus. Lo que le importa no es el trabajo de la iglesia, sino si su reputación y estatus se ven perjudicados o afectados. No considera ni piensa en el modo de compensar las pérdidas ocasionadas a la casa de Dios por sus transgresiones ni trata de compensar su deuda con Dios; es decir, nunca admite que puede hacer algo mal ni que ha cometido un error. Para sus adentros, los anticristos consideran de necios e incompetentes admitir activamente los errores y rendir cuentas honestamente de los hechos. Si sus malas acciones son descubiertas y reveladas, los anticristos solamente admiten un error pasajero por descuido, nunca su incumplimiento del deber y su irresponsabilidad, e intentan responsabilizar a otro para eliminar esa mancha de su historial. En ocasiones así, a los anticristos no les interesa reparar el perjuicio ocasionado a la casa de Dios, sincerarse ante el pueblo escogido de Dios para admitir sus errores ni dar cuenta de lo sucedido. Se preocupan por encontrar la manera de que los grandes problemas parezcan pequeños, y los pequeños, inocuos. Aportan razones objetivas para que los demás los comprendan y simpaticen con ellos. Intentan por todos los medios recuperar su reputación a ojos de los demás, minimizar la influencia negativa de sus transgresiones sobre sí mismos y asegurarse de que lo Alto nunca tenga una mala impresión de ellos para que nunca los responsabilice, destituya, investigue o los castigue. A fin de recuperar su reputación y su estatus de forma que sus intereses no se vean perjudicados, los anticristos están dispuestos a soportar todo sufrimiento y harán todo lo posible por resolver cualquier dificultad. Desde el principio de su transgresión o error, los anticristos nunca tienen intención de responsabilizarse de las cosas malas que hacen, nunca tienen intención de reconocer, compartir, exponer o analizar los motivos, intenciones y actitudes corruptas que subyacen a las cosas malas que hacen; y, ciertamente, nunca tienen intención de compensar el perjuicio que ocasionan al trabajo de la iglesia y a la entrada de la vida del pueblo escogido de Dios. Por tanto, se mire por donde se mire, los anticristos son gente que nunca admite sus maldades ni se arrepiente. Los anticristos son desvergonzados e insensibles sin esperanza alguna de redención, y nada menos que unos satanases vivientes” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 11). En las palabras de Dios descubrí que los anticristos valoran, sobre todo, su estatus y su reputación. Sin importar cuántos fallos u omisiones cometan en el deber ni cuánto perjudiquen el trabajo de la iglesia, jamás admiten su culpa. Temen que otros descubran sus defectos y los desprecien. Por eso, una vez que se dan cuenta de que han cometido un error que sería deshonroso para ellos, se sienten a disgusto, sin poder comer ni dormir bien. Se devanan los sesos para idear una forma de no dejar huella y reparar su reputación. Mi conducta era igual. Para mí, mi estatus y mi reputación eran tan importantes que, cuando descubría un problema en el trabajo, no sentía remordimientos por mi descuido. No reflexionaba sobre lo ocurrido para evitar errores en un futuro. No podía pensar más que en cómo me vería todo el mundo cuando se enterara de que había cometido unos errores tan básicos, y en si me despreciarían o creerían que no era capaz de gestionar mi trabajo. Para conservar mi estatus y mi reputación, me pasaba todo el día tan inquieto que no podía dormir. No pensaba más que en cómo encubrir mi error y evitar ser descubierto. Quería eludir mi responsabilidad, ocultar mis errores y evitar que se enteraran los demás. No quería dar la cara y admitir mi culpa. Era verdaderamente taimado, ¡sin integridad ni dignidad! En realidad, como encargado, yo conocía bien aquellos procesos. No cabía duda de que era el principal responsable. No obstante, esperaba salirme con la mía o encontrar alguna prueba que me permitiera repartir la culpa. Al final, cuando veía que no podía eludir mi responsabilidad, me empeñaba en hacerme la víctima atribuyéndolo todo a la mala suerte. No lo recibía de parte de Dios. No hacía introspección. Solo me quejaba de mi mala suerte. Encubría mis errores y mentía para preservar mi estatus. Esa era la conducta de un anticristo. Me asusté al percatarme de esto. Supe lo peligroso que era continuar así, sin arrepentirme, ¡como un anticristo!
También entendí que, en parte, era tan terco y reacio a admitir mi culpa porque estaba atado y controlado por mi posición de encargado, con lo que abordaba mis errores de manera incorrecta. Descubrí unas palabras de Dios al respecto. Dios Todopoderoso dice: “¿Cómo deberías practicar para ser una persona normal y corriente? ¿Cómo se puede lograr eso? […] En primer lugar, no te otorgues a ti mismo un título y le cojas apego. No digas: ‘Soy el líder, soy el jefe del equipo, soy el supervisor, nadie conoce este tema mejor que yo, nadie entiende las habilidades más que yo’. No te dejes llevar por tu autoproclamado título. En cuanto lo hagas, te atará de pies y manos, y lo que digas y hagas se verá afectado; tu pensamiento y juicio normales, también. Debes liberarte de los grilletes de este estatus; primero bájate de este título y esta posición oficial y ponte en el lugar de una persona corriente; si lo haces, tu mentalidad se volverá normal. También debes admitirlo y decir: ‘No sé cómo hacer esto, y tampoco entiendo aquello; voy a tener que investigar y estudiar’, o ‘Nunca he experimentado esto, así que no sé qué hacer’. Cuando seas capaz de decir lo que realmente piensas y de hablar con honestidad, estarás en posesión de una razón normal. Los demás conocerán tu verdadero yo, y por tanto tendrán una visión normal de ti y no tendrás que fingir, ni existirá una gran presión sobre ti, por lo que podrás comunicarte con la gente con normalidad. Vivir así es libre y fácil; quien considera que vivir es agotador es porque lo ha provocado él mismo” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Atesorar las palabras de Dios es la base de la fe en Dios). “Cuando en la iglesia alguien es promovido y cultivado para que sea líder, solo se le promueve y cultiva en sentido directo; no quiere decir que ya sea un líder capacitado o competente, que ya sea capaz de asumir la labor de un líder y hacer un trabajo real; eso no es así. La mayoría de la gente no ve con claridad estas cosas y admiran a quienes son promovidos, confiando en sus fantasías, pero esto es un error. Independientemente de cuántos años lleve creyendo, ¿alguien que es promovido realmente posee la realidad de la verdad? No necesariamente. ¿Puede llevar a buen puerto la organización del trabajo de la casa de Dios? No necesariamente. ¿Tiene sentido de la responsabilidad? ¿Tiene compromiso? ¿Es capaz de someterse a Dios? Ante un problema, ¿es capaz de buscar la verdad? No se sabe. ¿Tiene la persona un corazón temeroso de Dios? ¿Y cuánto lo teme? ¿Es susceptible de seguir su propia voluntad al hacer las cosas? ¿Es capaz de buscar a Dios? Durante el período en que lleva a cabo el trabajo de líder, ¿se presenta ante Dios de manera regular y frecuente para buscar Su voluntad? ¿Sabe guiar a la gente para entrar en la realidad de la verdad? Sin duda es incapaz de tales cosas en lo inmediato. No ha recibido formación y tiene muy poca experiencia, así que no puede hacer esas cosas. Es por eso que promover y cultivar a alguien no quiere decir que ya entienda la verdad ni que ya sepa cumplir satisfactoriamente con el deber” (La Palabra, Vol. V. Las responsabilidades de los líderes y obreros). Con las palabras de Dios entendí que ser líder o encargado no implica automáticamente que seas apto, superior ni mejor que otros. Es una oportunidad de fomentar tus destrezas y formarte en el trabajo. La formación revela el carácter corrupto de la gente, y siempre hay reveses y fracasos. Es totalmente normal. Sin embargo, cuando yo me situaba en la posición de encargado, creía que tenía que ser mejor que los demás y no cometer sus mismos errores ni revelar la misma corrupción que ellos. Por ello, cuando me equivocaba, no quería admitirlo. No hacía más que fingir y encubrirlo. Me pasaba el tiempo lleno de preocupación, con una vida difícil y agotadora, solo porque valoraba mi estatus y mi reputación. También me di cuenta de que equivocarse y quedar mal no eran necesariamente cosas malas. Como dicen las palabras de Dios: “Ponerte en ridículo es bueno. Te ayuda a ver tus propias deficiencias y tu amor por la vanidad. Te ayuda a ver dónde están tus problemas y a comprender que no eres una persona perfecta. No hay personas perfectas, y hacer el ridículo es muy normal. Todas las personas pasan por momentos en los que hacen el ridículo o se sienten avergonzadas. Todo el mundo fracasa, sufre reveses y tiene debilidades. Hacer el ridículo no es malo. Cuando haces el ridículo pero no te sientes avergonzado ni deprimido, no significa que seas un desvergonzado; quiere decir que no te importa que hacer el ridículo afecte a tu reputación y que tu vanidad ha dejado de ocupar tus pensamientos. Significa que has madurado en tu humanidad. Esto es maravilloso. ¿Acaso no es bueno? Lo es. Cuando hagas el ridículo, no creas que has actuado mal o que tienes mala suerte, y no le busques causas objetivas. Es normal” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo buscar la verdad (2)). De hecho, tras esta serie de errores y mis desgraciados esfuerzos por ocultarlos, al final logré conocerme un poco a mí mismo. Vi que no era mejor que mis hermanos y hermanas. Había sido negligente en el deber, demasiado preocupado por mi reputación y estatus. Ni siquiera tuve el valor de admitir mi error. Quise encubrirlo y engañar a todos. Era un hipócrita traidor. A decir verdad, no es nada aterrador afrontar los problemas en el deber. Siempre que seas una persona sincera y honesta y afrontes tus errores con calma, recapacitando al respecto para poder evitar problemas similares en un futuro, todavía es posible que aprendas algo. Estas son la actitud y la razón que debería tener la gente. Ahora que comprendía la voluntad de Dios, no me importaba lo que opinaran otros de mí. Yo ya había afectado a nuestra labor. Tenía que ahondar en qué había provocado estos errores para no cometerlos de nuevo en lo sucesivo.
Luego leí un pasaje de las palabras de Dios: “Cuando una persona puede ser seria, asumir las responsabilidades, y dedicar todo su corazón y sus fuerzas, el trabajo se hará apropiadamente. A veces estás en un estado mental equivocado, y no puedes encontrar ni descubrir un error que está claro como el agua. Si estuvieras en el estado mental correcto, entonces, con el esclarecimiento y la guía del Espíritu Santo, serías capaz de identificar el problema. Si el Espíritu Santo te guiara y te otorgara una conciencia, permitiéndote sentir claridad en el corazón y saber dónde reside el error, entonces serías capaz de corregir la desviación y esforzarte por los principios de la verdad. Si estuvieras en un estado mental equivocado, distraído y descuidado, ¿serías capaz de notar el error? No lo serías. ¿Qué observamos con esto? Muestra que para cumplir bien con tu deber es muy importante que la gente coopere, e igual de importantes son sus marcos mentales y donde dirigen sus pensamientos e intenciones. Dios escudriña a las personas y puede ver en qué estado mental están mientras cumplen con su deber y cuánta energía utilizan. Es crucial que las personas dediquen todo su corazón y todas sus fuerzas a lo que hacen. La cooperación es un componente crucial. Solo si las personas se afanan en no tener remordimientos de los deberes que han completado y las cosas que han hecho, en no estar en deuda con Dios, actuarán con todo su corazón y todas sus fuerzas” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Tercera parte). Según las palabras de Dios, cuando alguien tiene una mentalidad incorrecta y es distraído y descuidado en el deber, no ve los errores que tiene delante de sus ojos. Mi situación era como la descrita por Dios. Tenía estos dos errores a la vista; si hubiera puesto un poco más de atención, los habría descubierto fácilmente. Sin embargo, no reparé en ellos. Hubo que rectificar un video, y el otro se hizo dos veces, lo que nos costó mano de obra y recursos. Y, en realidad, esto tuvo mucho que ver con mi mentalidad de aquel entonces. Me creía veterano en este trabajo, que conocía su proceso como la palma de mi mano, por lo que no tenía tanto cuidado como cuando empecé. Era arrogante y negligente. Sobre todo en las revisiones iniciales, me parecían sencillas y creía que, con mi experiencia previa, podía hacerlas mecánicamente. No prestaba atención, no revisaba minuciosamente el trabajo y, al final, cometí unos fallos así de básicos. Y todo esto porque vivía inmerso en un carácter arrogante y salía del paso en el deber. Más adelante, me sinceré con mis hermanos y hermanas sobre los errores que había cometido en el deber. Resumí los problemas de nuestro trabajo y propuse algunas normas que nos ayudarían a evitar problemas similares en un futuro. Con esto hallé cierta tranquilidad.
No tardé en encargarme de un nuevo proyecto. No obstante, como nunca había hecho videos de este tipo, no entendía rigurosamente todos los pormenores, por lo que surgieron problemas durante la producción. Aunque a veces me preocupaba lo que opinaran los demás, me tomaba los problemas con la mentalidad adecuada, sin dejarme controlar por el orgullo. Con cada fallo, lo registraba y resumía las anomalías para buscar el modo de que no sucediera otra vez. Tras hacer esto, pude apreciar la guía de Dios, y detecté y corregí muchos problemas antes de que provocaran perjuicios a la iglesia. Con esta experiencia aprendí que, si cumples con el deber de todo corazón, recibes la guía y la protección de Dios. A su vez, aprendí que no es malo avergonzarse por tus errores o fallos. Eso me ayudó a descubrir mis defectos y mi corrupción, a desechar la vanidad y a considerarme de manera correcta.