3. El despertar de la búsqueda de bendiciones

Por Anjing, China

En 1994, mi madre creyó en el Señor Jesús. Se curó de su enfermedad coronaria en tres meses, lo que me mostró la omnipotencia de Dios y Su bendición. Pensé que si creía en Dios sinceramente, Él protegería a nuestra familia y nos mantendría a salvo de enfermedades y calamidades. Así, seguí a mi madre en la fe en el Señor. Desde entonces, participé activamente en las reuniones, y también vi las bendiciones del Señor en los negocios. Estaba muy agradecida.

El 1 de junio de 2002, oí el evangelio de la llegada del Señor Jesús y descubrí que Dios se había vuelto a encarnar para salvar a la gente por última vez. Pensé que era muy afortunada y que debía aprovechar esta última oportunidad y hacer mi deber con diligencia. Ese noviembre, abandoné mi negocio de madera y dediqué todo mi tiempo a hacer mi deber. Me dije: “Mientras crea sinceramente en Dios, y mientras me apresure y me entregue a Él, Él me bendecirá y se asegurará de que todo salga bien”. Por eso, me afanaba de sol a sol en la iglesia, disfrutando sin cansarme. En 2012, llevé a mi hijo a la casa de Dios. Después, mi hijo hizo su deber junto conmigo en la iglesia. Me dije: Durante esos años, mi hijo y yo lo abandonamos todo y nos entregamos por completo a Dios; sin duda obtendríamos Su protección y bendiciones. Pero justo cuando me esforzaba por recibir mayores bendiciones, un incidente repentino hizo añicos mi sueño de obtenerlas.

Poco después de las 6 p. m. del 17 de octubre de 2020, recibí una llamada de mi hijo. Me dijo con voz afligida: “Mamá, estoy enfermo, ¡ven pronto!”. En ese momento, no lo creí del todo y le respondí: “Te vi al mediodía y te veías bien; eso fue hace solo unas horas, ¿cómo has podido enfermar de pronto?”. Mi hijo dijo impaciente: “¡Mamá, esto es muy grave! Ven enseguida”. Me apresuré y tomé un taxi hasta donde estaba mi hijo. En cuanto entré en la habitación, mi hijo dijo: “Mamá, no puedo pararme. No siento la parte inferior de mi cuerpo”. Al ver que no podía moverse, mi mente se quedó en blanco. El joven hermano a su lado se apresuró a decir: “¡Tenemos que llevarlo al hospital enseguida!”. Entonces volví en mí, y el joven hermano y yo lo levantamos para bajar las escaleras, pero sus piernas estaban blandas como fideos y no podía dar ni un paso. No podíamos hacer nada, así que llamamos al 112 para que lo llevaran al hospital. El doctor dijo: “Estos síntomas sugieren síndrome de Guillain-Barré, pero no es una enfermedad fácil de curar. Hace poco, a una enfermera de nuestro hospital le diagnosticaron esta misma enfermedad. Gastó entre sesenta y setenta mil yuanes, y aun así murió”. Fue un gran shock y, de repente, me flaquearon las piernas. Estaba muy nerviosa y pensé: “¿Cómo pudo mi hijo contraer de repente una enfermedad tan terrible? Mi hijo y yo salimos de casa y vinimos aquí a hacer nuestros deberes; ¿cómo pudo pasar esto? ¿Por qué Dios no nos protegió?”. No podía creerlo. El médico nos dijo que fuéramos enseguida a un hospital provincial, pues allí habría más posibilidades de curarlo. Un rayo de esperanza iluminó mi corazón. Pero cuando volví a la habitación de mi hijo en el hospital y lo vi allí tendido, me sentí angustiada. Ahora solo tenía veinte mil yuanes; ¡no era suficiente para curarlo! No pude evitar culpar un poco a Dios: llevaba muchos años haciendo mi deber lejos de casa. Nunca dije “no” a ningún deber que la iglesia me asignara. Me gastaba así; ¿cómo podía permitir Dios que le pasara esto a mi hijo? Me acosté en la cama y daba vueltas sin poder dormir. En mi mente, pensaba sin parar: “Dios no dejará morir a mi hijo, ¿verdad? ¿Quizás esto sea una prueba de Dios y esté probando nuestra fe? ¿O tal vez mi hijo estará bien cuando salga el sol?”. Pasé la noche en vela pensando así hasta el día siguiente, en que me apresuré a ceder mi deber y llevé a mi hijo al hospital provincial. Después de que el médico de guardia examinara la condición de mi hijo, me dijo, “A primera vista, los síntomas parecen los del síndrome de Guillain-Barré, pero necesitamos esperar hasta mañana para confirmarlo y empezar el tratamiento. Debes estar alerta esta noche; podría ser fatal si tiene problemas respiratorios”. Al oír esto, quedé atónita. ¿Mi hijo realmente podría morir? Temía que mi hijo no sobreviviera a la noche. Cuanto más pensaba, más miedo sentía, y me apresuré a orar a Dios en silencio: “¡Dios! Por favor, salva a mi hijo. Tú eres todopoderoso y, si lo ayudas, no tendrá que morir. Dios, no te pediré nada más; lo único que te pido es que protejas a mi hijo y lo dejes vivir…”. Después de orar, mi corazón se tranquilizó un poco. Esa noche, oré a Dios sin parar y no aparté los ojos de mi hijo. Cada vez que lo oía jadear con fuerza, lo despertaba enseguida. Temía que se asfixiara. A la tercera mañana, le diagnosticaron mielitis transversa aguda. El jefe de departamento dijo: “Si no muere, podría quedar parapléjico o en estado vegetativo”. Al oír esto, casi me derrumbé. Me dije: “Si queda parapléjico o en estado vegetativo, ¿no sería como si su vida se acabara?”. Luego, el médico a cargo me dijo que usar medicamentos hormonales era muy arriesgado, y me pidió que firmara un consentimiento informado. En ese momento, sentí que me temblaba la mano. Si lo firmaba, temía que los medicamentos tuvieran secuelas y se acabara el resto de la vida de mi hijo. Pero si no lo firmaba, era como rendirse y esperar a que muriera. En ese momento, dudé un poco y pensé: “Dios es todopoderoso y todo está en Sus manos, incluida la enfermedad de mi hijo. Debo calmarme y encomendar todo esto a Dios”. Así que firmé el formulario. Después de que le administraron los medicamentos hormonales, al segundo día recuperó un poco de sensibilidad en las piernas y los pies, y al tercero, pudo moverse un poco. Estaba muy emocionada y agradecí a Dios repetidamente en mi corazón. Pero lo que no esperaba era que, en la mañana del cuarto día, cuando le estaba pasando el teléfono a mi hijo, su mano perdió de repente toda fuerza y el teléfono cayó sobre la cama con un “golpe seco”. Al ver esto, me quedé helada: ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se había agravado de repente? Llamé rápidamente al médico y él dijo: “Este virus paralizará cualquier parte del cuerpo que invada. Ahora ha invadido los miembros superiores, y si sigue avanzando, llegará al cerebro. Si esto continúa, podría entrar en estado vegetativo. Debes estar preparada para esto”. Al oír estas palabras, fue como si una bomba explotara en mi cabeza. Pensé: “Si queda en estado vegetativo, ¿no es como si estuviera muerto?”. Estaba aterrada y me apresuré a orar a Dios en silencio: “Dios, mi hijo es todavía muy joven. Durante estos años, ha estado haciendo su deber en la iglesia todo el tiempo. Por favor, protégelo. Te entrego a mi hijo; Tú decides si vive o muere”.

Más tarde, el peligro que amenazaba la vida de mi hijo se disipó y el virus no llegó a invadir su cerebro. Vi una esperanza y, con lágrimas, agradecí a Dios en oración. Después de que todo siguiera así durante medio mes, el médico sugirió que fuéramos a un centro de rehabilitación para recuperar sus funciones corporales. Al llegar, el médico dijo: “El mejor momento para recuperarse de esta enfermedad es dentro de los primeros tres meses. Con la gravedad de la enfermedad de tu hijo, la probabilidad de que vuelva a ponerse de pie es baja. Si no puede levantarse en los próximos tres meses, no volverá a hacerlo”. Un día acompañé a mi hijo a su rehabilitación y, al verlo paralizado en la cama con cara de angustia, me sentí aún peor. Me dije: “He creído en Dios con tanta alegría, y mi única esperanza era que Él mantuviera a salvo a mi hijo y a mí. Nunca pensé que mi hijo colapsaría de repente y no podría moverse, y ahora ni siquiera sé si podrá volver a caminar. ¿Cuándo acabará todo esto?”. Recordé algo que una hermana me había dicho: “No es casualidad que tu hijo sufriera una enfermedad tan grave de repente. A veces, Dios usa ciertas circunstancias para limpiar el carácter corrupto que llevamos dentro”. Pensé en cuál podría ser la intención de Dios y tomé mi teléfono para leer un pasaje de Sus palabras: “Muchos creen en Mí solo para que pueda sanarlos. Muchos creen en Mí solo para que use Mis poderes para expulsar espíritus inmundos de sus cuerpos, y muchos creen en Mí simplemente para poder recibir de Mí paz y gozo. Muchos creen en Mí solo para exigir de Mí una mayor riqueza material. Muchos creen en Mí solo para pasar esta vida en paz y estar sanos y salvos en el mundo por venir. Muchos creen en Mí para evitar el sufrimiento del infierno y recibir las bendiciones del cielo. Muchos creen en Mí solo por una comodidad temporal, sin embargo no buscan obtener nada en el mundo venidero. Cuando hice descender Mi furia sobre el hombre y le quité todo el gozo y la paz que antes poseía, el hombre se volvió confuso. Cuando le di al hombre el sufrimiento del infierno y recuperé las bendiciones del cielo, la vergüenza del hombre se convirtió en ira. Cuando el hombre me pidió que lo sanara, Yo no le presté atención y sentí aborrecimiento hacia él; el hombre se alejó de Mí para en su lugar buscar el camino de la medicina maligna y la hechicería. Cuando le quité al hombre todo lo que me había exigido, todos desaparecieron sin dejar rastro. Así, digo que el hombre tiene fe en Mí porque doy demasiada gracia y tiene demasiado que ganar(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. ¿Qué sabes de la fe?). Cada palabra de Dios resonaba en mi corazón. Dejó en evidencia que la gente tiene opiniones equivocadas de su fe en Dios, y que todos albergan sus propias intenciones y objetivos. Hacen demandas y peticiones a Dios para obtener Su gracia y beneficios. Yo era precisamente ese tipo de persona. Al principio, vi que después de que mi madre empezara a creer en el Señor, su grave enfermedad coronaria se curó. Solo después de ver las bendiciones de Dios con mis propios ojos, empecé a creer en Él y a renunciar a mí misma y a entregarme a Él. También quería que Dios me protegiera, me mantuviera a salvo y se asegurara de que todo saliera bien. Ya fuera una enfermedad, una calamidad o cualquier dificultad que enfrentara, siempre clamaba por la ayuda de Dios. Lo había tratado como un refugio. Tras aceptar la obra de Dios de los últimos días, estaba aún más dispuesta a apresurarme y a entregarme a Él, pensando que, si seguía así, sin duda recibiría mayores bendiciones de Dios. Pero cuando mi hijo enfermó gravemente y se enfrentó a la parálisis o incluso a la muerte, no pude aceptarlo. Me quejé de Dios, razoné con Él y le llevé la cuenta. Calculé cuánto me había entregado en el pasado y lo usé como mérito para exigir a Dios que curara la enfermedad de mi hijo, dando por hecho que lo haría. Era como esos religiosos que se consideraban bebés en las manos de Dios. Consideraba a Dios como uno que respondía a todas las súplicas y solo otorgaba gracia y bendiciones a la gente. Si le exigía algo, Él debía satisfacerme. Aunque yo seguía a Dios Todopoderoso, ¿acaso mi fe no era igual a la de esos religiosos? Es como en la Era de la Gracia, cuando el Señor Jesús alimentó a cinco mil personas con cinco panes y dos peces. Esas personas solo querían recibir beneficios de Dios. No lo conocían y no les interesaban las verdades que expresaba o la obra que hacía. Dios los ignoró, solo satisfaciendo sus necesidades carnales, pero sin hacer ninguna obra de salvación en ellos. La obra de Dios en los últimos días no es curar enfermos ni expulsar demonios, sino expresar verdades para juzgar y purificar a las personas, para que se despojen de su corrupción y alcancen la salvación de Dios. Pero yo llevaba todos estos años creyendo en Dios solo para recibir bendiciones y beneficios. Este tipo de búsqueda iba en contra de la obra de Dios, así que ¿cómo podía salvarme? En ese momento, entendí que Dios había permitido la enfermedad de mi hijo para ayudarme a buscar la verdad y a entrar en ella. Sin embargo, no entendía Su obra, no buscaba Su intención de obtener la verdad, solo quería que protegiera y bendijera a mi hijo para que curara su enfermedad lo antes posible. Yo era como esos religiosos que buscaban pan para saciar el hambre; ¡mi esencia era la de un incrédulo! Ya no podía seguir exigiendo a Dios sin razón. Sin importar cómo empeorara la enfermedad de mi hijo, estaba dispuesta a someterme y experimentar la obra de Dios.

En adelante, mi hijo tuvo que hacer seis tipos de ejercicios de rehabilitación al día. Terminaba cada sesión empapado en sudor. Al cabo de medio mes, empezó a recuperar sensibilidad en los brazos y las piernas. Vi una luz al final del túnel y cada día esperaba un milagro, que mi hijo volviera a ponerse de pie. Pero las cosas no salieron como imaginaba.

Un día, mientras acompañaba a mi hijo a su rehabilitación, se defecó en los pantalones. En ese entonces, ver una escena así me causó un gran dolor. Aunque la vida de mi hijo ya no corría peligro, aún tenía que usar bolsa urinaria y pañal todos los días. ¡Vivir así era muy doloroso! Mi hijo tenía poco más de 30 años, aún era muy joven. ¿Cómo iba a seguir así en el futuro? Sentí cierto abatimiento en el corazón, así que me presenté ante Dios y le oré en silencio: “¡Dios! Si mi hijo no puede cuidarse solo, ¿cómo saldrá adelante en el futuro? Dios, creo en Tu poder. Si mi hijo logra volver a ponerse en pie, me esforzaré al máximo y cumpliré mi deber con diligencia”. Me di cuenta de que esa oración no se ajustaba a la voluntad de Dios. Así que hice una autorreflexión. Había dicho que estaba dispuesta a someterme a las instrumentaciones y los arreglos de Dios, así que ¿por qué había vuelto a exigirle algo a Dios? En ese momento, recordé las palabras de Dios: “Anheláis que Dios se deleite en vosotros, pero estáis lejos de Él. ¿Qué sucede aquí? Aceptáis solo Sus palabras, pero no Su poda; mucho menos podéis aceptar cada uno de Sus arreglos ni tener una fe cabal en Él. Entonces, ¿qué sucede aquí? En el análisis final, vuestra fe es una cáscara de huevo vacía que nunca podrá generar un polluelo. Porque vuestra fe no os ha traído la verdad ni os ha dado vida, sino que os ha dado una sensación ficticia de sustento y esperanza. Vuestro propósito al creer en Dios es en aras de esta esperanza y sensación de sustento, en lugar de la verdad y la vida. Por lo tanto, Yo digo que el transcurso de vuestra fe en Dios no ha sido más que un intento de ganaros el favor de Dios mediante el servilismo y el descaro, y de ninguna manera puede considerarse una fe verdadera. ¿Cómo puede nacer un polluelo de una fe semejante? En otras palabras, ¿qué fruto puede dar esta clase de fe? El propósito de vuestra fe en Dios es usar a Dios para satisfacer vuestros objetivos. ¿Acaso no es esta otra evidencia más de vuestra ofensa contra el carácter de Dios?(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Cómo conocer al Dios en la tierra). Tras leer las palabras de Dios, sentí que me ardían las mejillas. Sentí como si Dios me estuviera juzgando cara a cara con Sus palabras. Cuando el médico dijo que era poco probable que mi hijo se curara, puse toda mi esperanza en Dios, pronunciando palabras agradables para ganarme Su favor y adularlo. Cuando Dios lo protegió y lo sacó del borde de la muerte, le agradecí con alegría. Mi hijo se había aferrado a la vida, pero luego se enfrentó a la parálisis o a un estado vegetativo. De nuevo, le exigí a Dios que impidiera que mi hijo quedara en estado vegetativo, e incluso le pedí con avidez que si Él lo ayudaba a cuidarse solo yo sin duda cumpliría mi deber con diligencia y retribuiría Su amor. Vi que mi descarado intento de ganarme el favor de Dios solo buscaba lograr mis propios objetivos. ¡Qué despreciable era yo! Pensaba en Dios del mismo modo que pensaba en la humanidad corrupta, creyendo que le gustaban las palabras de adulación. Creía que si le decía palabras bonitas, Dios se alegraría y me daría beneficios, y curaría la enfermedad de mi hijo. Dios es santo y fiel. Lo que Él quiere es que las personas lo adoren con el corazón y con honestidad, y que lo traten con sinceridad. Sin embargo, yo lo había adulado y ganado Su favor para lograr mis objetivos personales. Esto es algo que Dios detesta. Esta vez experimenté la consideración de Dios de primera mano. Si Él no hubiera dispuesto estas circunstancias, nunca habría visto que mi fe, durante todos estos años, solo había sido para obtener seguridad y bendiciones. Incluso si hubiese creído en Él así toda la vida, nunca habría obtenido la verdad y la vida. Para mí, estas circunstancias fueron una gran salvación y una muestra de misericordia. Al darme cuenta, derramé lágrimas de deuda y autorreproche. Lamenté haberme rebelado contra Dios, haber ganado Su favor y haberlo utilizado; no lo había tratado como Dios. Sin embargo, Dios no me trató según lo que hice y usó Sus palabras para guiarme a entender Su intención. En ese momento, me avergoncé aún más de haber recibido el amor y la salvación de Dios. Oré en silencio a Dios: “Dios, más allá de que mi hijo pueda cuidarse solo en el futuro, estoy dispuesta a someterme, a buscar la verdad y experimentar Tus palabras y Tu obra, y a aprender una lección de estas circunstancias”.

Un día, mientras acompañaba a mi hijo a su rehabilitación, inconscientemente empecé a recordar todas las experiencias de mi fe en Dios: cuando la grave enfermedad coronaria de mi madre se curó, le pedí bendiciones al Señor. Cuando hacía negocios, también esperaba que el Señor hiciera que todo fuera bien. Después de aceptar esta etapa de la obra de Dios, renuncié y me entregué un poco, pero seguía siendo por exigirle gracia y bendiciones. Entonces, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “El carácter del hombre se ha vuelto extremadamente violento, su razonamiento se ha vuelto sumamente insensibilizado, y su conciencia ha sido pisoteada por completo por el maligno, por lo que hace ya tiempo que dejó de ser la conciencia original del hombre. El hombre no solo no es agradecido con Dios encarnado por otorgarle tanta vida y gracia a la humanidad, sino que, incluso, está resentido con Dios por haberle dado la verdad; como el hombre no tiene el menor interés en la verdad, se ha vuelto resentido con Dios. El hombre no solo es incapaz de dar su vida por Dios encarnado, sino que también trata de obtener favores de Él y reclama un beneficio que es decenas de veces mayor que lo que el hombre le ha dado a Dios. Las personas que poseen este tipo de conciencia y razonamiento consideran que no es un asunto importante y todavía creen que han invertido demasiado de ellas mismas en Dios, y que Él les ha dado muy poco. Hay personas que, habiéndome dado un tazón con agua, extienden las manos y exigen que yo les pague dos tazones de leche, o habiéndome dado una habitación por una noche, exigen que les pague renta por varias noches. Con una humanidad como esta, y una conciencia así, ¿cómo podríais desear aún obtener la vida? ¡Qué desgraciados y despreciables sois! Este tipo de humanidad y conciencia en el hombre es lo que hace que Dios encarnado deambule por la tierra, sin un lugar donde encontrar refugio. Aquellos que en verdad poseen conciencia y humanidad deberían adorar y servir de todo corazón a Dios encarnado, no por la cantidad de obra que Él ha hecho, sino aun si Él no hubiese realizado obra alguna. Esto es lo que deberían hacer quienes tienen un razonamiento sano, y es el deber del hombre. La mayoría de las personas hablan, incluso, de poner condiciones para su servicio a Dios: no les importa si Él es Dios o un hombre, y solo hablan de sus propias condiciones y solo buscan satisfacer sus propios deseos. Cuando cocináis para Mí, exigís una cuota por concepto de servicio; cuando corréis para Mí, pedís honorarios de corredor; cuando trabajáis para Mí, demandáis honorarios de trabajo; cuando laváis Mi ropa, exigís tarifas de lavandería; cuando proveéis para la iglesia demandáis cuotas de recuperación; cuando habláis, exigís pagos como conferencista; cuando distribuís libros, demandáis cuotas de distribución, y, cuando escribís, demandáis honorarios de escritor. Aquellos a quienes he podado, incluso me han exigido una recompensa, mientras que aquellos que han sido enviados a su casa, exigen reparaciones por los daños a su nombre; aquellos que no están casados exigen una dote o una compensación por su juventud perdida; los que matan un pollo piden honorarios de carnicero; los que fríen alimentos demandan honorarios por el freído; los que hacen la sopa también exigen un pago por ello… Esta es vuestra noble y poderosa humanidad, y estas son las acciones que dicta vuestra cordial conciencia. ¿Dónde está vuestro razonamiento? ¿Dónde está vuestra humanidad? ¡Os lo diré! Si seguís así, dejaré de realizar obra entre vosotros. No voy a obrar entre una manada de bestias vestidas de humanos; no voy a sufrir así por un grupo de personas cuyo pálido rostro esconde un corazón salvaje; no voy a padecer por tal manada de animales que no tiene la más mínima posibilidad de salvación. El día en que os dé la espalda, será el día en que moriréis; será el día en que la oscuridad venga sobre vosotros y el día en que os abandonará la luz. ¡Dejadme deciros esto! Nunca seré benevolente con un grupo como el vuestro, ¡un grupo que está incluso por debajo de los animales! Hay límites a Mis palabras y acciones, y tal y como están vuestra humanidad y vuestra conciencia, no llevaré a cabo más obra, porque tenéis una gran carencia de conciencia, me habéis causado demasiado dolor y vuestro despreciable comportamiento me disgusta demasiado. Las personas que carecen tanto de humanidad y conciencia nunca tendrán oportunidad de ser salvas; nunca salvaría a personas tan desalmadas e ingratas como estas(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Tener un carácter invariable es estar enemistado con Dios). Antes, al leer este pasaje de las palabras de Dios, nunca lo comparé conmigo misma e incluso despreciaba a esa gente. ¡Pensaba que las personas que exigían y ajustaban cuentas con Dios debían tener muy poca humanidad! Al leer estas palabras hoy, mis mejillas ardían. Era como si me hubieran abofeteado. Era muy humillante. ¿Acaso yo no era exactamente ese tipo de persona? Después de comenzar a creer en Dios, creí que Él mantendría a mi familia a salvo y libre de desastres. Renuncié a todo para obtener mayores bendiciones. Cualquier deber que hiciera, lo hacía de buena gana, y creía que, puesto que me entregaba, Dios me daría gracia y bendiciones. Era como comprarme un seguro en el mundo. Si usaba mi capital para asegurarme, mis intereses personales estarían protegidos, y debería recibir las bonificaciones que merecía. Del mismo modo, si me entregaba a Dios, Él debía satisfacer todas mis exigencias. Convertí el hacer mi deber como ser creado en capital para exigirle cosas a Dios, y las bendiciones incluso tenían que ser docenas de veces mayores a lo que yo me esforzaba. Cuando mi hijo enfermó, calculé cuánto me había esforzado a lo largo de estos años y creí que Dios curaría sin duda la enfermedad de mi hijo. También exigí, con avidez, que Dios hiciera un milagro para que mi hijo volviera a ponerse en pie y se valiera por sí mismo. Pensaba que si creía en Dios, Él tendría que cuidarme y satisfacer todas mis exigencias. De lo contrario, Dios sería injusto. Así, coaccioné descaradamente a Dios y le hice exigencias con atrevida seguridad. Realmente me faltaba toda humanidad y razón. Pensé en Pablo durante la Era de la Gracia, cuando soportó un gran sufrimiento mientras difundía el evangelio, pero no persiguió la verdad ni buscó el cambio de actitudes. Convirtió el sufrimiento, el pago del precio y el trabajo duro en una condición y una especie de capital para entrar en el reino de los cielos, exigiendo a Dios una corona de justicia. Dijo: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe. En el futuro me está reservada la corona de justicia” (2 Timoteo 4:7-8). Pablo creía que, si Dios no le otorgaba esta corona, entonces Dios era injusto. Protestaba públicamente contra Dios y, como resultado, ofendió el carácter de Dios y fue castigado. ¿Acaso la senda que seguía no era precisamente la misma que la de Pablo? Era la senda de no perseguir la verdad ni el cambio de carácter, sino solo procurar obtener gracia y bendiciones de Dios. Vi que usé mis años de abandono, esfuerzo y trabajo duro, así como el hecho de que mi hijo abandonara su juventud y renunciara al matrimonio después de creer en Dios, como capital para coaccionar a Dios. Cuando Dios no satisfacía mis deseos, lo cuestionaba, me volvía hostil hacia Él y protestaba contra Él. ¡Era demasiado desvergonzada! Cuanto más reflexionaba, más me daba cuenta de que mi comportamiento había ofendido el carácter de Dios y desatado Su furia. Me asusté. Si no me arrepentía, sin duda recibiría el castigo de Dios, como Pablo. Me apresuré a orar a Dios y me arrepentí: “Dios, durante estos años no te he adorado sinceramente. Siempre te he considerado un objeto al que se puede usar y te he pedido que satisfagas mi deseo de bendiciones. ¡Soy tan despreciable! ¡Dios! Estoy dispuesta a arrepentirme ante Ti. No importa si mi hijo vive o muere, o si está paralítico, ya no me quejaré de Ti, y estoy dispuesta a someterme a todas las circunstancias que Tú instrumentes y a actuar como un ser creado con razón y humanidad para retribuir Tu amor y consolar Tu corazón”.

Después de esto, le dije a mi hijo: “Corrijamos nuestra mentalidad y tomemos las cosas como vienen. No podemos exigirle a Dios que cure tu enfermedad, así que aprendamos la lección de la sumisión. Aunque te quedes paralítico y no puedas volver a caminar, no debemos quejarnos”. Él respondió: “Tienes razón. El nacimiento y la muerte de las personas están en manos de Dios. Él ya ha determinado esto. ¡Estoy dispuesto a someterme a Él!”. Después de eso, mi hijo y yo ya no sufríamos tanto, y ya no le exigía a Dios que acelerara la curación de mi hijo. Experimentábamos las cosas tal como venían. De repente, en poco tiempo, mi hijo empezó a mejorar día a día. Un día, mi hijo iba y venía en su silla de ruedas por el pasillo, como siempre. Yo tenía un poco de sueño en ese momento, así que fui a la habitación a descansar un rato. Acababa de acostarme cuando oí que alguien gritaba desde el pasillo: “¡Mira, ese hombre se acaba de poner de pie!”. Al oír este grito, abrí la puerta de un empujón y miré, y resultó que era mi hijo el que se había puesto de pie. Era como si estuviera soñando. No podía creer la escena que tenía ante mis ojos. En mi corazón, repetía: “¡Dios! ¡Gracias, Dios! ¡Te alabo! Que mi hijo pueda ponerse de pie se debe a Tu poder; ¡es obra Tuya!”. Poco a poco, mi hijo pudo controlar la micción y la defecación, e incluso pudo ir al baño él solo en silla de ruedas. Un día, el familiar de un paciente me dijo con envidia: “Mi hijo y el tuyo tienen la misma enfermedad. Hemos gastado más de un millón de yuanes, ¡y él aún no se ha levantado!”. Me dije: “¡Que mi hijo pueda levantarse hoy es obra de Dios, y solo Él tiene ese poder!”. Alguien también dijo: “Tu hijo es uno en un millón, al poder recuperarse de esta enfermedad hasta tal punto. ¡Eres afortunada!”. Sonreí, asentí y agradecí a Dios repetidamente en mi corazón. Varios días después, salimos del hospital y volvimos a casa.

Llevo veintiún años siguiendo a Dios Todopoderoso. Al mirar hacia atrás, veo que Dios me llevó paso a paso por este proceso. Solo que yo era muy rebelde y ponía condiciones adicionales a mi fe en Dios. Hacía transacciones con Dios para obtener gracia y bendiciones. Si Dios no hubiera usado la enfermedad de mi hijo para revelarme y destrozar mi sueño de obtener bendiciones, no habría reconocido este punto de vista falaz en mi fe en Dios. Vi que mi propósito al creer en Dios era tan feo, ¡tan despreciable! Experimentar esta obra de Dios me ha hecho sentir que la enfermedad de mi hijo fue una tremenda salvación para nosotros. El amor de Dios no reside solo en la gracia y las bendiciones; Su verdadero amor reside en la enfermedad y el dolor, el juicio y el castigo, y las pruebas y el refinamiento, todo con el fin de purificarme y cambiarme. La enfermedad de mi hijo también me permitió experimentar la esencia justa, bella y buena de Dios. Ahora, el cuerpo de mi hijo se ha recuperado bastante bien. Pienso en cómo los médicos lo sentenciaron a muerte, y ahora no solo puede cuidar de sí mismo, sino que también puede ayudarme con algunos trabajos. Esto es algo que no me había atrevido a esperar. Veo que Dios tiene soberanía sobre todas las cosas y las arregla, que la autoridad sobre la vida y la muerte del hombre está en Sus manos y que Él supervisa todo. ¡Toda la gloria sea para Dios!

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