Una batalla contra el lavado de cerebro
La policía del Partido Comunista de China me detuvo por mi fe cuando tenía 19 años. Me hizo padecer 60 días de tortura y lavado de cerebro para que negara a Dios y traicionara a mis hermanos y hermanas. Tengo esa experiencia bien grabada a fuego dentro de mí. Jamás la olvidaré.
De camino a una reunión esa mañana, reparé en tres vehículos aparcados cerca de allí cuando llegaba. Me sentí algo incómodo. Normalmente no había tantos vehículos ahí. Se lo conté a los hermanos y hermanas nada más llegar y comprendimos que la reunión ya no era segura. Nos pusimos a debatir una nueva ubicación. Poco después entraron en el patio cuatro desconocidos que dijeron ser de la Brigada de Seguridad Nacional y que iban a registrar la casa en busca de explosivos. Nos retuvieron a la fuerza en el sofá, nos registraron y, al no hallar nada, nos metieron a un hermano y a mí en uno de sus vehículos. Nos llevaron a comisaría, donde la policía nos trasladó al sótano y nos encerró por separado. Esta inesperada detención parecía como un sueño y no sabía cómo me trataría la policía. Tenía algo de miedo y oré a Dios sin cesar para pedirle fe. Recordé un himno de las palabras de Dios que habíamos cantado mucho, “La trascendencia y la grandeza del Todopoderoso”. “Todo lo que hay en este mundo cambia rápidamente con los pensamientos del Todopoderoso y bajo Su mirada. Las cosas de las cuales no ha oído hablar jamás la humanidad llegan de repente, mientras que las cosas que la humanidad ha poseído durante mucho tiempo desaparecen sin que nadie se dé cuenta. Nadie puede desentrañar el paradero del Todopoderoso y, mucho menos, puede sentir la trascendencia y la grandeza del poder vital del Todopoderoso” (“Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Hice esta oración a Dios: “Dios Todopoderoso, ¡te doy gracias y te alabo! Gobiernas todo el universo y mi destino descansa en Tus manos. Has permitido que la policía me detenga hoy. Sin importar cómo me torture ni cuánto sufra, quiero mantenerme firme en el testimonio, y no traicionarte y ser un judas”.
A las 4 de la tarde, la policía me llevó a un complejo apartado, con una hilera de edificios de cuatro plantas en el patio, que parecía un hotel. Muchos hermanos y hermanas habían dicho que la policía enviaba a detenidos a hoteles para interrogarlos y torturarlos clandestinamente. No pude evitar preguntarme si también iba a torturarme a mí. Era un lugar bastante solitario. Podrían matarme y no se enteraría nadie. Mi temor crecía conforme lo pensaba e invoqué reiteradamente a Dios en silencio. Me trasladaron a una sala de la cuarta planta y el jefe de Investigación Criminal me dijo, con fingida amabilidad: “¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives?”. Yo le pregunté: “¿Por qué me han detenido? ¿Por qué me han traído aquí?”. Respondió: “Esto es un curso de educación jurídica especial para formar y convertir a creyentes. Te hemos capturado porque lo sabemos todo de ti. Si no, capturaríamos a otro. La Iglesia de Dios Todopoderoso es un importante objetivo nacional a erradicar. Los creyentes en Dios Todopoderoso son susceptibles de ser detenidos”. “¿No hay libertad de credo en la constitución?”, pregunté. Sonriendo, me dijo: “¿Libertad de credo? Tiene sus limitaciones. Los de tu fe tienen que hacer caso al partido y seguir sus normas para recibir nuestro respaldo. Al creer en Dios Todopoderoso se enfrentan al partido. ¿Cómo no habríamos de detenerlos?”. Repliqué: “Solo leemos las palabras de Dios Todopoderoso y compartimos el evangelio para dar testimonio de Dios. Nunca nos hemos metido en nada de política. ¿Cómo puede afirmar que nos enfrentamos al partido? Dios Todopoderoso dice: ‘Dios no participa en las políticas del hombre, pero controla el destino de un país o nación. Él controla este mundo y todo el universo. El destino del hombre y el plan de Dios están íntimamente relacionados, y ningún hombre, país o nación está exento de la soberanía de Dios. Si el hombre desea conocer su destino, debe venir ante Dios. Él hará que los que le siguen y adoran prosperen y traerá decadencia y extinción sobre los que se le resisten y lo rechazan’ (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Apéndice II: Dios preside el destino de toda la humanidad). Las palabras de Dios son muy claras. Gobierna el universo y tiene en Sus manos el destino de todo pueblo y nación, pero Dios no interviene en la política. Dios encarnado ha venido a la tierra en los últimos días, sobre todo, a expresar la verdad y realizar la obra del juicio para que las personas comprendamos la verdad, rechacen su corrupto carácter satánico y se salven”. El agente me cortó con impaciencia cuando aún no había acabado y dijo toda clase de blasfemias contra la Iglesia de Dios Todopoderoso. Me aconsejó que renunciara a mi fe. Dijera lo que dijera él, yo mantenía la calma ante Dios mientras le pedía que me protegiera de las trampas de Satanás.
Sobre mediodía del tercer día, me hicieron volver a la sala de reuniones. Un agente se presentó como comisario de la Brigada de Seguridad Nacional encargado de la formación y conversión. Me preguntó mi nombre, mi domicilio y los datos de la iglesia. Me negué a hablar, por lo que me mandó extender la mano izquierda bocarriba sobre la mesa y, conforme fumaba, me echaba ceniza en la mano, diciéndome: “Deberías saber que, con la tecnología actual, lo averiguaremos tanto si hablas como si no. ¿Eres imbécil? Te estaba dando una oportunidad. La punta de mi cigarrillo está a unos 800 grados Fahrenheit. ¿Quieres ver qué se siente?”. Se echó dos caladas y me quemó la palma de la mano con la punta ardiendo. Cuando, dolorido, la eché para atrás, otro agente me sujetó enérgicamente el brazo. Me quemaba la palma de los pinchazos cada vez que le daba con la punta del cigarrillo. Me caía el sudor por la frente. Algo débil, dije mi propio nombre. En ese punto dejaron de torturarme, pero me hicieron mirar videos y leer habladurías de condena y blasfemia contra la Iglesia de Dios Todopoderoso.
A mediodía del quinto día me hicieron mirar noticias del caso de Zhaoyuan (Shandong) y me preguntaron qué opinaba. Yo comenté: “No son de la Iglesia de Dios Todopoderoso. Nadie de mi iglesia haría algo así. Tenemos unos principios para predicar el evangelio. Solamente se lo predicamos a gente bondadosa que cree en la existencia de Dios, no a los malvados. Las malas personas como Zhang Lidong no cumplen ni de lejos nuestros criterios para predicar el evangelio. Dios no las reconoce como creyentes y la Iglesia jamás las admitiría”. En vista de que mi fe permanecía inalterable, me dijo: “Hemos detenido a todos tus líderes y lo averiguaremos todo interrogándolos. No nos hace falta perder el tiempo contigo. Queríamos salvarte por lo joven que eres”. Pensé: “Todo mentira. Solo tratan de hacerme traicionar a Dios. Digan lo que digan, nunca traicionaré a mis hermanos y hermanas. ¡Nunca traicionaré a Dios!”. Pasadas las 7 de aquella tarde, un psicólogo de la clase de lavado de cerebro me mandó escribir unas reflexiones sobre el curso. Escribí lo siguiente: “El suceso de Zhaoyuan no fue obra de ningún creyente en Dios Todopoderoso, sino de un demonio maligno. Dios lo castigará por lo que hizo”.
Poco después de las 9 entró el comisario de la Brigada de Seguridad Nacional, muy descontento por lo que había escrito. Fue y me levantó del banco una mano, me abofeteó reiteradamente con la otra y me tiró al suelo de una patada. Luego me subió a rastras a la cama y se puso a darme puñetazos. Tras unos pocos, agarró una percha de madera y me dio en todo el cuerpo con ella mientras me reclamaba datos de la iglesia. Guardé silencio. Indignado por ello, me ordenó que me quitara toda la ropa. Me asustó verlo tan enloquecido. Oré sin parar a Dios en silencio para pedirle fe y fortaleza. Tiró de mí, me obligó a desnudarme, me dio unas pocas veces más con la percha y mandó a dos instructores que me sujetaran sobre la cama. Pensaba que los instructores habían sido contratados por la policía, pero que tenían conciencia y no le seguirían el juego de torturar a un adolescente. Me equivocaba. Me oprimieron fuertemente de tal forma que me inmovilizaron por completo. Aquel comisario de la Brigada de Seguridad Nacional me quemó los pezones con su cigarrillo como un loco, por lo que se abrasaron en un segundo y se llenó el ambiente de un olor a carne quemada. Estaba empapado en sudor del dolor y no paraba de dar patadas. Después empezó con mis genitales, a la par que me gritaba: “¿Vas a hablar o qué?”. Mientras lloraba a gritos del dolor, me abrumaba un único pensamiento: “No puedo traicionar a Dios”. Oraba sin cesar a Dios en mi interior para suplicarle fortaleza y fe para sobrevivir a la tortura de ese malvado agente.
Como guardaba silencio, el agente me dijo cruelmente: “No te portarás bien a menos que sea más duro contigo”. Se dio la vuelta, agarró un termo y me echó encima una taza de agua hervida. Grité de dolor. Me preguntó fríamente: “¿Vas a hablar?”. Yo contesté sin temor: “¡No sé nada!”. Furioso al oír eso, me echó otras dos tazas de agua hervida sobre la tripa. Vio que no me dolía tanto como antes, así que me tocó la tripa y gritó que el agua no estaba caliente. Se dio la vuelta y ordenó que hirvieran una olla de agua. Puso entonces cara de malo y me dijo: “Dentro de un momento probarás el agua hirviendo sobre tu cuerpo”. No pude evitar asustarme al oírlo y pensé que el agua caliente de antes estaba más fría. Si me vertían agua hirviendo de verdad, ¿lo soportaría? Nervioso y con miedo, oré a Dios en silencio: “Dios Todopoderoso, te ruego fe y fortaleza. Quiero mantenerme firme en el testimonio y no traicionaros ni a Ti ni a mis hermanos y hermanas”. Recordé unas palabras de Dios tras mi oración: “La fe es como un puente de un solo tronco: aquellos que se aferran miserablemente a la vida tendrán dificultades para cruzarlo, pero aquellos que están dispuestos a sacrificarse pueden pasar con paso seguro y sin preocupación” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 6). Medité las palabras de Dios, comprendí que tener ideas cobardes y temerosas suponía caer en las trampas de Satanás y vi que no tenía auténtica fe en Dios. Tenía que arriesgar la vida y confiar en Dios en todo momento para mantenerme firme en el testimonio. Al entender esto tuve la fe necesaria para afrontar la tortura que me aguardaba.
Justo entonces encendió un cigarrillo, se echó dos largas caladas, se paró frente a mí y, con sonrisa perversa, dijo: “¡Ten paciencia, el agua ya casi está!”. Mientras hablaba me ponía la punta del cigarrillo en el pecho, precisamente donde me había escaldado el agua. Yo no hacía más que intentar alejarme del dolor. El agua hirvió 7 u 8 minutos después. Al ver el agua borbotando y vaporeando en la olla, me empezó a picar la cabeza, tiritaba y tenía todo el vello de punta. Trajo la olla, abrió la tapa y se me acercó. Notaba el vapor sobre mi cuerpo. Entonces me apoyó la olla de agua caliente en la tripa. Sentí un dolor agudo y grité instintivamente. Aprovechó la ocasión para volver a preguntarme si iba a hablar y, al verme callado, agarró una taza, la llenó de agua y me la salpicó contra el pecho. Me dolió tanto que me incorporé y siguió salpicándome de agua caliente hasta vaciar la olla. Me agitaba sin cesar y la parte delantera de mi cuerpo se llenó de ampollas por las quemaduras. Las más grandes eran del tamaño de un huevo. Los instructores no podían soportarlo y querían marcharse, por lo que el policía se fue derecho a la puerta, los encerró y gritó: “No se vayan, quédense y observen. Vean cómo le enseño la lección”. Luego los mandó ir a hervir más agua. No pude contener el temor al oír eso. Había más y, si la primera olla de agua me había dejado en ese estado, ¿qué me pasaría con más quemaduras? ¿Podría mantenerme fuerte? Invoqué a Dios sin cesar para pedirle fe y fortaleza. Después recordé estas palabras de Dios: “Aquellos en el poder pueden parecer despiadados desde afuera, pero no tengáis miedo, ya que esto es porque tenéis poca fe. Siempre y cuando vuestra fe crezca, nada será demasiado difícil” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 75). La policía me torturaba con el permiso de Dios. Dios quería perfeccionar mi fe. Por muy malos y salvajes que fueran, eso estaba, no obstante, en manos de Dios. Siempre que orara y confiara en Dios, sabía que Él me guiaría para sobreponerme a la tortura de Satanás. Ya no sentía tanto miedo y tenía fe para seguir afrontando la tortura.
Pronto estuvo hervida la segunda olla. La trajo, llenó una taza con agua caliente, me la puso delante y empezó a salpicarme la parte inferior del cuerpo con ella. Grité de dolor y no pude evitar echarme hacia atrás. Avanzó unos pasos y continuó interrogándome, pero yo seguí negándome a responder. Sujetando una taza llena de agua caliente debajo de mis genitales, me preguntó: “¿Vas a hablar o no?”. No dije ni palabra. Tiró de la taza hacia arriba para que se me quedaran los genitales totalmente sumergidos en ella. Daba alaridos de dolor y, temblando, me eché instintivamente para atrás Realmente ya no lo soportaba y oré sin cesar para pedirle a Dios fortaleza y que me impidiera traicionarlo. Entonces recordé unas palabras del Señor Jesús: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:25). Sabía que, si traicionaba a los demás y a Dios para evitar el sufrimiento físico, ofendería el carácter de Dios. Iría al infierno y sufriría por siempre. Una vez que lo entendí, decidí que, por mucho que sufriera, apretaría los dientes y nunca traicionaría a Dios. Ese malvado agente derramó otras dos tazas de agua caliente en mis genitales y continuó interrogándome. Miré hacia abajo y vi que se me había quemado la piel más superficial de los genitales y los dos instructores no eran capaces de mirarme. Impotentes, me dijeron: “Habla, hijo. ¿De qué sirve sufrir así?”. Guardé silencio. Justo entonces entró el ayudante del policía. Se quedó de piedra un momento cuando me vio. Hizo la cabeza a un lado, se me acercó y me habló: “Confiesa. Hemos capturado a muchos de ustedes. Aunque no confieses tú, alguien lo hará. Te estamos dando una oportunidad”. Bajé la cabeza y no dije nada. Al verme callado, el agente gritó, furioso: “Atrás, chicos. ¡Voy a ver cuánto tiempo lo soporta!”. Entonces me echó otra taza de agua caliente y la salpicó sobre mi pecho, por lo que grité y me incorporé del dolor. Al echarme agua caliente, me salieron esas ampollas en el cuerpo y se me quedó pegada la piel. Pronto se formaron nuevas ampollas; el dolor era insufrible. Empecé a debilitarme un poco. Pensé: “Claro que han detenido a muchos hermanos y hermanas. Aunque no hable, es probable que otro lo haga. ¿Por qué habría de pasar yo por todo esto? Puedo contarles solo un poco para no tener que sufrir de esta manera”. Vi que el agente no tenía intención de parar y yo no sabía si podría aguantar lo que me tuviera reservado. Sin embargo, si hablaba, sería un judas. En ese preciso instante recordé estas palabras de Dios: “Ya no seré misericordioso con los que no me mostraron la más mínima lealtad durante los tiempos de tribulación, ya que Mi misericordia llega solo hasta allí. Además, no me siento complacido hacia aquellos quienes alguna vez me han traicionado, y mucho menos deseo relacionarme con los que venden los intereses de los amigos. Este es Mi carácter, independientemente de quién sea la persona” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Prepara suficientes buenas obras para tu destino). Dios no quería tener relación con aquellos que traicionaran los intereses de sus amigos. Si hablaba, ¿no supondría traicionar a Dios? No podía decir nada de nada. Oré en silencio: “Dios mío, gracias por darme esclarecimiento e impedirme traicionar a mis hermanos y hermanas. Por mucho que sufra, nunca seré un judas”.
Al verme callado, el comisario de la Brigada de Seguridad Nacional encendió un cigarrillo y, con sonrisa siniestra, me dijo: “Vamos a tomárnoslo con calma. Tenemos mucho tiempo”, mientras me echaba el humo a la nariz. Después agarró la taza y me echó agua caliente por la cabeza. Al apartarme instintivamente, me cayó agua desde la oreja derecha a la espalda. Grité de dolor y sentí que me ardía la espalda. Me echó varias tazas más desde la tripa y me salpicó de agua los muslos. Enseguida me salieron ampollas allá donde había vertido el agua. Una vez vacía la olla, ordenó a los instructores ir a hervir otra. La tercera hirvió en cuestión de minutos. Conforme veía salir el vapor de la olla, no podía dejar de temblar. Con una amplia sonrisa, agarró la olla y exclamó: “¡Perfecto!”. Luego la sujetó nuevamente contra mi cuerpo y, de forma amenazante, dijo: “Entonces, ¿vas a hablar o no?”. Como no contesté, me echó una taza de agua hirviendo detrás de otra. Me inundaba el dolor. Vi que no tenía intención de parar y no sabía cuánto más tiempo podría aguantar yo. Me dolía tanto que solo quería morir para no tener que seguir sufriendo de ese modo y no traicionar a nadie por la debilidad de mi carne. Miré si había en la sala algún objeto contundente con que matarme, pero no había más que una mesa y las paredes eran de madera. No creí que fuera a morir por golpearme la cabeza solamente una vez, y después tendría que soportar más torturas. Supuse que, por de pronto, podría decir que sí y que me llevarían a identificar los domicilios de los demás. Afuera podría saltar del vehículo para matarme. Mientras lo pensaba, el agente continuaba preguntándome si iba a hablar, y asentí. Creí que me llevarían sin demora a identificar domicilios, pero, sorprendentemente, me pidió que le hablara de la iglesia. Entraron más de diez agentes que habían subido. Me sentí algo cohibido en ese momento. Acababa de asentir, por lo que, si no decía nada, ¿me aplicarían más torturas brutales? Pensé que podría decir un nombre de la iglesia y su ubicación aproximada. Le di la mano, pero él quería todo el brazo. Me acosó con más preguntas sobre la iglesia y lamenté enormemente hacer esa concesión a Satanás. ¿No sería un judas si continuaba así? Alegué ignorancia cuando me preguntó otras cosas. No llegaba a ninguna parte conmigo, así que me dejó regresar a mi cuarto. Allí pensé para mis adentros: “¿Por qué iba a intentar morirme? ¿Quiere Dios que muera? ¿Eso no es señal de debilidad?”. Entonces recordé un himno de las palabras de Dios, “Busca amar a Dios sin importar lo mucho que sufras”. “En la actualidad la mayoría de las personas creen que sufrir no tiene valor, que son oprimidos por su fe, que el mundo reniega de ellas, que su vida familiar es problemática y que sus perspectivas son sombrías. El sufrimiento de algunas personas llega al extremo y piensan en la muerte. ¿Cómo muestra esto un corazón que ama a Dios? ¡Esas personas son inútiles, no perseveran, son débiles e impotentes! […] Por lo tanto, durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y estar a merced de Él; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio sólido y rotundo” (“Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Al meditar las palabras de Dios vi lo cobarde, débil e incapaz que era. Quise morir por la debilidad de mi carne, porque me daba miedo sufrir. Eso no podía glorificar a Dios. No era un testimonio auténtico. Antes de mi detención había jurado por Dios que, si alguna vez me detenía y perseguía el PCCh, quería mantenerme firme en el testimonio como los demás hermanos y hermanas. No traicionaría a Dios ni sería un judas. Sin embargo, cuando me ocurrió, enfrentado a la tortura policial, no pensaba más que en cómo salir de la situación. No pensaba en cómo mantenerme firme en el testimonio y satisfacer a Dios. Me di cuenta de que no tenía fe sincera ni sumisión a Dios. Los agentes me torturaban para que traicionara a Dios y perdiera mi testimonio. Si escapaba de ello muriendo, ¿no sería el hazmerreír de Satanás? Al pensarlo me llené de arrepentimiento por mi debilidad. ¿Cómo podía haberme ido de la lengua? Dios me dio la oportunidad de mantenerme firme en el testimonio, pero no la aproveché. Esto le resultó hiriente y decepcionante a Dios. Decidí que, si querían que identificara domicilios, no iría. Sin importar cómo me torturaran, ¡confiaría en Dios y me mantendría firme en el testimonio!
A la mañana siguiente, a las 6:30, el director de la Oficina Municipal Antisectas vio lo malherido que estaba y mandó que me llevaran al hospital para que no responsabilizaran a nadie. De camino al hospital, me advirtió de manera siniestra: “No digas ni una palabra en el hospital; si lo haces, ¡serás responsable de las consecuencias!”. Esas palabras me enojaron tremendamente. Me estaban intimidando y no me dejaban contar la verdad pese a haberme malherido tanto. ¡Eso era malvado y despreciable! El médico me preguntó cómo me había quemado y supe que, aunque le contara la verdad, él no podría hacer nada. Contesté que se me había roto un termo. Incrédulo, me preguntó: “¿Todo esto por un termo roto?”. El agente apartó al médico a un lado ipso facto y le susurró brevemente, tras lo cual el doctor se puso a vendarme las heridas y dijo que tenían que ingresarme. El agente alegó que era una situación especial y que no podía quedarme, y me hizo firmar un formulario de descargo de responsabilidad. Luego me devolvió al centro de lavado de cerebro. Mis heridas eran demasiado graves como para ir a clase, pero eso no les gustaba a los policías, así que mandaban a dos personas a vigilarme y lavarme el cerebro cada día. Probaron tácticas duras y blandas para hacerme renunciar a mi fe.
17 días más tarde, con mis heridas aún por sanar, me enviaron de vuelta a clase. Mandaron a un profesor universitario y a un psicólogo, que fingían simpatía diciéndome cosas agradables y tratando de intimar conmigo para que hablara. Invocaba a Dios una y otra vez para pedirle que me protegiera de los trucos de Satanás. Les daba testimonio de Dios. Se enojaban al ver que no caía en la trampa. Durante unos días me hicieron leer libros escritos por ellos, en los que blasfemaban contra nuestra iglesia, y mirar videos blasfemos. Todas esas mentiras sacadas de la nada me producían indignación y náuseas. No escuchaba nada de lo que decían.
Una mañana, el director de división irrumpió en mi cuarto con unos instructores. Este despliegue me asustó un poco, así que oré en silencio para pedirle a Dios sabiduría para hacer frente a esos infames policías. Amenazante, anunció: “Ayer tuvimos una reunión sobre nuestra Batalla de los Cien Días contra la Iglesia de Dios Todopoderoso. Las condenas serán duras. Será incluso peor para los jóvenes solteros como tú. Sobre todo aquellos que, como tú, no ceden irán directamente al pelotón de fusilamiento. Te volarán la cabeza, la tapa de los sesos”. Sentí algo de pánico al oír eso, pero después me acordé de las palabras del Señor Jesús: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:25). Supe que sería un honor que me martirizaran por Dios y que Él lo recordaría. Sin embargo, traicionar a Dios por temor a la muerte ofendería Su carácter y le inspiraría aversión. Aunque mi cuerpo siguiera con vida, estaría muerto a ojos de Dios. Dios eliminaría mi alma y me castigaría en el infierno. Durante siglos, infinidad de creyentes han sido perseguidos y martirizados. Todos se mantuvieron firmes en el testimonio de Dios. Si me martirizaran, Dios me estaría encumbrando. Quería someterme a lo dispuesto por Dios y mantenerme firme en el testimonio aunque supusiera mi muerte. Como estaba callado, el agente me amenazó: “¿Quieres irte a casa o a la cárcel?”. Tenía muchas ganas de irme a casa, pero sabía que, a cambio, tendría que firmar cartas de arrepentimiento y cortar mi relación con la iglesia. Con gran determinación, respondí: “¡A la cárcel!”. Se le abrieron los ojos de la ira, me señaló y protestó: “¡Al parecer, no has sufrido mucho!”. Y, airadamente, salió disparado.
Después buscaron un pastor que viniera a lavarme el cerebro. Nada más entrar, me dijo: “Hijo, aún eres joven. Hazme caso, vas por la senda equivocada”. Abrió una Biblia por Mateo 24:23-24, y observó: “Tú afirmas que el Señor Jesús ya ha regresado, pero mira lo que dice la Biblia: ‘Entonces si alguno os dice: “Mirad, aquí está el Cristo”, o “Allí está”, no le creáis. Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y mostrarán grandes señales y prodigios, para así engañar, de ser posible, aun a los escogidos’. Quien afirme que el Señor ha llegado se equivoca. No puedes seguir esto”. Agarré la Biblia y respondí: “El Señor Jesús nos estaba advirtiendo de que, a Su regreso en los últimos días, falsos Cristos y falsos profetas mostrarán grandes señales y prodigios para engañar a la gente. Nos mandó estar en guardia. Si alegas que son falsas las noticias de la venida del Señor, ¿no estás negando Su regreso? Los falsos Cristos no están en posesión de la verdad. Solo engañan con señales y prodigios. Dios Todopoderoso no manifiesta esas cosas. Simplemente expresa la verdad y realiza Su obra de juicio para purificar y salvar plenamente a la humanidad. Dios Todopoderoso es el regreso del Señor Jesús, el único Dios verdadero”. En vista de que yo no había caído en la trampa, dijo todo tipo de blasfemias. Airado, respondí: “Blasfemar contra el Espíritu Santo no se perdona ni en esta vida ni en la próxima”. En ese momento comentó: “Eres un chico muy terco. Entra en razón, hijo. Di lo que quieren ellos y confiesa. ¡Lo lamentarás si realmente te encierran!”. Le contesté: “No lo lamentaré, y es muy recomendable que busques el camino verdadero. Deja de oponerte a Dios. Será demasiado tarde si cometes un pecado horrible”. Exasperado, replicó: “Eres imposible, demasiado terco”. Luego se levantó y se fue de mala gana.
Días más tarde, el jefe de Investigación Criminal intentó forzarme a repetir cosas que negaban a Dios y blasfemaban contra Él. Como me negué, me dijo con agresividad: “¿Te da miedo la retribución? Dios no existe; por tanto, ¿de quién vendría? ¿Acaso no les va bien a los que renunciaron?”. Le contesté: “No morir por ahora no es señal de un buen desenlace. Dios no castiga a la gente en el acto”. Furioso, me agarró y me abofeteó unas cuantas veces, pero no dije nada de todos modos. Me estaba acordando de unas palabras del Señor Jesús: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada” (Mateo 12:31). Fortalecido por estas palabras, no vacilé en absoluto. Pasé un par de horas sin decir nada. Enfurecido, me arrastró de los pelos de vuelta al dormitorio y dijo de manera siniestra: “Sin comida hasta que no hable”. Oré a Dios en mi interior y recordé estas palabras del Señor Jesús: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Las palabras de Dios son nuestro sustento vital. Aunque no tuviera comida, no moriría sino con el permiso de Dios. Inesperadamente, una limpiadora me pasó a hurtadillas un bollo al vapor aquella noche. Percibí de veras que el corazón y el alma de las personas están en las manos de Dios. Posteriormente, los policías me pusieron a limpiarles la oficina todos los días y, casualmente, en una mesa había un ejemplar de La Palabra manifestada en carne. Le echaba un vistazo durante la limpieza diaria y las palabras de Dios me daban fe y fortaleza. La policía me inundaba constantemente de falacias ateas, pero, guiado por las palabras de Dios, no me afectaban para nada.
Un día mandaron a dos profesores universitarios a que probaran de todo para lavarme el cerebro y tentarme del siguiente modo: “Si no entras en razón y firmas las tres cartas, te caerán cinco años de cárcel y luego te costará encontrar esposa. ¿Cómo vas a perder así la juventud? ¿Vale la pena?”. Eso sí me afectó. Pensé en lo joven que era y me pregunté si realmente sufriría allí durante años. Al pensarlo me di cuenta de que estaba cayendo en la trampa de Satanás, así que me apresuré a orar: “¡Oh, Dios mío! Casi caigo en la trampa de Satanás. Te ruego protección para mantenerme firme en el testimonio”. Después de orar recordé una estrofa de un himno de las palabras de Dios: “Las personas jóvenes no deberían carecer de la verdad ni albergar hipocresía e injusticia, sino mantenerse firmes en la postura apropiada. No deberían simplemente dejarse llevar, sino tener el espíritu de atreverse a hacer sacrificios y luchar por la justicia y la verdad” (‘Lo que los jóvenes deben buscar’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Supe que debía ser capaz de soportar todo dolor para recibir la verdad. No podía traicionar a Dios por la comodidad temporal. Tenía que mantenerme firme en el testimonio y satisfacer a Dios sin importar lo que me hicieran los policías. Como no decía nada, se fueron con las manos atadas. Esa tarde regresó el pastor, que, con una sonrisa falsa, me comentó: “Me he enterado de que vas a ir a la cárcel. No puedes hacer eso. La vida allí es inhumana. ¿Crees que puede soportarlo un chico como tú?”. Sacó el celular, me enseñó fotos de algunos cristianos maltratados, y prosiguió: “Míralos. A unos les cayeron 10 años; a otros, 20. Algunos murieron en la cárcel. Veo que eres un auténtico creyente. Simplemente firma lo que ellos quieran y podrás practicar tu fe cuando salgas. ¡No hay necesidad de sufrir de esta forma! Firma ya y hablaré a tu favor. Si no, no tendrás ninguna posibilidad”. Estaba preocupado pensando que, si de verdad me condenaban, la policía podría torturarme como quisiera en la cárcel. Mi destino sería padecer muchísimo más dolor. No pude evitar el miedo, pero sabía que firmar esas cartas sería traicionar a Dios y que tendría la marca de la bestia. Oré e invoqué a Dios en mi interior para pedirle fe para poder mantenerme firme en el testimonio. Le dije al pastor: “No firmaré”. Frustrado, se marchó.
El director de la Oficina Municipal Antisectas también intentó convencerme de que firmara las tres cartas, diciéndome con enojo: “No ha habido cambios en dos meses. Ahora espero cierta actitud de tu parte. Puedes irte a casa si afirmas haber dejado de creer, ¡pero te enviaremos inmediatamente a la cárcel si afirmas que crees! ¿Todavía crees?”. Estaba muy confundido. Un sí supondría ir a la cárcel, y a saber qué clase de tortura me aguardaba allí. Sin embargo, un no supondría traicionar a Dios. Oré para pedirle valentía a Dios y me sentí preparado para mantenerme firme en el testimonio. En ese preciso instante recordé un himno de las palabras de Dios: “Jesús fue capaz de llevar a cabo la comisión de Dios —la obra de redención de toda la humanidad—, porque le prestaba toda la atención a la voluntad de Dios, sin hacer planes ni arreglos para Sí mismo. Él fue capaz de poner el plan de gestión de Dios en el centro, y siempre oró al Padre celestial y buscó Su voluntad. Él oró y dijo: ‘¡Dios Padre! Cumple Tu voluntad, y no actúes según Mis deseos, sino de acuerdo con Tu plan. El hombre puede ser débil, ¿pero por qué deberías preocuparte por él? ¿Cómo podría el hombre ser digno de Tu preocupación, el ser humano que es como una hormiga en Tu mano? En Mi corazón, sólo deseo cumplir Tu voluntad, y deseo que Tú puedas hacer lo que deseas hacer en Mí según Tus propios deseos’” (‘Imitar al Señor Jesús’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). El Señor Jesús sufrió de camino a la cruz. Su carne era débil, pero supo centrarse en cumplir con la comisión de Dios. Se sometió a lo dispuesto por Dios pese al dolor físico. Y Pedro estaba dispuesto a obedecer hasta la muerte por amor a Dios, a ser crucificado por causa de Dios. ¿Qué valor tenía mi vulgar dolor físico? Las palabras de Dios impulsaron mi fe y ya no tuve miedo. Decidí que, aunque fuera a la cárcel, ¡me mantendría firme en el testimonio de Dios! Con gran firmeza, le anuncié: “Pues iré a la cárcel”. Furioso, me respondió: “Haz tu equipaje, mañana sales para la cárcel”. Luego se fue indignado y dando un portazo. Asombrosamente, dos días después vinieron cuatro agentes de la comisaría de Policía Local de mi ciudad a decirme que me llevaban a casa. En ese momento percibí lo admirable que es realmente la obra de Dios, así como Su amor y misericordia por mí. La policía me llevó de vuelta a la ciudad, grabó una declaración oral y me ordenó presentarme en comisaría cada semana. Guiado por Dios, más adelante hui de la zona y pude cumplir nuevamente con el deber.
Tengo la detención y la tortura de la policía grabadas a fuego en mi interior. He comprobado lo salvaje e inhumano que es el Partido Comunista. He visto al 100 % su esencia de oposición a Dios. Odio totalmente a esos demonios. Asimismo, experimenté el poder y la autoridad de las palabras de Dios. En las pruebas y dificultades, Dios no dejó de utilizar Sus palabras para guiarme y darme fe y fortaleza. Comprobé que solo Dios nos ama y solo Sus palabras pueden ser nuestra vida. Mi fe en Dios aumentó más aún. ¡Doy gracias a Dios Todopoderoso!
Ahora ya han aparecido varios desastres inusuales, y según las profecías de la Biblia, habrá desastres aún mayores en el futuro. Entonces, ¿cómo obtener la protección de Dios en medio de los grandes desastres? Contáctanos, y te mostraremos el camino.