Un deber ineludible
En septiembre de 2020 acepté la obra de Dios Todopoderoso en los últimos días. Después solía asistir a las reuniones, y preguntaba a mis hermanos y hermanas aquello que no entendiera. Además, compartía de forma activa mi entendimiento de las palabras de Dios y alentaba a otros a ello también. Una vez me dijo la líder del grupo: “Hablas muy bien en las reuniones y tienes un buen entendimiento; ¿estarías dispuesta a celebrar reuniones?”. No lo podía creer: ¿quería que celebrara reuniones? Me hacía ilusión desde hacía mucho tiempo. Como creía en el Señor, siempre envidié a quienes andaban predicando por ahí. Incluso quería llegar a ser pastora para, algún día, poder subirme al estrado a predicar sermones como los pastores y ganarme la admiración y el elogio de los demás. No podía creer que por fin se hubiera cumplido mi sueño. De entre todos aquellos con quienes me reunía, yo fui la elegida como anfitriona y creía que eso significaba que era mejor que nadie. Me sentí muy afortunada y acepté la oferta sin dudar lo más mínimo. Decidí preparar las reuniones de antemano, resolver los problemas de los hermanos y hermanas en cuanto surgieran y, si no sabía resolverlos, pedir ayuda a la líder del grupo. Tiempo después, la líder del grupo me comentó que lo hacía muy bien como anfitriona y que tenía más confianza en mí. Me sentí sumamente orgullosa. Luego, por ciertas exigencias del trabajo, la líder de la iglesia, la hermana Ivy, me asignó la predicación del evangelio. Mi principal responsabilidad era invitar a gente a escuchar sermones. No podía aceptarlo porque, para mí, el estatus de predicador del evangelio era inferior al de anfritrión. A los anfitriones se les considera líderes; en ese puesto podía dirigir a otros y diferenciarme, mientras que invitar a gente a escuchar sermones era un trabajo entre bambalinas en el que nadie reparaba. Me quejaba para mis adentros: “¿Por qué me asignaron esta labor? ¿Acaso no sirvo?”. No lo entendía. Llegué a tener prejuicios hacia la líder, pues creía que me apreciaba poco. Me habló de que compartir el evangelio es una comisión de Dios y un deber que hemos de cumplir todos. Fue entonces cuando me sometí a regañadientes. Sin embargo, no me volcaba en la predicación del evangelio y siempre quería volver a celebrar reuniones. Pensaba, incluso, que compartir el evangelio no era el trabajo adecuado para mí y que lo hacía mucho mejor como anfitriona de reuniones.
No obstante, para mi sorpresa, un día me dijo un líder superior: “Tengo buenas noticias: has sido elegida líder de la iglesia”. Me asombré. Si aún no comprendía la verdad, ¿cómo podría asumir un cargo tan importante? Pero sabía que, con ello, Dios me estaba enalteciendo, así que lo acepté. Luego me comentó el líder que, sobre todo, sería responsable de la labor evangelizadora. En cuanto oí “labor evangelizadora”, mi primera idea siguió siendo que era un deber menos importante. Solo suponía enseñar a quienes buscaban la verdad y no me serviría para darme a conocer. Empecé a quejarme para mis adentros y a sentirme reacia de nuevo. No quería encargarme de la labor evangelizadora. Posteriormente, en el deber solo me centraba en celebrar reuniones y hacía poco caso a la labor evangelizadora. Cuando un líder superior me preguntaba por ella, yo no sabía mucho y no respondía nada. Sabía que la iglesia no estaba logrando buenos resultados en la labor evangelizadora y que los hermanos y hermanas no sabían cómo compartir el evangelio a causa de mi negligencia. Me sentía fatal. Más tarde me sinceré con los líderes sobre mi estado, y ellos me hablaron y debatieron conmigo el modo de resolver la situación. También me pidieron que me centrara más en la labor evangelizadora en un futuro. Me sentí muy culpable. Como líder, debí haber llevado una carga en la labor evangelizadora, pero no me responsabilicé de mi deber y, en consecuencia, obtuvimos malos resultados en ella. Me sentí fatal al percatarme de todo esto.
En una reunión descubrí un pasaje de las palabras de Dios que me ayudó a comprenderme un poco: Las palabras de Dios dicen: “¿Cuál es la actitud que debes tener hacia el deber, la que se puede considerar correcta y acorde con la voluntad de Dios? En primer lugar, no puedes analizar quién lo ha dispuesto, ni qué categoría de liderazgo lo ha asignado; has de aceptarlo de Dios. No puedes analizar esto, has de aceptarlo de Dios. Es una condición. Además, sea cual sea tu deber, no discrimines entre lo superior y lo inferior. Supongamos que dices: ‘Aunque esta tarea es una comisión proveniente de Dios y la obra de Su casa, si la hago, la gente podría menospreciarme. Otros llevan a cabo una obra que les permite destacar. Se me ha asignado esta tarea que no me permite destacar, sino que me hace trabajar entre bastidores, ¡es injusto! No haré este deber. Mi deber tiene que hacerme destacar ante los demás y permitirme forjarme un nombre, y aunque no me forje un nombre o me haga destacar, aun así, debería poder recibir algún beneficio de él y sentirme cómodo físicamente’. ¿Es aceptable esta actitud? Ser quisquilloso es no aceptar lo que viene de Dios; es tomar decisiones de acuerdo con tus propias preferencias. Esto no es aceptar tu deber; es rechazarlo, es una manifestación de tu rebeldía. Tal quisquillosidad es adulterada con tus propias preferencias y deseos; cuando consideras tus propios beneficios, tu reputación y otras cosas similares, tu actitud hacia tu deber no es de sumisión. ¿Qué actitud debes tener ante tu deber? Primero, no lo debes analizar ni pensar en quién te lo ha asignado, sino que debes aceptarlo de Dios como un deber encargado por Él, y has de obedecer los arreglos de Dios y aceptar de Él tu deber. Segundo, no discrimines entre lo superior y lo inferior, y no te preocupes por su naturaleza: que te permita destacar o no, que se haga delante de la gente o entre bastidores. No tomes en consideración estas cosas. Existe además otra actitud: la obediencia y la cooperación activa” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. ¿Cuál es el desempeño adecuado del deber?). Tras leer las palabras de Dios entendí que no hay deberes más o menos importantes. A ojos de Dios, no importa el trabajo que hagamos en la iglesia, todos cumplimos nuestro deber de seres creados. No debemos distinguir entre deberes más o menos importantes ni considerar que provienen de una persona. Todos ellos son las responsabilidades que debemos cumplir. Al hacer introspección, vi que siempre priorizaba mis preferencias eligiendo únicamente trabajos que me hicieran destacar. Cada vez que se disponía algo que no era de mi agrado y no me servía para destacar, no lo aceptaba y, para mis adentros, me resistía y quejaba. Cuando la líder me asignó la celebración de reuniones, como ese trabajo me gustaba, cumplía mis deseos y me permitía diferenciarme, estaba contenta y me esforzaba en ese deber. Pero cuando la líder me asignó la predicación del evangelio, me molestó que lo hiciera porque ese deber no me serviría para destacar y creí que me apreciaba poco, por lo que estaba decepcionada y triste y hasta empecé a tener prejuicios hacia ella. Era quisquillosa con los deberes que aceptaba, no los aceptaba de parte de Dios y no me sometía sinceramente. Como tenía un concepto erróneo del deber, era descuidada en la labor evangelizadora y le daba poca importancia. Por eso obtuvimos malos resultados y la labor evangelizadora se demoró directamente. Comprendí el error de mi conducta. Sin importar qué deber me asignaran y si me gustaba o no, siempre que fuera necesario para el trabajo de la iglesia, debía someterme y hacer todo lo posible. Esta debería haber sido mi primera consideración, pero siempre pensaba en el deber en relación con mis preferencias. Era verdaderamente desobediente y desleal. ¡Gracias a Dios! Me alegré mucho de haber reconocido mi corrupción gracias a la lectura de este pasaje de las palabras de Dios. Tomé una decisión: sin importar qué deber me asignaran, me sometería a él.
Sosegué mis pensamientos y me pregunté: ¿por qué, si un deber satisface mis preferencias y deseos y me permite destacar, doy gracias a Dios?; pero si no me gusta el deber, ¿por qué no quiero cumplirlo y hasta me quejo y no me someto? Hallé la respuesta en las palabras de Dios. Las palabras de Dios dicen: “El aprecio de los anticristos por su estatus y prestigio va más allá del de la gente normal y forma parte de su carácter y esencia; no es un interés temporal ni un efecto transitorio de su entorno, sino algo que está dentro de su vida, de sus huesos; por ende, es su esencia. Es decir, en todo lo que hace un anticristo, lo primero en lo que piensa es en su estatus y su prestigio, nada más. Para un anticristo, el estatus y el prestigio son su vida y su objetivo durante toda su existencia. En todo lo que hace, lo primero que piensa es: ‘¿Qué pasará con mi estatus? ¿Y con mi prestigio? ¿Me dará prestigio hacer esto? ¿Elevará mi estatus en la mentalidad de la gente?’. Eso es lo primero que piensa, lo cual es prueba fehaciente de que tiene el carácter y la esencia de los anticristos; si no, no considerarían estos problemas. Se puede decir que, para un anticristo, el estatus y el prestigio no son un requisito añadido, y ni mucho menos algo superfluo de lo que podría prescindir. Forman parte de la naturaleza de los anticristos, los llevan en los huesos, en la sangre, son innatos en ellos. Los anticristos no son indiferentes a la posesión de estatus y prestigio; su actitud no es esa. Entonces, ¿cuál es? El estatus y el prestigio están íntimamente relacionados con su vida diaria, con su estado diario, con aquello por lo que se esfuerzan día tras día. Por eso, para los anticristos el estatus y el prestigio son su vida. Sin importar cómo vivan, el entorno en que vivan, el trabajo que realicen, aquello por lo que se esfuercen, los objetivos que tengan y su rumbo en la vida, todo gira en torno a tener una buena reputación y un puesto alto. Y este objetivo no cambia, nunca pueden dejarlo de lado. Estos son el verdadero rostro y la esencia de los anticristos” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 9: Cumplen con su deber solo para distinguirse a sí mismos y satisfacer sus propios intereses y ambiciones; nunca consideran los intereses de la casa de Dios, e incluso los venden a cambio de su propia gloria (III)). En las palabras de Dios vi que los anticristos codician, sobre todo, la reputación y el estatus. Siempre quieren estar por encima del resto y que la gente los lleve en el corazón. Sea cual sea la circunstancia, su primera consideración siempre es si pueden ganarse o no la admiración y el elogio ajenos. La gente normal puede entristecerse un poco si no consigue reputación y estatus; los anticristos, literalmente, no pueden funcionar, y les parece tal tortura que a duras penas pueden seguir viviendo. Para ellos, la reputación y el estatus son su salvavidas. Yo tenía el mismo carácter: siempre quería conseguir reputación, estatus y el elogio ajeno. De entre mis hermanos y hermanas, siempre quería ser la favorita de mis padres. De entre mis amigos, la más popular. En la escuela quería el visto bueno de mis profesores, y como creyente en el Señor, ser como los predicadores, dar sermones delante de multitudes y ganarme la admiración de todos. Tras aceptar la obra de Dios en los últimos días, seguía en pos de lo mismo: pensaba que celebrando reuniones podría demostrar mis cualidades, ganarme elogios y estar muy bien considerada entre los líderes. Así, cuando me asignaron la celebración de reuniones, me alegré mucho y me encantaba la sensación de ser respetada y elogiada por todos. Pero compartir el evangelio era un deber entre bambalinas en el que nadie reparaba. Aunque me denominaran “líder”, seguía sin aceptarlo, pues me parecía un trabajo sin importancia, y no paraba de preguntarme cuándo podría volver a celebrar reuniones. Como no se cumplieron mis deseos, empecé a actuar con descuido en el trabajo, lo que acarreó malos resultados en la labor evangelizadora. Con anterioridad, mis oraciones sobre mis deseos de esmerarme en el deber no fueron sinceras y honestas; ¡estaba engañando a Dios! Solo cumplía con el deber para conservar el estatus y la reputación y ganarme la admiración de los hermanos y hermanas, no para satisfacer a Dios. Estaba revelando mi carácter de anticristo e iba por una senda de resistencia a Dios. Me asustó bastante percatarme de todo esto. Si continuaba actuando con un carácter de anticristo tan fuerte, tendría el mismo final que un anticristo ¡y seguro que sería maldecida y castigada por Dios! ¡Qué peligro! Oré en silencio a Dios: “Amado Dios, corro grave peligro: voy en pos de la reputación y el estatus y he seguido la senda equivocada. Estoy dispuesta a arrepentirme y orar por Tu salvación”.
Leí en una reunión un pasaje de la palabra de Dios que me ayudó a corregir mi percepción errónea de la labor evangelizadora. Las palabras de Dios dicen: “Advierto a todo el mundo y le hago saber que la difusión del evangelio no es una vocación particular de un grupo concreto de personas; es la vocación de todas aquellas personas que siguen a Dios. ¿Por qué he de hacer que la gente entienda este aspecto de la verdad? ¿Por qué necesitan saberlo? Porque difundir el evangelio es la misión y la vocación que todo ser creado y todo seguidor de Dios, ya sea joven o viejo, mujer o varón, debe aceptar. Si esta misión recae sobre ti y exige que te esfuerces, pagues un precio e incluso ofrezcas tu vida, ¿qué deberías hacer? Deberías aceptarlo, pues estás obligado con tu deber. Esta es la verdad y es lo que deberías entender. No se trata de un poco de simple doctrina; es la verdad. Y ¿qué lo convierte en la verdad? Que, independientemente del paso del tiempo o de cómo cambie la era o el lugar y el espacio, difundir el evangelio y dar testimonio de Dios es una cosa eternamente positiva; su significado y su valor son inmutables. No cambia con el paso del tiempo ni según el lugar. Existe eternamente y es lo que todo ser creado debería aceptar y poner en práctica. Esta es la eterna verdad. Algunas personas dicen: ‘No estoy cumpliendo con el deber de difundir el evangelio’. Aun así, la verdad de difundir el evangelio es algo que la gente debe entender. Como es una verdad en el ámbito de las visiones, todos los creyentes en Dios deben entenderla; es algo que arraiga la fe de uno en Dios, y resulta beneficioso para su entrada en la vida. Además, tendrás trato con los incrédulos, sea cual sea tu deber, por lo que tienes la responsabilidad de difundir el evangelio. Una vez que hayas entendido la verdad sobre la difusión del evangelio, sabrás en tu corazón: ‘Mi vocación es predicar la nueva obra de Dios y el evangelio de Su obra para salvar a la gente; independientemente de dónde y cuándo, independientemente de mi posición, de mi cargo y del deber que cumplo en la actualidad, tengo la obligación de salir a difundir la buena nueva de la nueva obra de Dios. Se me ha encomendado el deber de transmitirla siempre que tenga la oportunidad o tiempo para ello’. ¿Son esos los pensamientos actuales de la mayoría de las personas? (No). ¿Qué piensa la mayoría?: ‘Ahora ya tengo un deber concreto; estoy ocupado en estudiar y profundizar en una profesión y especialización concretas, así que la difusión del evangelio no tiene nada que ver conmigo’. ¿Qué clase de actitud es esta? Es la actitud de eludir tu responsabilidad y tu misión y una actitud negativa, y tal persona no es considerada con la voluntad de Dios y le es desobediente. Si tú, quienquiera que seas, no asumes la carga de difundir el evangelio, ¿acaso no estás mostrando falta de conciencia y razón? Si no cooperas de forma enérgica y proactiva, si no asumes tu responsabilidad y te sometes, entonces simplemente estás reaccionando de forma pasiva y negativa. No debes adoptar esta actitud. No importa qué deber estés llevando a cabo ni qué profesión o especialidad exija tu deber, uno de los aspectos más importantes de los frutos de tu labor es ser capaz de difundir el evangelio de la obra de Dios para salvar a la humanidad y dar testimonio de él. Esto es lo mínimo que un ser creado debería hacer” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 1: Tratan de ganarse a la gente). Tras leer las palabras de Dios me eché a llorar; me sentía muy culpable. Las palabras de Dios me mostraban claramente que compartir el evangelio es una comisión de Dios y un deber y misión ineludibles de todos. En la iglesia, sea cual sea nuestro deber, nuestro objetivo final es el mismo: difundir el evangelio de Dios. Por mi parte, no me gustaba predicar el evangelio y hasta creía equivocadamente que yo no formaba parte de la labor evangelizadora. Creía que, siempre y cuando celebrara reuniones y regara a los hermanos y hermanas, cumplía con el deber y satisfacía a Dios. No entendía la importancia de la labor evangelizadora. Fue entonces cuando supe que la difusión del evangelio es el propósito urgente de Dios. La labor evangelizadora es la obra de salvar a la humanidad dando testimonio directo de Dios y haciendo que la gente comprenda Su obra y regrese ante Él para salvarse. Es una labor con auténtico sentido. Sin embargo, yo no pensaba dar testimonio de Dios y no llevaba la más mínima carga en el deber. Cuando la líder me asignó la predicación del evangelio, incluso me resistí a mi responsabilidad, la rechacé y la eludí. ¡Cuánta conciencia y racionalidad me faltaban! Si nadie me hubiera invitado a escuchar sermones, no me hubiera predicado el evangelio ni me hubiera dado testimonio de Dios, jamás habría oído la voz de Dios ni habría tenido ocasión de aceptar la obra de Dios Todopoderoso en los últimos días. Si no era capaz de participar en la predicación del evangelio y solo salía del paso, Dios no me consideraría creyente y seguidora Suya y me creería carente de conciencia y humanidad. Eludí y rechacé mis responsabilidades en la predicación del evangelio y hasta quise abandonar la labor evangelizadora para centrarme en celebrar reuniones. Echando la vista atrás, fue un gran error. Recordé la historia de Noé: Noé no dudó cuando oyó las palabras de Dios ni pensó en sus propios intereses. Solo quería satisfacer a Dios, escuchar Su voluntad y construir el arca a Sus órdenes. Además, se esmeró por predicar el evangelio. La experiencia de Noé me parecía muy alentadora. Quería someterme a las disposiciones de Dios y cumplir bien con el deber, como Noé. Di gracias a Dios Todopoderoso por ayudarme a comprender este aspecto de la verdad y a reconocer mi corrupción. Estaba dispuesta a arrepentirme y, sin importar qué trabajo me asignaran, ¡compartiría el evangelio!
Más tarde, empecé a centrarme en predicar el evangelio. No tenía mucha experiencia y para mí era todo un reto hablar con distintos tipos de personas. Tal vez me rechazaran, o quizás podría experimentar toda clase de dificultades, pero no podía dejarlo. Me acordé de unas palabras de Dios: “No importa qué deber estés llevando a cabo ni qué profesión o especialidad exija tu deber, uno de los aspectos más importantes de los frutos de tu labor es ser capaz de difundir el evangelio de la obra de Dios para salvar a la humanidad y dar testimonio de él. Esto es lo mínimo que un ser creado debería hacer” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 1: Tratan de ganarse a la gente). Este pasaje me animó mucho. El deber que me habían asignado era una responsabilidad. Estaba dispuesta a someterme. Podría haber dificultades, pero sabía que, siempre y cuando orara sinceramente a Dios, Él me guiaría. ¡Demos gracias a Dios Todopoderoso!