Interrogatorio secreto en un hotel
Un día de febrero de 2013, una hermana y yo nos citamos para ir a una reunión. A eso de las dos de la tarde, mientras la esperaba cerca de una zapatería, vi que un hombre me miraba de vez en cuando mientras hablaba por teléfono, y sentí que algo iba mal. Justo cuando estaba a punto de irme, oí que me decían: “¡No te muevas!”. Vi a cuatro o cinco personas que se lanzaban hacia mí y pensé: “¡Oh, no, es la policía!”. Intenté huir, pero dos hombres me alcanzaron, me tiraron al suelo y me metieron en un coche, donde vi a otras tres hermanas a las que también habían arrestado.
La policía nos llevó a la comisaría y nos ordenó que nos colocáramos junto a las paredes del patio. Yo estaba muy nerviosa. Le oraba sin parar a Dios y pensé en Sus palabras: “No temas, el Dios Todopoderoso de los ejércitos sin duda estará contigo; Él guarda vuestras espaldas y es vuestro escudo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 26). En efecto, con Dios a mi lado, ¿qué debía temer? Tenía que confiar en Dios para experimentar este ambiente. Poco a poco, conseguí calmarme. Después una mujer policía me obligó a que me desnudara para registrarme, y me forzó además a ponerme en cuclillas con las piernas separadas. Me sentí humillada y enfadada.
La noche siguiente, la policía me llevó a un hotel de seis plantas. Habían alquilado las tres últimas para convertirlas en un centro secreto de interrogatorios para detener y torturar a los creyentes en Dios. Cuando llegué a la sexta planta, vi a más de 20 hermanos y hermanas en fila, y me quedé impactada; ¡habían detenido a mucha gente! Parecía que el Partido Comunista los había arrestado a todos al mismo tiempo. No sabía cómo nos trataría la policía, así que oré en silencio a Dios, pidiéndole que nos protegiera para poder mantenernos firmes. Entonces, la policía nos separó para interrogarnos.
A las cinco de la mañana del tercer día, entró un policía gordo y dijo en tono de reprimenda: “El hombre al que estaba interrogando es un líder, y era muy testarudo. El interrogatorio no terminó hasta las dos o las tres”. Hizo un gesto de orgullo mientras continuaba: “Primero, le di una patada fuerte en un lado de la cara, luego le di otra en el otro lado, y después le abofeteé una y otra vez con las dos manos”. Las agitó en el aire y continuó quejándose con vehemencia: “Le golpeé tan fuerte que me dolían las manos, así que cogí media botella de agua mineral y le sacudí en la cara hasta que ya no pude mover los brazos. Se le deformó la cara entera. Quedó completamente irreconocible”. Me horrorizó la actuación del policía. El corazón me latía con fuerza y sobre todo me sentía enfadada: “Estos policías son muy crueles, ¿lo soportaría yo si me pegaran tanto como a mi hermano?”. No me atreví a pensar más en ello. Rápidamente oré a Dios para pedirle que protegiera al hermano al que habían golpeado, y que también me protegiera a mí, para que pudiéramos tener la confianza de experimentar este ambiente.
La mañana del cuarto día, la policía me llevó a la comisaría. Un agente apellidado Wu me preguntó cuál era mi puesto en la iglesia. Le dije que era una creyente corriente. Se levantó bruscamente y dijo: “¡Supongo que no dirás la verdad si no sientes algo de dolor!”. Me ordenó que enderezara los brazos, me pusiera en cuclillas, me levantara y repitiera el movimiento. Después de hacer esto durante mucho tiempo, estaba tan cansada que sudaba a mares y me dolían las piernas. Me caí al suelo. Se burló y me dijo: “¿Sabes una cosa? No importa lo dura que sea la gente, aquí tienen que inclinarse ante mí. ¿Eres una líder? ¿Quién es tu superior?”. Como no dije nada, me ordenó que me pusiera en cuclillas. Después de estar unos minutos en esa posición, me empezaron a temblar las piernas, se me hincharon y pronto me desplomé. Me pidió que me levantara y siguiera en cuclillas, y repetí el movimiento más de 800 veces. Un policía me dijo, amenazador: “Mira qué sudada estás. Tienes un aspecto patético. ¿Por qué sufres así? ¿Dónde está ese Dios? Si nos dices lo que sabes, no tendrás que sufrir. Si no lo haces, sufrirás más de lo que te imaginas”. Al escuchar las palabras del policía, me sentí asqueada. Le miré y le dije que no sabía nada. Me esposaron con las manos a la espalda a lo que llaman el banco del tigre. Después de estar solo un rato esposada, sentí una opresión en el pecho y tuve dificultad para respirar. Casi me asfixiaba. Pedí que me quitaran las esposas y, pasado un largo rato, por fin me las abrieron. Más tarde, entró un policía y me dijo: “Intenta comprender tu situación. Todos los demás han confesado. Es una estupidez que te quedes aquí sentada aguantando sola, ¿no crees? Dime lo que sabes ahora y te dejaremos ir”. Luego sacó unas fotos y me pidió que identificara a las personas que aparecían en ellas. Me dijo: “Todas estas personas fueron detenidas y dijeron que te conocían. ¿Los conoces? ¿Cuál es su trabajo en la iglesia?”. Pensé: “Si los hermanos y las hermanas admiten realmente que me conocen, pero yo digo que no los conozco a ellos, la policía no me dejará en libertad. Pero si digo que los conozco, estaré traicionando a mis hermanos y hermanas. Eso me convertiría en una Judas que traiciona a Dios. ¿Qué debo hacer?”. En ese momento, recordé un pasaje de la palabra de Dios: “En todo momento, Mi pueblo debe estar en guardia contra las astutas maquinaciones de Satanás, protegiendo la puerta de Mi casa para Mí […] para evitar caer en la trampa de Satanás, momento en el que sería demasiado tarde para lamentarse” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 3). Me di cuenta de que era una de las artimañas de Satanás. La policía podría estar utilizando este método para engañarme y hacer que traicionara a mis hermanos y hermanas, y también a Dios. No podía caer en la trampa. Aunque mis hermanos y hermanas admitieran que me conocían, yo no podía traicionarlos. Con esto en mente, aseguré que no los conocía.
El agente de policía apellidado Wu vio que no me engañaba y, enfadado, me dijo: “¡Me gustaría ver lo testaruda que eres!”. Entonces me ordenó que me levantara y me esposó las manos a los barrotes metálicos que cubrían la ventana del pasillo. Mi cuerpo quedó suspendido en el aire, el dolor en las muñecas era insoportable y, mientras tanto, los policías me miraban y se reían. Después de un rato, me bajaron y me dijeron que siguiera en cuclillas. Esa noche, la policía me llevó de vuelta al hotel. A la mañana siguiente, el policía de apellido Wu me dijo: “A partir de hoy, te esposaré a la ventana. Si no dices la verdad, no podrás ni comer”. Después de eso, me esposaron una de las manos a los barrotes de metal. De vez en cuando, venían a t pedirme información acerca de mi iglesia. Cuando uno de los policías vio que seguía sin hablar, me propinó un golpe con una carpeta y abrió la puerta a sabiendas de que podría oír los sonidos de las otras hermanas que estaban siendo torturadas. Al oír sus gritos de agonía, sentí un gran desconsuelo y mucha rabia.
Cuatro días después, un policía apellidado Mu cogió mi agenda, señaló los números que había en ella y me preguntó si eran los números de móvil de mis hermanos y hermanas. Como no respondí, gritó muy alto: “¡Aunque no digas ni una palabra, esta agenda basta para condenarte!”. Sacó una foto, señaló a la persona que aparecía en ella y me preguntó si era el líder de la iglesia. Luego sacó tres fotos de casas anfitrionas de la iglesia y me pidió que las identificara. Yo había estado en todas esas casas, pero dije que no las reconocía. Añadió: “Te pondremos en un coche y te llevaremos allí. Solo tienes que indicarnos el lugar. Y nosotros lo mantendremos en secreto, nadie sabrá que tú nos has dado esa información”. Al ver que yo seguía sin decir nada, le dijo al policía que estaba a su lado: “Desnudadla, colgadla de forma que esté de cara a la ventana, para que la vea todo el que pase. Luego, hazle una foto y cuélgala en Internet, di que es una Judas y que nos lo ha contado todo”. Después de eso, se acercó a quitarme la ropa. Yo sentí mucho miedo. Si realmente lo hacía y colgaba mi foto en Internet, mis familiares y amigos la verían. ¿Cómo podría vivir después de eso? Le rogué que no me quitara la ropa, pero se burló y dijo: “¿Qué? ¿Tienes miedo?”. Entonces todos estallaron en carcajadas. Al ver sus expresiones complacientes, me di cuenta de que se trataba de otro truco de Satanás, así que me tranquilicé rápidamente y clamé a Dios. En ese momento, recordé un himno de Su palabra titulado “Deberías abandonar todo por la verdad”: “Debes sufrir adversidades por la verdad, debes entregarte a la verdad, debes soportar humillación por la verdad y, para obtener más de la verdad, debes padecer más sufrimiento. Esto es lo que debes hacer. No debes desechar la verdad en beneficio de una vida familiar pacífica y no debes perder la dignidad e integridad de tu vida por el bien de un disfrute momentáneo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio). Las palabras de Dios me dieron confianza y fuerza. Creía en Dios y seguía la senda correcta en la vida. Que me torturaran y humillaran por mi fe en Dios no era nada de lo que avergonzarse. Me perseguían por ser justa, y Dios lo aprobaba. Si cedía ante Satanás y traicionaba a Dios para proteger mi reputación, eso sería lo más vergonzoso que podría hacer, y sin duda perdería mi dignidad humana. Me odié a mí misma por no tener carácter y pedirle clemencia a Satanás, convirtiéndome así en alguien digno de sus burlas. Me juré a mí misma que no importaba cómo me humillaran esos malvados policías, incluso si de verdad me despojaban de mi ropa, nunca me inclinaría ante ellos ni pediría clemencia, jamás me convertiría en una Judas. Cuando los policías vieron que ya no tenía miedo, se enfadaron tanto que me esposaron las dos manos a las barras de metal. Una mujer policía gritó: “¿No ibais a desnudarla? Quitádselo todo, para que la podáis ver todos bien”. El grupo de policías reía a carcajadas, como demonios del inframundo. En ese momento, mis pies estaban en el aire y mi peso recaía en las muñecas, que me dolían como si estuvieran a punto de romperse. Le oré con insistencia a Dios en mi corazón, pidiéndole que me diera confianza y fuerza para poder soportar la tortura de la policía y no comprometerme con Satanás. Pasada más de media hora, me bajaron. Tenía los pies entumecidos e insensibles, y en cuanto tocaron el suelo me derrumbé. Un agente de policía me dijo con maldad: “Piensa en tu situación. Si sigues sin hablar, tenemos más trucos para ocuparnos de ti”. Después de eso, se marcharon.
Dos días después, llegó un policía gordo. Nada más entrar, les dijo a los dos policías que me guardaban: “¿Sabéis por qué no podéis doblegar a esta mujer? Porque sois demasiado blandos y no utilizáis las técnicas adecuadas. Hoy os voy a enseñar unos cuantos trucos, para que veáis cómo lo hago yo”. Me pidió que me pusiera en cuclillas, y luego que me quedara a mitad de camino y lo repitiera, hasta que perdí todas las fuerzas y me desplomé. Luego les dijo a los dos policías que me agarraran cada uno de un brazo, me empujaran hacia abajo y me levantaran, y siguieran torturándome así repetidamente. Al ver sus expresiones feroces, supe que a continuación vendría una tortura más fuerte. Pensé en mi actitud servil cuando me incliné ante Satanás y supliqué misericordia dos días antes a causa de mi miedo a la humillación, así que decidí que hoy confiaría en Dios y daría testimonio de Él ante Satanás. Le pedí a Dios en mi corazón: “Dios, no sé qué otros medios empleará la policía para torturarme, pero deseo dar un testimonio fuerte y rotundo de Ti, así que te pido que me concedas confianza y fuerza”. Al cabo de poco rato, estaban tan cansados y sudados que no podían levantarme. En cuanto me soltaron las manos, me desplomé. Me ordenaron levantarme y ponerme en cuclillas una y otra vez. El policía gordo se burló y dijo: “Parece que tiene demasiado calor. Échale un poco de agua fría encima. Seguro que le gustará”. Entonces me echaron agua fría hasta que quedé completamente empapada. Pero lo sorprendente fue que percibí un vapor caliente que salía de mí, y no sentí nada de frío. Sabía que aquello era que Dios me estaba protegiendo. Le di gracias a Dios sin cesar en mi corazón, y sentí que crecía mi fe en Él.
Entonces los dos policías me arrastraron hacia arriba y me esposaron la mano izquierda a las barras de metal. Ya tenía la muñeca lesionada por haber estado colgada antes, así que cuando me esposaron esta vez, me dolió aún más. Los policías se rieron ante mi dolor, y yo no quería que notaran mi debilidad, así que me aguanté sin emitir ni un solo sonido. Para reducir el dolor, me tensaba para ponerme de puntillas. Apenas podía tocar el suelo con un dedo del pie, pero cuando un policía se dio cuenta, apoyó su pie contra mi talón, dejando así mi cuerpo suspendido durante un rato, y luego lo retiró, provocándome un violento tirón en la mano que me resultó particularmente doloroso. Al ver que seguía en silencio, los policías me anudaron una cuerda al pie, tiraban de ella para dejarme suspendida en el aire y luego la soltaban de repente. Lo hicieron repetidamente. Así, mi cuerpo se balanceaba de un lado a otro y sentía como si un cuchillo me cortara la muñeca. Mientras esto continuaba, oré a Dios urgentemente en mi corazón. Más tarde, el policía gordo trajo una silla de mimbre. Los otros dos policías me agarraron cada uno de una pierna, las pusieron encima del respaldo de la silla y la apartaron de un tirón. Todo mi peso cayó sobre mi muñeca. El dolor fue casi insoportable. Treinta o cuarenta minutos más tarde, la policía me bajó la mano izquierda, me esposó la derecha a los barrotes de metal y continuó la tortura. Empecé a sentir que me faltaba el aliento y pensé: “No sé cuánto tiempo más me torturará la policía. Si me mantienen así suspendida, me dejaran las manos lisiadas, y si eso acaba sucediendo, ¿cómo podré sobrevivir en el futuro?”. Cuanto más pensaba, más miserable me sentía, hasta que incluso me resultó difícil respirar. Sentí que no podía aguantar más, así que oré fervientemente: “Dios, mi carne es demasiado débil. No puedo aguantar más. Por favor, dame fuerzas para que pueda mantenerme firme y humillar a Satanás”. En ese momento, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “En el camino hacia Jerusalén, Jesús estaba sufriendo, como si le estuvieran retorciendo un cuchillo en el corazón, pero no tenía la más mínima intención de faltar a Su palabra; siempre había una poderosa fuerza que lo empujaba hacia adelante hacia el lugar de Su crucifixión. Finalmente, fue clavado en la cruz y se convirtió en semejanza de carne de pecado, completando la obra de redención de la humanidad. Se liberó de los grilletes de la muerte y el Hades. Delante de Él, la mortalidad, el infierno y el Hades perdieron su poder, y Él los venció” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Cómo servir en armonía con la voluntad de Dios). La palabra de Dios me dio fuerzas. Para redimir a la humanidad, el Señor Jesús fue crucificado y sufrió gran humillación y dolor, pero lo hizo sin vacilar. El amor de Dios por las personas es demasiado grande, y en esto Dios ya nos ha dado un ejemplo. Pero cuando me enfrenté a la tortura de la policía, no pensé en cómo dar testimonio. En cambio, pensé en mi propio cuerpo. ¡Fui tan egoísta y despreciable! Con esto en mente, me sentí avergonzada y abochornada. Esta vez estaba decidida a satisfacer a Dios. Pensar en el amor de Dios me inspiró y me dio el valor para luchar contra Satanás hasta el final. En ese momento, uno de los policías me vio con los ojos cerrados y dijo: “Está orando a su Dios, y cada vez que lo hace recibe una inyección de fuerza”. Otro me pinchó en los párpados con una fina varilla de metal. Mientras lo hacía, dijo: “Abre los ojos. No puedes orarle a tu Dios”. Al ver que guardaba silencio, me atizó en la cara con un cinturón tres o cuatro veces, pero no sentí ningún dolor. Después de más de media hora, un policía dijo: “Espósala más arriba, para que no pueda tocar el suelo. Veremos cómo lo disfruta”. Entonces, dos policías me levantaron, pero justo cuando otro abría las esposas y se disponía a cerrarlas en una barra más alta, estas de repente se rompieron y no pudo cerrarlas. Probaron con otro par, pero siguieron sin funcionar. Sabía que se trataba de la protección de Dios y se lo agradecí en mi corazón. Los policías estaban demasiado cansados para seguir sujetándome, así que me soltaron y de repente caí al suelo. Me habían torturado durante casi dos horas, y estaba tan agotada que me quedé inmóvil. Al recordar el proceso al completo de la tortura de la policía, fui claramente consciente de su naturaleza vil y malvada. También sentí el cuidado de Dios hacia mí, y llegué a confiar más en Él. Al cabo de un rato, un policía se acercó y me dio varias patadas. Al ver que seguía inmóvil, me echó un bote entero de pomada de frío en los ojos, pero yo no sentí nada. El policía vio que no respondía y se fue. Supe que Dios me estaba protegiendo.
A eso de las siete de la tarde, entró un agente de policía. Al ver que estaba empapada y temblando de frío, reprendió a los demás. Con un falso aire de amabilidad, les pidió que me trajeran ropa seca para cambiarme, y luego me dio un cuenco con fideos, tras lo cual intentó congraciarse conmigo. Me dijo: “Estás muy lejos de tu casa y ahora no puedes volver. ¿No te echan de menos tus hijos? ¿Qué haces creyendo en Dios con lo joven que eres? He oído que eres una líder, así que dinos lo que queremos saber y te prometo que te dejaremos ir. Podrás volver a casa y estar con tu familia”. Cuando oí esto, me di cuenta de que estaba intentando engañarme para que confiara en él y le contara la información sobre la iglesia. Le dije: “Ya te he dicho todo lo que sé. No sé nada más”. De repente, dio un golpe en la mesa, se levantó y dijo con rabia: “¡No creas que no podemos hacerte nada si no hablas! El gobierno central nos ordenó erradicar por completo a los creyentes en Dios Todopoderoso. Vamos a eliminar tu organización. Si no empezáis a cooperar, seréis condenados”. Luego se fue. En ese momento, el policía de apellido Wu dijo: “Será mejor que hagas lo más sensato y nos des la información que queremos. Así no tendrás que sufrir tanto”. Pensé: “La policía no parará si no consigue la información que quiere. Si no puedo soportar la tortura y me convierto en una Judas, eso sería traicionar a Dios, así que mejor será que me mate”. Estaba teniendo pensamientos suicidas. En ese momento, me di cuenta de que mi estado era el equivocado, así que le oré en silencio a Dios: “¡Dios! Mi carne es débil, y quiero escapar de este ambiente muriendo. Soy demasiado débil y mi estatura es demasiado pequeña. Por favor, esclaréceme y guíame, y dame la confianza y la fuerza para mantenerme firme”. Después de orar, de repente me di cuenta de que tenía archivos de la palabra de Dios en mi reproductor MP5. Le dije al joven policía: “Dame mi MP5. Hay algo que quiero enseñarte”. Pensó que estaba a punto de confesar, así que me lo entregó. Encendí el reproductor MP5, donde vi un pasaje de las palabras de Dios: “Aquellos a los que Dios alude como ‘vencedores’ son los que siguen siendo capaces de mantenerse firmes en el testimonio y de conservar su confianza y su devoción a Dios cuando están bajo la influencia de Satanás y mientras estén bajo su asedio, es decir, cuando se encuentren entre las fuerzas de las tinieblas. Si sigues siendo capaz de mantener un corazón puro ante Dios y tu amor genuino por Él pase lo que pase, entonces te estás manteniendo firme en el testimonio delante de Él, y esto es a lo que Él se refiere con ser un ‘vencedor’” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Debes mantener tu lealtad a Dios). A partir de las palabras de Dios, comprendí Su voluntad. Cuando me enfrento a la persecución y la tribulación, lo que Dios quiere es mi fe y mi lealtad. Dios quiere que dé un testimonio victorioso mientras esté asediada por Satanás. Estos malvados policías me torturaban de esta manera para obligarme a traicionar a Dios. Si me suicidara, perdiendo mi testimonio, eso sería caer en las artimañas de Satanás, y no estar a la altura del esfuerzo que Dios había gastado en mí; le haría demasiado daño a Dios. No podía morir, tenía que seguir viviendo, ser fuerte, mantenerme firme y satisfacer a Dios. Al pensar en esto, me sentí con fuerzas. Caí de rodillas y ofrecí una oración de agradecimiento a Dios. El joven policía dijo sorprendido: “¡Eres muy valiente al atreverte a arrodillarte y orar aquí!”. Lo ignoré. Después de orar, me preguntó: “¿Ya te has decidido? Cuando lo hayas pensado bien, dime lo que sabes”. Respondí con seguridad: “Ya he dicho todo lo que tenía que decir. No tengo nada más que decir”. El agente apellidado Wu se puso tan furioso que tomó las esposas y me esposó una mano a los barrotes metálicos. El policía joven dijo: “La oración es realmente poderosa. Es como si la convirtiera en una persona totalmente diferente. No teme nada y no dice nada”. Cuando oí aquello, se lo agradecí a Dios desde el fondo de mi corazón, y tuve más seguridad de que podría mantenerme firme.
A la mañana siguiente, cuando la policía vio que ninguna de sus tácticas funcionaba conmigo, me dijo: “A partir de hoy, te esposaremos a la ventana todos los días y no te dejaremos comer, beber ni dormir. Vamos a ver cuántos días aguantas”. Le oré en silencio a Dios: “Dios, creo que mi vida y mi muerte están en Tus manos. Por favor, protégeme. Aunque muera, me mantendré firme y daré testimonio de Ti”. Después, los policías se turnaron para vigilarme y me despertaban a gritos cuando me veían dormitar. Al tercer día, un hombre que estaba al otro lado de la calle se dio cuenta de que estaba esposada a la ventana y me gritó: “¿Te ha secuestrado alguien? Si es así, agita la mano y llamaré a la policía”. Pensé: “La policía me ha encarcelado aquí. ¿Crees que la policía hace cosas buenas por la gente corriente? La policía del Partido Comunista es una jauría de demonios bestiales”. Al cabo de unos días, cada vez más gente de abajo se dio cuenta de que estaba esposada a la ventana. Me señalaban y no paraban de hablar de ello, así que la policía me trasladó a la habitación de enfrente.
Una noche, sobre el 20 de marzo, me llevaron a una oficina de investigaciones especiales. Allí, tres policías me sometieron a un lavado de cerebro hasta después de las cuatro de la mañana, cuando un policía apellidado Liu me dijo: “La Iglesia de Dios Todopoderoso ha crecido hasta llegar a varios millones de fieles, y esto pone en peligro directamente los intereses del Partido Comunista. Si no la suprimimos, ¿quién escuchará al Partido Comunista? El presidente Xi ha ordenado personalmente que se erradique por completo al Relámpago Oriental y que se reeduque a los que creen en Dios Todopoderoso, para que renuncien a sus creencias y acepten la educación y el liderazgo del Partido. Si se niegan, serán condenados a prisión, y a nadie le importará que los maten a golpes”. Continuó: “En este momento, están arrestando a los miembros de la Iglesia de Dios Todopoderoso en toda la provincia y todo el país. Con el tiempo, será erradicada. Si piensas que puedes seguir creyendo en Dios Todopoderoso, te digo ahora que es imposible”. Dije: “Los creyentes en Dios simplemente vamos a las reuniones, leemos la palabra de Dios, buscamos la transformación de carácter para convertirnos en personas honestas y seguimos la senda correcta en la vida. ¿Cómo podemos nosotros perjudicar los intereses del Partido Comunista? Si no me creéis, leed las palabras de Dios Todopoderoso y lo sabrán. Habéis confiscado muchos libros de la palabra de Dios Todopoderoso, así que ¿por qué no abrís uno y le echáis un vistazo?”. El otro policía dijo en voz alta: “¡No nos hables de creer en Dios! Nosotros no creemos en eso, solo creemos en el Partido Comunista y en el presidente Xi”. Luego me amenazó: “Piénsalo bien. Si nos dices lo que queremos saber, te prometo no condenarte a prisión. Te dejaremos ir a casa de inmediato. Si sigues sin entender tu situación, te enviaré a un hospital psiquiátrico. El médico te dará una inyección cada día que te hará perder la cabeza. Vivirás con todo tipo de enfermos mentales, y te pegarán y regañarán todos los días. Veremos cuánto tiempo puedes durar allí”. Después de oír esto, tuve mucho miedo. Si me enviaban a un hospital psiquiátrico, estaría rodeado de enfermos mentales todos los días. Viviendo con esa gente, incluso una persona normal se volvería loca. Cuando la policía vio que me quedaba callada, me amenazaron de nuevo: “Vuelve y piensa en ello. Anota todo lo que debemos saber. Basándonos en las pruebas que tenemos, podemos condenarte a un mínimo de entre tres y siete años”.
De vuelta al hotel, pensando en lo que dijo la policía, no pude dormir en absoluto. La idea de los enfermos mentales persiguiéndome y golpeándome, y la imagen de mí misma volviéndome loca y corriendo desnuda por la calle me hicieron sudar frío e incorporarme en la cama. Lloré y le oré a Dios: “¡Dios! Tengo miedo de convertirme en una lunática. Por favor, ayúdame, guíame y tranquilízame. No importa a qué tipo de circunstancias me enfrente, nunca te traicionaré”. Después de orar, pensé en un pasaje de las palabras de Dios: “Cuando las personas están verdaderamente preparadas para sacrificar su vida, todo se vuelve insignificante y nadie puede vencerlas. ¿Qué podría ser más importante que la vida? Así pues, Satanás se vuelve incapaz de hacer nada más en las personas, no hay nada que pueda hacer con el hombre” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Interpretaciones de los misterios de “las palabras de Dios al universo entero”, Capítulo 36). Al reflexionar sobre la palabra de Dios, me fui calmando poco a poco. Si estaba dispuesta a arriesgar mi vida, ¿qué sufrimiento no podría soportar? Mi vida y mi muerte estaban en manos de Dios, y no me convertiría en una enferma mental sin el permiso de Dios. Tras el amanecer, cogí papel y un bolígrafo y escribí una línea: “Altos muros y grandes patios, pudriéndome para siempre en la cárcel”. Cuando el policía lo vio, se le cambió el rostro. Se enfadó tanto que dio un portazo y se marchó.
Más de un mes después, me enviaron al centro de detención. Como el interrogatorio seguía sin ser concluyente, me condenaron a vigilancia domiciliaria durante seis meses y me advirtieron: “Ahora eres una sospechosa criminal y no tienes libertad en ningún sitio. Si vuelves a creer en Dios, se te condenará si te atrapamos”. La policía llamaba a casa de vez en cuando, y personas de la Oficina de Asuntos Religiosos venían a visitarme para interrogarme sobre mi creencia en Dios. No me atrevía a ponerme en contacto con mis hermanos y hermanas, y no podía llevar una vida de iglesia. Debido a las torturas de la policía, era incapaz de doblar los dedos de ambas manos, y me dolían tanto las muñecas que me era imposible moverlas. Ni siquiera tenía fuerzas para coger un peine, e incluso ahora, sigo con las muñecas muy débiles.
Después de ser arrestada, perseguida y torturada por el Partido Comunista, comprobé claramente su naturaleza brutal, malvada y que desafía al Cielo. También entendí claramente que es Satanás, que se resiste a Dios y daña a la gente. Al mismo tiempo, fui consciente de que Dios es todopoderoso y sabio, y sentí Su protección y cuidado hacia mí. Fueron las palabras de Dios las que me llevaron, paso a paso, a obtener la victoria sobre Satanás, y a mantenerme firme. ¡Doy gracias a Dios!
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