Agonía eterna
Dios Todopoderoso dice: “Todas las almas corrompidas por Satanás están bajo el control del campo de acción de este. Solo aquellos que creen en Cristo han sido separados, salvados del campo de Satanás y traídos al reino de hoy. Estas personas ya no viven bajo la influencia de Satanás. Aun así, la naturaleza del hombre sigue enraizada en su carne. Esto quiere decir que, aunque vuestras almas hayan sido salvadas, vuestra naturaleza sigue siendo como antes, y la probabilidad de que me traicionéis sigue siendo del cien por ciento. Es por eso que Mi obra es tan duradera, porque vuestra naturaleza es irresoluble. Ahora, todos vosotros estáis sufriendo tanto como podéis al cumplir vuestros deberes, sin embargo, cada uno de vosotros es capaz de traicionarme y regresar al campo de acción de Satanás, a su campo, y regresar a vuestras antiguas vidas. Este hecho es innegable. En ese momento no será posible que mostréis una pizca de humanidad o semejanza humana, como hacéis ahora. En casos graves, seréis destruidos y, peor aun, seréis condenados eternamente, castigados severamente, para nunca más reencarnar. Este es el problema planteado ante vosotros” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Un problema muy serio: la traición (2)). Pensaba que, tras más de una década creyendo en Dios, podía dejarlo todo por seguirlo, sufrir por mi deber y no acobardarme ante la opresión del PCCh, por lo que suponía que era devoto de Dios y jamás podría traicionarlo. Nunca habría imaginado que, cuando la policía del PCCh me detuvo y torturó brutalmente, perdería la dignidad y me rendiría a Satanás. Mi naturaleza traidora a Dios quedó completamente al descubierto. El recuerdo de esa horrible derrota es tremendamente angustioso y lo lamentaré de por vida.
Fue allá por 2008, cuando la policía del PCCh inició nuevas acciones de opresión y detención a gran escala de cristianos a nivel nacional. Recuerdo que un día de agosto me informaron de la detención de muchos líderes, hermanos y hermanas de la iglesia en numerosos lugares. Rápidamente, contacté con algunos hermanos y hermanas para tratar de afrontar las consecuencias y trasladar los activos de la iglesia. Tardamos más de dos semanas en poner en orden todos los asuntos de la iglesia. En ese momento estaba muy satisfecho conmigo mismo y pensaba que, mientras el PCCh detenía frenéticamente a la gente, yo sabía afrontarlo con valentía y defender el trabajo de la iglesia, que era el mayor devoto de Dios, el más considerado con Su voluntad. Cuando me enteré de que algunos detenidos habían sido unos judas que habían traicionado a Dios y a los hermanos y hermanas, los desprecié a más no poder y decidí para mis adentros: “Si algún día también me detienen a mí, ¡antes morir que convertirme en un judas!” Creía poseer una enorme fe. Para mi sorpresa, justo después de Año Nuevo de 2009, el PCCh inició a nivel nacional otra operación de detenciones, denominada “Trueno III” y dirigida a la Iglesia de Dios Todopoderoso. Un día, en una reunión con algunos hermanos y hermanas, de pronto irrumpieron más de 30 policías. Nos llevaron a la comisaría de la Policía Municipal y nos separaron para interrogarnos. Querían saber dos cosas: nombre y dirección de los líderes y colaboradores, y cuánto dinero tenía la iglesia y en qué casa lo tenían escondido. Me amenazaron: “¡Si no hablas, acabaremos contigo!” Entonces no tenía demasiado miedo. Creía haber sufrido lo mío desde pequeño, así que, si me torturaban, lo soportaría. En todo caso, cumplía con mi deber y era leal a Dios, por lo que seguro que me protegería. Al ver que no hablaba, los policías sacaron unas grabaciones de vigilancia y fotos mías entrando y saliendo de las casas de mis anfitriones, enumeraron todos los lugares donde había estado en los últimos meses y me dijeron que confesara. Ante unas pruebas tan concluyentes, me preocupé. Pensaba que, aunque lo negara, seguirían sin creerme, así que oré a Dios para pedirle que no me convirtiera en un judas. En vista de que continuaba sin hablar, un agente me dijo, enfurecido: “¡Me parece que nos vas a obligar a ser duros contigo!”, mientras derribaba la silla metálica a la que estaba atado y me quedaba bocarriba. Luego agarraron una jeringa con una mezcla de aceite de mostaza y agua de rábano picante, y se pusieron a inyectármela por la nariz y a frotármela en los ojos. Picaba muchísimo. Sentía que apenas podía respirar. De tanto que me picaban los ojos, no los podía abrir y me ardía el estómago. Entonces me desnudaron de cintura para arriba, me ataron los brazos a la espalda y me los retorcieron enérgicamente. Cuando se cansaban, los apoyaban en un cajón. Yo simplemente soportaba el dolor sin decir nada. Al ver que su táctica no funcionaba, probaron otro método bestial. Me esposaron nuevamente a la silla metálica, encontraron un par de cables eléctricos, ataron un extremo a los dedos gordos de mis pies y conectaron el otro a una pistola paralizante; luego empezaron a salpicarme agua fría mientras me daban descargas una y otra vez. Tuve espasmos en todo el cuerpo por la electrocución y notaba convulsiones en el corazón. Realmente creía estar a punto de morir. Siguieron torturándome hasta las 2 de la mañana.
Al día siguiente, la policía me llevó a un punto de interrogatorios clandestinos. Nada más entrar vi manchas de sangre por todos lados. Era horroroso. Me dio bastante miedo y me preguntaba si me iban a matar a golpes ahí dentro. Justo entonces, un agente, sin mediar palabra, me tiró de los brazos, me abrazó a la silla metálica y nos empujó contra el suelo tanto a la silla como a mí. En las muñecas, donde tenía las esposas, ya había unos cortes profundos por los que salía sangre, y tenía las manos hinchadas como globos. El momento en que me tiraron al suelo fue sumamente doloroso y lo único que pude hacer fue orar reiteradamente a Dios. Luego los policías dijeron de corrido una sarta de mentiras que difamaban a la iglesia, unas mentiras que me asquearon y enfurecieron. Al comprobar que seguía sin hablar, uno de ellos, exasperado, agarró una pistola paralizante y me dio descargas por todo el cuerpo, la cara y hasta la boca. Había una luz azul parpadeante y no me atrevía a abrir los ojos; solamente oía los chasquidos de la pistola y olía mi carne quemada. Entonces un agente perdió los papeles. Agarró una bolsa de plástico, me la puso en la cabeza y no me la quitó hasta que estaba a punto de asfixiarme. Otro se puso a darme violentas patadas en la parte inferior del cuerpo, mientras otro más agarró una estaca de madera de unos 4 cm de grosor y empezó a golpearme entre constantes gritos airados: “Aquí tenemos más de 100 instrumentos de tortura que iremos usando contigo. ¡A quienes mueren aquí los echamos a una fosa sin ningún problema! Si no hablas, te condenarán a entre 8 y 10 años, y aunque te dejemos inválido por las palizas, cumplirás condena igualmente. ¡Cuando salgas no te valdrá la pena vivir el resto de tus días!” Al oír esto me quedé bastante preocupado, y pensé: “Si me dan tales palizas que me quedo discapacitado, ¿cómo seguiré con mi vida? Ese policía dijo que tienen todos los datos de mi ordenador, por lo que, si no hablo, cuando vayan a detener a otros dirán que los traicioné. Todo el mundo en la iglesia me odiará y no seré capaz de dar la cara”. Entonces le oí decir a un agente que había llegado el informático y habían accedido a todo el contenido de mi ordenador. De repente me abrumó el miedo. Pensé: “Pues ya está. Ahí dentro hay datos de los líderes y colaboradores, además de un listado de miembros de la iglesia y la contabilidad de esta”. Tuve una sensación de pánico y no sabía qué hacer a continuación. Aquella noche, los agentes instalaron un trípode en la sala, me ataron los brazos pegados a la espalda y me colgaron del trípode. Estaba colgado a unos 60 cm sobre el suelo y no hacían más que columpiarme de un lado a otro. Cada vez que lo hacían, los brazos me dolían a rabiar y me caían por el rostro unas gotas de sudor enormes. Entonces recordé lo que me había dicho aquel policía: que no tendrían problema en matarme a golpes y me condenarían incluso discapacitado. Empecé a sentir que no podría soportarlo, y pensé: “¿Y si muero aquí dentro? Solo tengo 30 años. Si me matan a golpes, ¡será una pena! Si me quedo discapacitado y no puedo trabajar, ¿cómo me las apañaré? Como, de todos modos, tienen todos los datos de mi ordenador, da igual que confiese o no. Si les cuento alguna cosilla, tal vez me perdonen la vida”. Sin embargo, después pensé: “No, no puedo hacer eso. ¿No me convertiría en un judas?” Esta batalla interna era incesante. Pese a haber orado a Dios y haberle dicho que prefería morir a ser un judas, el dolor empeoraba con el paso del tiempo y, sobre las 2 o las 3 de aquella madrugada, realmente no pude soportar más la tortura policial y me derrumbé del todo. Accedí a darles información de la iglesia. Entonces, por fin, me descolgaron. En ese momento me tumbé en el suelo sin poder moverme y sin sentir los brazos. Los agentes me mandaron confirmar los pisos y puertas de los domicilios de los dos anfitriones y yo asentí. En ese momento en que traicioné a mis hermanos y hermanas tenía la mente totalmente en blanco. Era presa del pánico e intuía que estaba a punto de ocurrir algo terrible. Me vinieron a la mente estas palabras de Dios: “Cualquiera que quebrante Mi corazón no volverá a recibir clemencia”. Tenía muy claro que había traicionado a Dios y ofendido Su carácter y que no volvería a perdonarme. Estaba muy dolido y me odiaba totalmente. Pensé: “¿Por qué los he traicionado?”. Me abrumaban la culpa y el pesar. Después, intentara lo que intentara la policía, me negué a decir una palabra más. Posteriormente, cada vez que pensaba en mi traición a Dios y a mis hermanos y hermanas, en que había sido un judas al hacer algo así de imperdonable, me sentía verdaderamente atormentado. Creía que mi senda de fe había llegado a su fin, como si me hubieran condenado a muerte y pudiera morir en la cárcel en cualquier momento.
Entonces sucedió algo inesperado. Poco después de las 5 de la mañana del cuarto día de detención, mientras los agentes que me vigilaban dormían profundamente, con mucho sigilo solté la cuerda a la que estaba atado y salté por la ventana. Con gran dificultad me dirigí a casa de un hermano y no tardé en escribirle una carta al líder de la iglesia, a fin de contarle cómo había traicionado a aquellos dos anfitriones y decirles que tenían que tomar precauciones inmediatamente. El líder lo organizó todo para que me alojaran en un lugar seguro. Me sentí fatal al ver a otro miembro de la iglesia dispuesto a asumir el riesgo de alojarme. Había traicionado a Dios y a mis hermanos y hermanas. Había sido un judas. Para nada merecía que me facilitaran alojamiento y no podía dar la cara ante otros hermanos y hermanas. Leí estas palabras de Dios: “Ya no seré misericordioso con los que no me mostraron la más mínima lealtad durante los tiempos de tribulación, ya que Mi misericordia llega solo hasta allí. Además, no me siento complacido hacia aquellos quienes alguna vez me han traicionado, y mucho menos deseo relacionarme con los que venden los intereses de los amigos. Este es Mi carácter, independientemente de quién sea la persona. Debo deciros esto: cualquiera que quebrante Mi corazón no volverá a recibir clemencia, y cualquiera que me haya sido fiel permanecerá por siempre en Mi corazón” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Prepara suficientes buenas obras para tu destino). Esto me estremeció hasta el tuétano. Cada palabra era un doloroso golpe. Esa persona desleal a Dios en las tribulaciones era yo. Esa persona que traicionó a Dios y los intereses de sus amigos era yo. Esa persona que le partió el corazón a Dios era yo. Había sido cobarde, había traicionado a Dios y a mis hermanos y hermanas y había ofendido gravemente el carácter de Dios. Nunca volvería a recibir la compasión de Dios, sino que estaba destinado a Su castigo. Cuanto más lo pensaba, más me afligía, y ya no pude reprimir más las lágrimas.
Días después conocí la detención y el registro domiciliario a una hermana mayor de una de las casas que yo había delatado. Se había arriesgado a alojarme y ocuparse de mí, pero la traicioné. Yo era muy consciente de la brutalidad del PCCh hacia los cristianos y había pasado personalmente por aquella tortura, pero, con tal de salvar mi vida, la entregué a ella a los demonios. ¡Qué vileza! Me abofeteé fuertemente la cara varias veces y me postré ante Dios en oración: “Oh, Dios mío, os he traicionado a Ti y a mis hermanos y hermanas. Ni siquiera soy humano y no merezco vivir. Deberías maldecirme y castigarme. Incluso mi muerte sería una demostración de Tu justicia”. No hallaba paz en absoluto y estaba constantemente atormentado. Solía despertarme con pesadillas por la noche y no hacía más que pensar: “¿Cómo pude traicionar a Dios y convertirme en un judas? Durante mis años de fe he renunciado a mi familia y mi profesión por Dios y nunca tiré la toalla por muy peligroso que fuera mi deber. ¿Cómo pude traicionar a Dios y convertirme en un judas de un día para otro? ¿Por qué lo hice?” Después de mi detención quise mantenerme firme en el testimonio, pero cuando me torturaron brutalmente y mi vida corrió peligro, me arredré por miedo, y cuando oí decir a los policías que podían matar impunemente a creyentes en Dios Todopoderoso y que me condenarían incluso discapacitado, me preocupé por cómo viviría con una discapacidad. ¡Solo tenía 30 años y habría sido toda una pena que me mataran! Cuando dijeron que ya habían pirateado la contraseña de mi ordenador y tenían todos los datos de la iglesia, me di por vencido para mis adentros y creí que daba igual confesar que no y que podría salvar la vida dándoles algo de información. Perdí la dignidad y me convertí en un judas. Entendí que había traicionado a Dios, sobre todo, por querer salvar el pellejo, por tener demasiado aprecio por mi vida. Me creía capaz de soportar el sufrimiento, que era devoto de Dios y que, entre todas las personas, yo nunca lo traicionaría. Sin embargo, en cuanto me detuvieron y torturaron, mostré mi verdadero rostro. Comprendí entonces que carecía por completo de la realidad de la verdad y que no tenía auténtica fe en Dios. Ante las pruebas y dificultades, con mi vida en peligro, me opondría y traicionaría a Dios en cualquier momento. Leí lo siguiente: “¿Quién en toda la humanidad no recibe cuidados a los ojos del Todopoderoso? ¿Quién no vive en medio de la predestinación del Todopoderoso? ¿Acaso la vida y la muerte del hombre ocurren por su propia elección? ¿Controla el hombre su propio destino? Muchas personas piden la muerte a gritos, pero esta está lejos de ellas; muchas personas quieren ser fuertes en la vida y temen a la muerte, pero sin saberlo, el día de su fin se acerca, sumergiéndolas en el abismo de la muerte” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 11). “Cuando las personas están preparadas para sacrificar su vida, todo se vuelve insignificante y nadie puede conseguir lo mejor de ellas. ¿Qué podría ser más importante que la vida? Así pues, Satanás se vuelve incapaz de hacer nada más en las personas, no hay nada que pueda hacer con el hombre. Aunque, en la definición de la ‘carne’, se dice que Satanás la ha corrompido, si las personas se entregan, y Satanás no las domina, nadie puede conseguir lo mejor de ellas […]” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Interpretaciones de los misterios de “las palabras de Dios al universo entero”, Capítulo 36). Con las palabras de Dios comprendí que todo, incluidas nuestra vida y nuestra muerte, está en Sus manos. Tanto si muero como si me dejan discapacitado a golpes, sea cual sea mi vida, todo está predestinado por Dios. Todo proviene de Dios y, viva o muera, debo someterme a Sus disposiciones. Aunque Satanás me persiguiera hasta la muerte, si pudiera mantenerme firme en el testimonio de Dios, mi muerte valdría la pena y tendría sentido. Recordé lo que dijo el Señor Jesús: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa de mí, ese la salvará” (Lucas 9:24). Me acordé de los apóstoles y discípulos del Señor Jesús y de que muchos de ellos fueron martirizados por difundir el evangelio de Dios y hacer Su voluntad. Dios conmemoró sus muertes. Aunque murieran físicamente, sus almas no lo hicieron. Pero que yo traicionara a Dios y a otras personas y fuera un judas es una vergüenza eterna. Era como un muerto viviente, un cadáver andante sin alma. Recordé que, al creer que la policía ya tenía los datos de la iglesia, pensé que mi confesión no cambiaría las cosas, pero me equivocaba totalmente. Mientras me torturaba el gran dragón rojo, Dios se fijaba en mi actitud y en si daba testimonio ante Satanás. Tuvieran o no esos datos en realidad, yo no debería haber hablado de todos modos. Mi confesión a la policía fue mi sometimiento a Satanás, un estigma de vergüenza. Detestaba no haber buscado la verdad y no haber tenido auténtica fe en Dios. Detestaba mi avidez por vivir, mi falta de dignidad e integridad. Detestaba incluso más a ese demonio, el gran dragón rojo. Él detesta a Dios y la verdad al máximo, por lo que detiene y persigue frenéticamente a Sus elegidos. Presiona a la gente para que niegue y traicione a Dios y malogra su oportunidad de salvarse. Decidí romper todo vínculo con el gran dragón rojo y prometí dedicar mi vida a seguir a Dios.
Una vez leí unos artículos de testimonios de vencedores y comprobé que, cuando los torturó el gran dragón rojo, todos habían recurrido a las palabras de Dios para vencer a Satanás y mantenerse firmes en el testimonio. Sentí una vergüenza aún mayor. Si eran unos creyentes perseguidos como yo, ¿cómo habían podido soportar el dolor y mantenerse firmes en el testimonio? ¿Por qué fui tan egoísta y despreciable y tuve tanta avidez por vivir como para convertirme en un judas traidor? La idea de que mi traición se hubiera convertido en motivo de hilaridad para Satanás me destrozaba el corazón. Era un dolor enorme y no podía perdonarme. Estaba muy negativo. Justo entonces leí estas palabras de Dios: “La mayoría de las personas han cometido trasgresiones. Por ejemplo, algunas se han opuesto a Dios, otras se han rebelado contra Él, otras se han quejado de Él y otras han hecho cosas perjudiciales contra la iglesia o que causaron daño a la casa de Dios. ¿Cómo deberían ser tratadas estas personas? Su final será determinado según su naturaleza y su conducta constante. […] Él trata con cada persona según el ambiente y el contexto del momento, la situación real, las acciones de la persona y su comportamiento y sus expresiones. Dios no agraviará nunca a nadie. Esta es la justicia de Dios” (‘¿En qué se basa Dios para tratar a la gente?’ en “Registros de las pláticas de Cristo”). Luego leí este fragmento de un sermón: “Algunas personas, por debilidad, son un tanto traidoras cuando las detienen. No prestan servicio a Satanás, no obstante, y dentro de sí continúan creyendo en Dios y orándole. Son un tanto traidoras porque su estatura es demasiado inmadura, y su carne, demasiado débil. Sin embargo, no son totalmente traidoras ni prestan servicio a Satanás, lo que es tanto como decir que se han mantenido firmes en el testimonio. Aquellos que, una vez detenidos, sí traicionan del todo a la iglesia y a sus hermanos y hermanas, que cooperan con el gran dragón rojo para la vigilancia y detención de aquellos e incluso firman declaraciones en las que prometen no volver a creer en Dios, serán totalmente descartados y están destinados a la maldición de Dios. […] Con anterioridad hubo hermanos y hermanas un tanto traidores por debilidad mientras estaban encarcelados. Después tuvieron remordimientos de conciencia y se arrepintieron, lloraron y se aborrecieron. Hicieron un voto ante Dios para que los castigara y le imploraron que les permitiera afrontar circunstancias adversas una vez más para tener ocasión de dar un hermoso testimonio con el que satisfacerlo a Él. De este modo, oraron con frecuencia a Dios hasta que al final fueron capaces de buscar la verdad y cumplir con el deber como de costumbre, e incluso llegaron a tener la obra del Espíritu Santo. Esas personas se han arrepentido de verdad y son honestas. Dios se apiadará de ellas”. Extracto de “Sermones y enseñanzas sobre la entrada a la vida” Estas palabras me conmovieron mucho y no podía dejar de llorar. La decisión de Dios acerca de una persona se basa en el contexto y la medida de sus transgresiones y en si se arrepiente de verdad. No decide su desenlace en función de una sola transgresión. Entendí cuán justo es el carácter de Dios y que Su justicia alberga juicio y misericordia hacia las personas. Había cometido una transgresión tan grave como es traicionar a Dios y a mis hermanos y hermanas, pero Dios no me descartó. Me concedió la oportunidad de arrepentirme. Me dio esclarecimiento y guía y me permitió entender Su voluntad. Comprendí realmente que Dios nos trae la máxima salvación a todos y cada uno de nosotros y que es sumamente benévolo. Mi remordimiento y culpa aumentaron y me sentí muy en deuda con Dios. Dentro de mí decidí lo siguiente: “Si el PCCh vuelve a detenerme, estoy dispuesto a sacrificar mi vida. Aunque la policía me torture hasta la muerte, ¡me mantendré firme en el testimonio y avergonzaré a Satanás!”
Meses después, la iglesia me ordenó otro deber. Estaba sumamente emocionado. Mi traición a Dios le resultó desgarradora, pero, con Su inmensa tolerancia y misericordia, me dio la oportunidad de arrepentirme. Sabía que tenía que valorar esa oportunidad y puse todo mi empeño en mi deber para retribuirle Su amor.
En un abrir y cerrar de ojos llegó diciembre de 2012, y el PCCh inició otra operación a gran escala de detención y represión contra la Iglesia de Dios Todopoderoso. Echaron mano de escuchas telefónicas y seguimientos a personas para detener a muchos hermanos y hermanas. El 18 de diciembre, dos hermanas que cumplían con el deber conmigo fueron detenidas tras haberles pinchado los teléfonos y poco después fueron detenidos dos líderes. Cuando me enteré empecé a ponerme muy nervioso. Fui consciente de que era muy probable que el PCCh ya me estuviera vigilando y podía detenerme en cualquier momento. No sabía si sobreviviría a una nueva detención. Al pensarlo me entró mucho miedo, pero también sabía que todo sucede con el permiso de Dios. Oré a Dios para decirle que no quería volver a pensar en mi propio peligro físico, sino que simplemente quería afrontar la crisis y cumplir con el deber lo mejor posible. Aunque me detuvieran, me mantendría firme en el testimonio para avergonzar a Satanás incluso a costa de mi propia vida. Me sentí más tranquilo y en paz tras esa oración y luego me puse a organizar el trabajo de la iglesia. Gracias a Dios, al cabo de poco más de un mes, el trabajo de la iglesia había vuelto a la normalidad. Con esta experiencia comprobé que cuando la gente no vive por sus intereses, sino que sabe cumplir con el deber, realmente siente paz y calma interiores y puede tener la conciencia tranquila.
Cada vez que me acuerdo de cuando fui un vergonzoso judas traidor a Dios, me siento verdaderamente fatal. Sin embargo, caer y quedar al descubierto de esa forma fue lo que me aportó comprensión del carácter justo de Dios y cierto temor de Él. Vi lo sabio que es Dios. Entendí que Dios utilizó las detenciones y la persecución del gran dragón rojo para desenmascarar mis defectos; fue entonces cuando me conocí y detesté a mí mismo y comencé a buscar en serio la verdad. ¡También comprobé lo práctica que es realmente la obra de Dios para salvar a la humanidad! ¡Gracias a Dios!
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