Abrir los ojos después de una expulsión

10 Nov 2024

Por Chongxin, China

Dios Todopoderoso dice: “Cuando sufrís una pequeña restricción o dificultad es bueno para vosotros; si se os pusiera todo fácil, estaríais arruinados y entonces, ¿cómo podríais estar protegidos? Hoy, se os da protección, porque sois castigados, juzgados y maldecidos. Se os protege, porque habéis sufrido mucho. De no ser así, el hombre habría caído hace mucho en la depravación. Esto no es dificultaros las cosas intencionadamente; la naturaleza del hombre es difícil de cambiar y tiene que ser así para que su carácter sea cambiado. Hoy, ni siquiera poseéis la conciencia o la razón que tenía Pablo ni tenéis su conciencia de sí mismo. Siempre tenéis que ser presionados, y siempre tenéis que ser castigados y juzgados con el fin de despertar vuestro espíritu. El castigo y el juicio son lo mejor para vuestra vida. Y cuando sea necesario, también debe producirse el castigo de la llegada de los hechos a vosotros; solo entonces os someteréis del todo. Vuestra naturaleza es tal que sin castigo y maldición no estaríais dispuestos a bajar la cabeza ni a someteros. Sin los hechos ante vuestros ojos, no habría efecto. ¡Sois demasiado inferiores e inútiles en personalidad! Sin castigo y juicio, sería difícil que se os conquistara y sería duro vencer vuestra injusticia y desobediencia. Vuestra vieja naturaleza está muy profundamente arraigada. Si se os colocara sobre el trono, no conoceríais vuestro lugar en el universo, y menos aún adónde os dirigíais. Ni siquiera sabéis de dónde vinisteis, ¿cómo podríais conocer al Señor de la creación? Sin el oportuno castigo y las maldiciones de hoy, vuestro día final habría llegado hace mucho. Eso por no decir nada de vuestro destino; ¿no correría un mayor peligro inminente?(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Práctica (6)). Al leer este pasaje de las palabras de Dios reflexioné sobre cómo, durante mucho tiempo, me había faltado autoconciencia, vivía con un carácter arrogante, a la vez que hacía el mal y perturbaba el trabajo de la iglesia, lo cual resultó en mi expulsión. Durante ese tiempo, aunque estaba llena de dolor y sufrimiento, entendía profundamente que el castigo y el juicio de Dios hacia las personas fueran sin duda una expresión de amor, y una gran protección.

En 2007, llevaba apenas un año creyendo en Dios cuando me eligieron como líder de la iglesia. En ese momento estaba entusiasmada asistía a reuniones, regaba a los nuevos fieles y difundía el evangelio a diario activamente. Tras un tiempo haciendo esto, la obra evangélica, el trabajo de riego y el cultivo de personas, todo daba algunos resultados. Más tarde, siempre que en una iglesia la vida no era buena o los resultados de trabajo eran malos, el líder superior me pedía que fuera a proporcionar apoyo. Tras pasar ahí un tiempo, cada parte del trabajo en esa iglesia solía volver a su funcionamiento normal y, en consecuencia, los hermanos y las hermanas me admiraban mucho. Solía sentirme muy orgullosa y caminaba con la frente en alto. Pensé: “Soy mejor que otros líderes de la iglesia en resolver problemas y soy más competente. Todas las iglesias a las que apoyé durante un tiempo mostraron resultados y parece que soy, sin duda, una dirigente con talento en la iglesia”. Así serví como líder de la iglesia durante siete años consecutivos. Sentía en mi corazón que estaba hecha para el liderazgo, así que me volví cada vez más arrogante.

En el invierno de 2015 a la hermana Siyu y yo nos emparejaron para ser responsables del trabajo de la iglesia. Ella creía en Dios hacía más tiempo que yo y cumplía con sus deberes de forma meticulosa y con una carga. Pero, tras interactuar con ella durante un tiempo, descubrí que su capacidad de discernimiento y su enseñanza de la verdad no eran tan buenas como las mías y que su eficiencia en realizar sus deberes tampoco era tan alta como la mía. En el fondo de mi corazón la menospreciaba, y pensaba que aunque ella hubiese realizado varios deberes antes, yo seguía siendo mejor que ella. Una vez oí a un hermano decir que, cuando no lograba resultados al difundir el evangelio y vivía en dificultades, Siyu no supo ver el problema en ese momento y su enseñanza y su resolución no fueron eficaces. Al descubrir esta situación, albergué en mi corazón un fuerte desdén por Siyu y la reprendí en voz alta delante de nuestros compañeros diciendo: “Con tu estilo de enseñanza, ¿cómo vas a resolver problemas? ¿Cómo van a encontrar el camino los hermanos y las hermanas?”. Siyu inclinó la cabeza y dijo suavemente: “Fue debido a mi pobre enseñanza”. En ese momento, no solo no me daba cuenta de mis propios problemas, sino que era implacable y seguí criticándola. Pensaba en mi corazón: “¡No hay nada que muestre tu valía! Si no fuera porque manejas algunos asuntos generales, ¡podríamos arreglárnoslas sin ti!”.

En febrero de 2016, durante un encuentro de compañeros con el predicador, cuando él hizo una pregunta, Siyu contestó primero, y me sentí triste por dentro. Pensé: “¿Estás intentando robarme el protagonismo? Estoy aquí y ni siquiera he hablado todavía; ¿por qué te toca hablar a ti?”. Entonces la interrumpí para hablar primero. En ese momento, Siyu dijo: “Siento que me limitas”. Me puse furiosa al instante, pensando: “Me estás acusando delante del predicador y de varios diáconos, haciéndome quedar mal. ¿Cómo voy a mantenerme firme en esta iglesia en el futuro? ¿Cómo va a verme todo el mundo?”. Respondí, enfadada: “¿Cómo te limito?”. Siyu no se atrevió a volver a hablar. Desde entonces, desarrollé cierta hostilidad hacia ella. Durante una reunión, cuando la enseñanza de Siyu se alargó un poco, me enfadé de inmediato, la interrumpí y dije molesta: “Sé más breve. No entres en tanto detalle. Estás perdiendo el tiempo”. Incluso durante los encuentros con compañeros, la criticaba adrede delante de varios de ellos, avergonzándola, para mostrar que yo era mejor que ella. Cuando notaba desviaciones en la realización de sus deberes, también la criticaba. Todo esto hacía que se sintiera todavía más limitada. Después de aquello, la enseñanza de Siyu en las reuniones disminuyó y siempre observaba mis reacciones cuando hablaba. Cuando surgían cosas durante mi ausencia, no se atrevía a tomar decisiones. Algunos diáconos también me consultaban directamente para resolver sus asuntos, y todo en la iglesia debía pasar por mí y yo tenía que tomar las decisiones. En ese tiempo, me sentía algo incómoda, pero también sentía que lo que yo hacía era para sostener el trabajo de la iglesia, con una carga y un sentido de responsabilidad. Además, desde que vine a esta iglesia, sin duda, la vida de la iglesia había mejorado y varios trabajos habían progresado. Creía que lo que hacía era positivo, así que no pensaba demasiado en ello. Luego seguí igual, y siempre que veía que mis compañeros o hermanos y hermanas cometían deslices en sus deberes, me ponía en una posición superior y los reprendía. Los hermanos y las hermanas temían que los podara y ya no querían reunirse. La hermana con la que yo trabajaba durante mucho tiempo se sintió reprimida porque la limitaba, lloraba y quería renunciar. Con estos resultados, sentía cierto reproche y me di cuenta de que no estaba bien reprender y criticar constantemente a los demás. Pero después pensaba: “Lo hago por su bien; no tengo malas intenciones”. Y después de pensar así, desaparecía cualquier sentido de culpa que pudiera quedarme.

En septiembre de 2016, otra iglesia se fusionó con la nuestra, y dos hermanas de esa iglesia, Chang Qing y Zheng Lu, se convirtieron en líderes de grupo. En ese momento, necesitábamos cultivar a un líder de grupo para el riego. Tomamos en consideración a la hermana Zhao Rui; aunque su enseñanza sobre la verdad era pobre, era fiable y tenía una carga, era capaz de hacer un trabajo real, así que quisimos cultivarla. Cuando Zheng Lu se enteró, puso algunas objeciones. Creía que otra hermana, aunque más joven y relativamente nueva en la fe, tenía más potencial de desarrollo y era más adecuada que Zhao Rui. Siyu me informó cuando volvió, y de inmediato sentí una ola de rabia en mi corazón, y pensé: “Yo soy la responsable de esta iglesia, y tengo la última palabra. Pero andas metiendo la nariz por aquí. Eres de otra iglesia, pero estás trastornando y perturbando abiertamente mi ámbito de responsabilidad. No te dejaré cumplir con tu deber y te aislaré para que no puedas trastornar ni perturbar más. Este es mi territorio; si no me escuchas, puedes irte. No vas a quedarte en nuestra iglesia”. Dije enfadada a varios diáconos: “Zheng Lu está perturbando el trabajo; ¡detengan sus tareas y aíslenla para evitar que trastorne y perturbe por aquí!”. En ese momento, una hermana me advirtió, diciendo: “Lo que estás haciendo no es adecuado. Si ella está haciendo algo mal, deberíamos hablar con ella y ofrecerle orientación. Manejarlo de esta manera parece una expulsión”. Pensé: “Ella ni siquiera es parte de nuestra iglesia. ¿Cómo no voy a saber a quién deberíamos cultivar y a quién no? Además, aunque Zhao Rui tiene defectos, es fiable y puede hacer trabajo real. Ya no puedo soportar a Zheng Lu y no quiero hablar con ella”. Más tarde aislé a Zheng Lu sin pasar por los hermanos y las hermanas de la iglesia.

Justo cuando mi carácter arrogante se inflaba más y más, algunos hermanos y hermanas me denunciaron. En consecuencia, el líder superior decidió que alguien investigara la situación, y me leyeron los informes de los hermanos y hermanas. Basándose en mi constante comportamiento arrogante y sentencioso, reprendiendo y limitando a los demás, se determinó que era una falsa líder con mala humanidad y me destituyeron. Al escuchar todo aquello, no podía aceptarlo en absoluto. Pensé: “¿Cómo pueden echarme? He creído en Dios durante más de diez años, he pasado mis días trabajando y entregándome. Siempre he estado en la primera línea de todo en la iglesia. ¿Cómo pueden echarme?”. Me sentí muy agraviada, y las lágrimas corrían sin control mientras volvía a casa. En ese momento no se había asignado a nadie para encargarse del trabajo, así que colaboré en algunas tareas temporalmente. No veía esto como una oportunidad que Dios me daba para arrepentirme. En lugar de ello, pensaba que aunque me habían despedido, todavía podía seguir trabajando. Parecía que la iglesia no podía prescindir de mí. En poco tiempo volvería a liderar la iglesia. En una pequeña reunión de grupo, una hermana me dijo: “Se te ve más delgada últimamente”. Yo dije: “He estado reflexionando sobre mí misma y escribiendo notas devocionales en casa. Me odio a mí misma y lloro mientras escribo”. La hermana dijo: “De veras persigues la verdad. Incluso después de que te hayan destituido, todavía escribes notas devocionales”. Otra pareja dijo: “Hermana, puedes aguantar mucho y entregarte. No podemos aceptar que te hayan destituido. Incluso el líder nos reunió y habló con nosotros especialmente”. Dije, hipócritamente: “Era una falsa líder y merecía que me destituyeran. No deberían estar de mi lado; deberían estar del lado de la verdad”. Pero en mi interior estaba muy contenta, pensando: “Parece que los hermanos y las hermanas han hecho averiguaciones sobre mí y saben que fui agraviada. Saben que he hecho mucho trabajo en la iglesia. El liderazgo superior podía destituir a la hermana que era mi compañera, pero no deberían haberme destituido a mí”. También pensaba en que la mayoría de los informes que me leyeron aquel día eran de mis compañeros. Esto me hizo aún más reacia a aceptar. Los podé por su bien, pero dijeron que los reprendía y me dejaron en evidencia, lo que llevó a mi destitución. Está claro que hice cosas positivas, pero no lo vieron. ¡Trabajé realmente duro sin ningún reconocimiento! Ya no seguiría señalando sus asuntos en el futuro, y ya veríamos cómo se manejaban sin mí. Durante esa época, en apariencia seguía con mis deberes, pero por dentro me resistía y luchaba. Sentía odio hacia los compañeros que me pusieron en evidencia. Cuando me hablaban, yo los ignoraba, y apenas hablaba durante las reuniones. Se sentían limitados por mí y observaban constantemente mis expresiones, y las reuniones no eran eficaces. En esta situación, no solo no sentía ni rastro de remordimiento, sino que de hecho sentía que el dolor que sufría venía causado por sus informes y sus denuncias. Simplemente, no sabían hacerlo mejor. Incluso desahogaba mi descontento delante de los hermanos y las hermanas, diciendo: “Me han despedido y todavía me piden que asista a los encuentros de compañeros. Ya no soy una líder, ¿por qué debería ir?”. Incluso pensaba: “Me han despedido, pero aún así me han pedido que haga esto y aquello. Todo depende de mí todavía”. Un mes más tarde, el líder descubrió que no había reflexionado sobre mí misma después de que me despidieran y que estaba expresando mi descontento a los hermanos y las hermanas, así que hablaron conmigo y me pusieron en evidencia. No obstante, no lo acepté y estaba resentida con la hermana que informó de la situación. Pensaba: “Confié en ti y me traicionaste informando de mis asuntos. Cuando vuelva a verte, sin duda te criticaré”. Acusé enfadada a la hermana durante una reunión, diciendo: “Nunca volveré a hacerte ninguna confidencia. Informaste de mi porque hablé algo de mi corrupción”. La hermana estaba ahí sentada, sintiéndose desamparada. Luego dije, con sensación de injusticia: “Nunca volveré a liderar. Me despidieron y no me dejarán volver a casa, haciéndome pasar vergüenza aquí. Es como si te apuñalaran con un cuchillo romo”. Los compañeros me miraron sorprendidos al oír esto, y de nuevo llevé el desorden a la reunión. Más tarde, la hermana que era mi compañera me advirtió de que eso era desahogar la negatividad. Pero no me daba cuenta en absoluto.

En esa época había sido reticente y reacia a aceptar el despido y propagaba el descontento, desahogaba la negatividad y trastornaba y perturbaba la vida de la iglesia. Dos meses más tarde, los hermanos y hermanas sacaron a la luz más de una veintena de ocasiones en las que yo había trastornado y perturbado el trabajo de la iglesia. Al escuchar una por una las acusaciones escritas de los hermanos y hermanas, me sentí extremadamente incómoda y deseé poder desaparecer. El líder dijo: “A través de los informes de los hermanos y hermanas vemos que, de forma recurrente, has limitado, reprendido e incluso castigado a los demás en la iglesia. Has actuado sin control, y los hermanos y hermanas se han sentido limitados por ti. Has actuado de forma ilícita. Después de ser destituida, seguiste resistiendo insatisfecha, perturbando la vida de la iglesia, extendiendo nociones para desorientar a los demás y haciendo que los hermanos y hermanas dieran la cara por ti. De acuerdo con tus acciones, eres expulsada de la iglesia como un anticristo”. En ese momento me quedé completamente aturdida. Era algo que nunca hubiera imaginado. Había creído en Dios durante muchos años, y así había acabado. Me dolía el corazón terriblemente y sentía como si el cielo fuera a caerse. No sabía qué hacer, aparte de llorar. Sin Dios, ¿qué senda tenía por delante? Ni siquiera me atrevía a pensar en ello. Parecía que mi vida con Dios había llegado a su fin. En los siguientes días, cuando oraba a Dios, sentía que Él estaba lejos, muy lejos. Ya no sentía Su presencia. Hojeaba las palabras de Dios sin objetivo, sentía la oscuridad y el vacío dentro de mí, y comer y beber Sus palabras no me traía luz. Quería encontrar una senda en las palabras de Dios, pero sentía que todo había cambiado. Ya no era miembro de la familia de Dios y Él ya no me querría. Así que pasaba cada día en un estado constante de miedo. Después caí enferma. En esa época solo tomaba un cuenco de sopa ligera al día, a menudo lloraba de dolor y vivía aturdida, como un muerto en vida. Sentía que no podía seguir viviendo, así que oré a Dios con urgencia. Una mañana, un pasaje de las palabras de Dios vino a mi mente: “Dios entiende a cada uno igual que una madre entiende a su hijo. Entiende las dificultades de cada persona, sus debilidades y sus necesidades. Incluso más, Dios entiende las dificultades, las debilidades y los fracasos a los que la gente se enfrentará en el proceso de entrar en la transformación del carácter. Estas son las cosas que Dios entiende mejor(La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La senda de práctica para la transformación del carácter). Me di cuenta claramente de que esto era un esclarecimiento de Dios. Sentí que Dios no me había abandonado del todo; todavía estaba a mi lado, cuidando de mí. Lloré y oré a Dios: “¡Dios! Así que no te has rendido conmigo. Sigues a mi lado, acompañándome y guiándome…”. Sentí que las palabras de Dios eran especialmente reconfortantes y que me apartaban del umbral de la muerte y me daban el coraje para seguir. Mi corazón ya no estaba tan desesperado. Después de aquello, empecé a orar a Dios para cambiar mi estado.

Un día oí un himno vivencial titulado “Las palabras de Dios me levantan de nuevo”: “Las palabras de Dios me juzgaron como si una espada filosa me atravesara el corazón y vi lo corrompido que estaba. No parecía humano. Era tan arrogante que carecía de toda razón, todo temor y toda sumisión hacia Dios. Mi carácter no se había transformado, seguía perteneciendo a Satanás, era realmente de los que se oponen a Dios. Desperté después de reiterados juicios; fue entonces cuando mi corazón sintió arrepentimiento y autodesprecio. En medio del dolor, las palabras de Dios me consolaron y animaron, con lo que pude levantarme una vez más tras haber caído. Deseo ser leal y sumiso para corresponder el amor de Dios, practicar la verdad y cumplir bien con el deber del hombre. Doy gracias a Dios por juzgar y purificar mi corrupción. He experimentado la grandeza de Su amor. ¡Oh, Dios mío! Deseo perseguir correctamente la verdad, vivir a semejanza de una nueva persona y reconfortar Tu corazón” (Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos). Seguí escuchando este himno y repitiéndolo, y mis lágrimas caían sin parar. Cada verso de la letra tocaba mi corazón y expresaba exactamente lo que tenía en mi mente. Mi conciencia se sentía profundamente culpable. Reflexionando sobre las acusaciones y la destitución que había afrontado, todo eran entornos planteados por Dios. Su propósito era despertarme, devolverme a Dios en arrepentimiento. Esto era el amor y la salvación de Dios. Pero seguí rechazándolo todo. Ni una sola vez lo acepté de parte de Dios, ni aprendí las lecciones que Dios intentaba enseñarme. Perdí las oportunidades que Dios me daba una y otra vez. Ya no quedaban más oportunidades. Estaba llena de remordimiento y sensación de deuda, y mis lágrimas fluían incontrolables. Más adelante, me di cuenta de que solo era un ser creado y que mi aliento era dado por Dios. Incluso si Dios ya no me quería, mientras estuviera viva todavía podría devolver el amor de Dios. No podía dejar de creer en Dios solo porque hubiera sido expulsada. Hasta mi último aliento, debía continuar siguiendo a Dios y reflexionar y conocerme a mí misma. Cuando admití estas cosas, empecé a considerar por qué, tras tantos años creyendo en Dios, habían acabado por expulsarme.

Más adelante leí un pasaje de las palabras de Dios: “Si has creído en Él muchos años, pero nunca te has sometido a Él y no aceptas todas Sus palabras, y, en cambio, le pides que se someta a ti y actúe según tus propias nociones, entonces eres el más rebelde de todos; eres un incrédulo. ¿Cómo podría una persona así someterse a la obra y las palabras de Dios, que no se ajustan a las nociones del hombre? Los más rebeldes de todos son los que intencionalmente desafían a Dios y se le resisten. Ellos son Sus enemigos y los anticristos. Su actitud siempre es de hostilidad hacia la nueva obra de Dios; nunca tienen la mínima tendencia a someterse y jamás se han sometido o humillado de buen grado. Se exaltan a sí mismos ante los demás y nunca se someten a nadie. Delante de Dios, consideran que son los mejores para predicar la palabra y los más hábiles para obrar en los demás. Nunca desechan los ‘tesoros’ que poseen, sino que los tratan como herencias familiares a las que adorar y las usan para predicar a los demás y sermonear a los necios que los idolatran. De hecho, hay una cierta cantidad de personas de este tipo en la iglesia. Se podría decir que son ‘héroes indómitos’, que, generación tras generación, residen temporalmente en la casa de Dios. Consideran que predicar la palabra (doctrina) es su tarea suprema. Año tras año y generación tras generación, se dedican vehementemente a hacer que su deber ‘sagrado e inquebrantable’ se cumpla. Nadie se atreve a tocarlos; ni una sola persona se atreve a reprenderlos abiertamente. Se convierten en ‘reyes’ en la casa de Dios y causan estragos mientras oprimen a los demás, era tras era. Este grupo de demonios busca unirse y derribar Mi obra; ¿cómo puedo permitir que estos demonios vivientes existan delante de Mis ojos?(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que se someten a Dios con un corazón sincero, con seguridad serán ganados por Él). El juicio en las palabras de Dios despertó mi corazón adormecido, en especial las palabras “incrédulo”, “anticristo” y “demonio”, que penetraron en mi corazón y me hicieron sentir especialmente angustiada. Seguí reflexionando y preguntándome: “Tras años creyendo en Dios, sacrificando mi familia y mi carrera, soportando el sufrimiento y haciendo mis deberes con diligencia, ¿cómo he llegado a ser etiquetada como una incrédula, un anticristo, incluso un demonio?”. Mirando hacia atrás, pensaba que había estado liderando muchos años, realizando más trabajo que varios compañeros, resolviendo más problemas y siendo muy valorada por el liderazgo superior. Me tomaba todo eso como mis credenciales, y creía que tenía más categoría que los demás, que tenía buena capacidad de trabajo y talento. Esto me llevó a volverme arrogante. En especial cuando me enviaban a apoyar iglesias más débiles y veía rápidamente mejoras a través de la cooperación práctica, me atribuía este éxito a mí misma y me sentía capaz de sobresalir en todo y me consideraba superior a los demás. Me volví desdeñosa con todo el mundo. Cuando el predicador venía a preguntar acerca del trabajo, me veía a mí misma como una figura importante en la iglesia, la que más autoridad tenía para hablar. Cuando veía que la hermana que era mi compañera hablaba primero, pensaba que estaba robándome el protagonismo. Cuando ejercía mi deber ignoraba los puntos fuertes de mis compañeros y a menudo les daba lecciones y los criticaba con arrogancia, basándome en mi antigüedad. Frente a la hermana que era mi compañera, actuaba como una jefa, la reprendía cada vez que hacía algo que me disgustaba, lo que la hacía sentirse limitada y actuar tímidamente en sus deberes, siempre observando mi estado emocional. Tomaba todas las decisiones de la iglesia sola, dejando de lado completamente a mis compañeros. Cuando la líder del grupo expresó dudas sobre mis decisiones, no fui capaz de soportarlo al sentir que no respetaba mi liderazgo, y la aislé sin consultar a nadie más, terminé con sus deberes, para imponer mi propio prestigio. Rememorando todas estas acciones, ¿estaba realmente cumpliendo con mi deber? Era autoritaria y arbitraria en la iglesia, hacía que todos los hermanos y hermanas me escucharan y actuaran de acuerdo con mi voluntad. ¿No estaba sencillamente monopolizando el poder y tomando todas las decisiones de la iglesia? Debido a mi insensibilidad y a mi intransigencia cometí muchas maldades sin ni siquiera darme cuenta. Cuando Dios usó a los hermanos y hermanas para informar sobre mí y fui despedida de mi puesto, no tuve en cuenta que esto era el amor y la justicia de Dios que llegaban a mí. Fracasé al reflexionar y conocerme a mí misma. Más bien, seguí desafiante e insatisfecha, usando mis sacrificios pasados y gastándolos como si fueran capital, creyendo que era una responsable con mérito que no debería haber sido despedida. Pensé incluso que lo que mis compañeros habían expuesto sobre mí era porque no les caía bien. Durante las reuniones de compañeros, me comportaba como una arpía, generaba desorden y me mostraba ofendida, perturbando seriamente la vida de la iglesia. Encima, daba una imagen falsa de mi conocimiento de mí misma y desorientaba a los hermanos y hermanas para apoyarme y defenderme. Monopolizaba el poder en la iglesia al hacer que la gente me escuchara e incluso atacaba y excluía a quienes se oponían a mí. Rehusé someterme a mi despido, clamando contra él y oponiéndome, propagando nociones para desorientar a los hermanos y hermanas. Al observar mis acciones, eran tal y como las revelaban las palabras de Dios: “Ni una sola persona se atreve a reprenderlos abiertamente. Se convierten en ‘reyes’ en la casa de Dios(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que se someten a Dios con un corazón sincero, con seguridad serán ganados por Él). Nadie se atrevía a provocarme ni ofenderme; nadie se atrevía a dejarme en evidencia ni acusarme. Mi naturaleza arrogante había alcanzado el nivel de la histeria. Revelaba no solo un carácter corrupto normal, sino una erupción de naturaleza satánica. Por ello, no era exagerado definirme como un anticristo. La manera en que la casa de Dios me trataba era la justicia de Dios, y la aceptaba por propia voluntad. Me resistía tanto contra Dios. Ni la muerte podría compensar mis acciones malvadas, ¡y merecía ser maldecida! Oré a Dios repetidamente: “¡Oh, Dios! He hecho demasiado mal. Si no fuera por mi expulsión y Tu carácter justo que se me ha revelado, no sé cuánto más mal habría hecho. Dios, estoy dispuesta a confesar y arrepentirme ante Ti. Incluso si me dejas morir, estoy dispuesta a someterme por completo”.

Más adelante leí esto en las palabras de Dios: “Si, en el fondo, realmente comprendes la verdad, sabrás cómo practicarla y someterte a Dios y, naturalmente, te embarcarás en la senda de búsqueda de la verdad. Si la senda por la que vas es la correcta y conforme a las intenciones de Dios, la obra del Espíritu Santo no te abandonará, en cuyo caso serán cada vez menores las posibilidades de que traiciones a Dios. Sin la verdad es fácil hacer el mal, y no podrás evitar hacerlo. Por ejemplo, si tienes un carácter arrogante y engreído, que se te diga que no te opongas a Dios no sirve de nada, no puedes evitarlo, escapa a tu control. No lo haces intencionalmente, sino que esto lo dirige tu naturaleza arrogante y engreída. Tu arrogancia y engreimiento te harían despreciar a Dios y verlo como algo insignificante; harían que te ensalzaras a ti mismo, que te exhibieras constantemente; te harían despreciar a los demás, no dejarían a nadie en tu corazón más que a ti mismo; te quitarían el lugar que ocupa Dios en tu corazón, y finalmente harían que te sentaras en el lugar de Dios y exigieras que la gente se sometiera a ti y harían que veneraras tus propios pensamientos, ideas y nociones como la verdad. ¡Cuántas cosas malas hacen las personas bajo el dominio de esta naturaleza arrogante y engreída! Para resolver el problema de hacer el mal, primero deben resolver su naturaleza. Sin un cambio de carácter, no sería posible obtener una resolución fundamental a este problema(La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo persiguiendo la verdad puede uno lograr un cambio en el carácter). A partir de las palabras de Dios comprendí que mi capacidad para monopolizar la iglesia, hacerme cargo, reprender y limitar a mis compañeros, y excluir a quienes eran diferentes de mí, venía de la naturaleza arrogante y vanidosa que me dominaba. Era esta naturaleza arrogante y vanidosa la que me hacía tenerme a mí misma en tan alta estima y creer que todo lo que hacía estaba bien, y que los hermanas y hermanas debían obedecerme. Cualquiera que no estuviera de acuerdo conmigo era excluido y castigado. El veneno de Satán, como “Yo soy el único soberano del Universo” y “Que los que se sometan a mí prosperen y los que se resistan a mí perezcan”, me hizo más y más arrogante y vanidosa, haciendo lo que quería en la iglesia, convirtiéndome en una esnob indisciplinada e incontrolable y perdiendo toda conciencia y razón, sin humanidad. Si no cambiaba, terminaría descartada y castigada por Dios por haberme enemistado con Él. Pensé sobre cómo Dios me había levantado y me había dado oportunidades para ejercer el liderazgo. Su intención para conmigo fue que persiguiese la verdad mediante esas oportunidades y también compartir la verdad para apoyar y ayudar a los hermanos y hermanas. Sin embargo, yo jugaba a ser la reina y monopolizaba el poder en la iglesia, reprendía y reñía a cualquier hermano o hermana que revelara corrupción y los trataba como esclavos para regañarlos y castigarlos. Siempre que alguien cuestionaba mis decisiones, lo reprimía y lo castigaba. ¡Era tan cruel! No importaba cuánto dolor causase a mis hermanos y hermanas, cuánta perturbación trajese a la vida de la iglesia, seguía siendo dura e insensible. Incluso después de que la iglesia me despidiera debido a mis acciones, seguía sin arrepentirme porque pensaba que tenía talento y era indispensable para la casa de Dios, y seguí perturbando, trastornando y extendiendo el descontento dentro de la iglesia, atrayendo a los hermanos y hermanas a mi lado para defenderme. La naturaleza de estas acciones era un desafío contra el trato que me daba la iglesia. Era resistencia y enemistad con Dios. Que me expulsaran de la iglesia reveló por completo la justicia de Dios, y fue absolutamente culpa mía. Al recordar esas escenas pasadas me sentí profundamente condenada. Me odié tanto a mí misma que me abofeteé varias veces, pero mis transgresiones eran irreparables. Al pensar en los hermanos y hermanas a los que había hecho daño, primero fui a casa de una hermana a la que pude contactar. Lloré y le dije: “Ahora veo que no tenía semejanza humana. Cuando trabajamos juntas aprovechaba cualquier ocasión para menospreciarte y decía cosas hirientes para reprenderte y limitarte. Ahora me doy cuenta de que ni siquiera era humana; era demasiado arrogante. ¡Te pido disculpas!”. La hermana habló conmigo y me reconfortó, animándome a aprender la lección. Cuando me sometí finalmente a esta expulsión, me sentí mucho más a gusto. El sentimiento abrumador de miedo y desamparo comenzó a remitir. Al reflexionar sobre todo lo que había hecho, era como si me clavaran espinas en el corazón, esto hacía insoportable recordar el pasado. Incluso si no había un buen resultado al final, ¡estaba dispuesta a someterme y arrepentirme! Para compensar mi deuda, di apoyo a hermanos y hermanas débiles y negativos lo mejor que pude. También acogía hermanos y hermanas en casa en las reuniones. Me sumergí en las palabras de Dios, escribí artículos de testimonio vivencial y sin darme cuenta empecé a sentir otra vez la presencia de Dios. Experimenté la guía y el liderazgo de las palabras de Dios y sentí el corazón más lleno.

Dos años más tarde, llegó un día en el que oí decir a una hermana que la iglesia quería aceptarme de vuelta. En mi interior estaba feliz, pero todavía no podía creérmelo. Pensé: “Si alguna vez vuelvo a la iglesia, no haré maldades como antes”. De forma inesperada, dos días después, el líder se encontró conmigo y dijo: “Nos enteramos de tu comportamiento arrepentido tras ser expulsada, que incluye acoger y apoyar a los hermanos y hermanas, y desenmascarar tus propias maldades. Según una valoración basada en los principios, la iglesia ha decidido restaurar tu vida en la iglesia. ¿Estás dispuesta a volver?”. Estaba tan emocionada que no dejaba de decir: “Estoy dispuesta, estoy dispuesta”. Al volver a casa, mi corazón estaba lleno de alegría y quería gritar alto y claro: “¡Dios! ¡Dios! Vuelvo a estar en Tu casa”. En ese momento, todo me parecía maravilloso y la amargura del pasado se había desvanecido. Al llegar a casa, estaba tan emocionada que no sabía qué decir a Dios. Simplemente, con lágrimas en los ojos, oré: “Dios, puedo volver a llevar otra vez una vida de iglesia con mis hermanos y hermanas. ¡Dios, te doy las gracias! ¡Dios, te doy las gracias!”. Después de aquello volví a realizar mis deberes de nuevo. Aprecié esta oportunidad para hacer mis deberes, y ya no quería resistirme a Dios con acciones malvadas como antes. Experimenté de manera profunda que el carácter justo de Dios es vigoroso y real. Tanto si Dios está enfadado como si es misericordioso y tolerante hacia las personas, es la manifestación de su justo carácter. Vi que las acciones de Dios hacia las personas proceden del amor y son para la salvación.

En noviembre de 2020, durante las elecciones de la iglesia, me eligieron como diácono del evangelio. Al recordar cómo mis maldades pasadas perturbaban y trastornaban el trabajo de la iglesia me di cuenta de que, esta vez, la casa de Dios me había dado una oportunidad para arrepentirme y yo debía hacerlo bien. Ya no podía seguir confiando en mi carácter arrogante para hacer mis deberes. Un día leí un pasaje de las palabras de Dios: “Como líder u obrero, si siempre te consideras por encima de los demás y te deleitas en tu deber como si este fuera un cargo público, siempre entregándote a los beneficios de tu estatus, siempre haciendo tus propios planes, considerando y disfrutando tu propia fama, ganancia y estatus, siempre ocupándote de tus propios asuntos, y siempre buscando ganar estatus mayor, manejar y controlar a más personas y extender el ámbito de tu poder, esto es un problema. Es muy peligroso tratar un deber importante como una oportunidad para disfrutar de tu posición como si fueras un funcionario del gobierno. Si siempre actúas así, sin deseo de trabajar con otros, sin querer diluir tu poder ni compartirlo con nadie ni permitiendo que ningún otro te haga sombra ni te robe el protagonismo, si solo quieres disfrutar del poder por tu cuenta, entonces eres un anticristo. Pero si buscas a menudo la verdad, si cuando practicas te rebelas contra la carne y contra tus motivaciones e ideas, y eres capaz de asumir la responsabilidad de colaborar con los demás de forma activa, abres tu corazón para consultar y buscar con otros, escuchas atentamente sus ideas y sugerencias, y aceptas los consejos que son correctos y están en consonancia con la verdad, venga de quien venga, entonces estás practicando de forma sabia y correcta y eres capaz de evitar tomar la senda incorrecta, lo que te protege. Has de olvidarte de los títulos de liderazgo, dejar de lado las inmundas ínfulas de estatus, tratarte a ti mismo como una persona corriente, ponerte al mismo nivel que los demás y tener una actitud responsable hacia tu deber. Si siempre tratas tu deber como un título oficial y un estatus, o como una especie de laurel, e imaginas que los demás están ahí para servir a tu posición y trabajar para ella, es un problema, y Dios te detestará y se disgustará contigo. Si crees que eres igual a los demás, que solo tienes un poco más de comisión y responsabilidad de Dios, si puedes aprender a equipararte con ellos, e incluso puedes rebajarte a preguntar lo que piensan los demás, y si puedes escuchar con seriedad, atención y cuidado lo que dicen, entonces cooperarás en armonía con los demás(La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 8: Quieren que los demás se sometan solo a ellos, no a la verdad ni a Dios (I)). Las palabras de Dios me mostraron la senda a recorrer. El requisito que Dios nos pone es dejar ir el aire de nuestro liderazgo y cooperar en armonía con los demás, sin insistir en nuestra forma de hacer las cosas, escuchar más el consejo de los demás y aprender de sus fortalezas. Solo así podemos realizar nuestras tareas de forma adecuada. Antes solía pensar que había realizado deberes de liderazgo durante muchos años y que tenía experiencia de trabajo, y que esto era una especie de capital. Siempre pensaba que era mejor que los demás, era incapaz de ver las fortalezas de mis hermanos y hermanas; y todo lo que hacía era hacerles daño. Lo único con lo que contribuía al trabajo de la iglesia era con perturbación. Ahora me daba cuenta de que la hermana que era mi compañera se mostraba estable y tenía la carga de hacer su deber. Si advertía que alguien actuaba contra los principios, ofrecería guía y ayuda. No obstante, yo no apreciaba sus fortalezas y a menudo la menospreciaba. La mayor parte del tiempo no prestaba atención a su consejo e incluso la limitaba. Al reflexionar sobre esto me sentí avergonzada y apesadumbrada para con mi hermana. Todo el mundo tenía sus fortalezas. Dios nos puso en pareja de forma que pudiéramos ayudarnos entre nosotras, aprender la una de la otra y responsabilizarnos para evitar que nos desviásemos. Este tipo de práctica fue beneficiosa para el trabajo de la iglesia. Ahora yo necesitaba hacer un cambio. Al realizar mis deberes, tenía que buscar la verdad, escuchar más el consejo de los demás y no confiar en mi propia experiencia y mi cualificación. Tenía que seguir el camino señalado por las palabras de Dios.

Durante una reunión estábamos discutiendo las dificultades y problemas referentes a un destinatario potencial del evangelio. Yo tenía un punto de vista distinto al de otra hermana y, cuando compartí mi punto de vista, ella no estuvo de acuerdo conmigo. Me sentí un poco avergonzada y pensé: “He tenido buenos resultados difundiendo el evangelio últimamente de acuerdo con mi propio enfoque. ¿Cómo podrías tú, que eres más joven y menos experimentada en la obra evangélica, entender cómo tratar estos asuntos?”. Dentro de mí, empecé a insistir con arrogancia en mis propias opiniones. En ese momento recordé estas palabras de Dios: “Si crees que eres igual a los demás, que solo tienes un poco más de comisión y responsabilidad de Dios, si puedes aprender a equipararte con ellos, e incluso puedes rebajarte a preguntar lo que piensan los demás, y si puedes escuchar con seriedad, atención y cuidado lo que dicen, entonces cooperarás en armonía con los demás(La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 8: Quieren que los demás se sometan solo a ellos, no a la verdad ni a Dios (I)). En ese momento me di cuenta de que la negación que la hermana hacía de mi punto de vista podía ayudarme a abandonar mi actitud altanera, a aprender a colaborar en armonía con los demás y a escuchar su consejo. Tras considerarlo cuidadosamente, descubrí que la sugerencia de la hermana era apropiada y tenía mérito. En ese momento me di cuenta de que en el pasado había sido demasiado sentenciosa, me creía superior y no había prestado atención al consejo de los demás. Era demasiado arrogante. Vi también que el Espíritu Santo obra de forma distinta en cada persona. No importa quién ofrezca una sugerencia, debemos intentar escuchar y buscar más, y aprender de las fortalezas y debilidades de los demás para hacer bien el trabajo. Ahora que la sugerencia de la hermana era válida, debería aceptarla. Dije: “Procedamos con tu plan”. Cuando dejé de lado mis propias opiniones y escuché el consejo de la hermana por el bien del trabajo de la iglesia, me sentí muy segura. Después, al enfrentar problemas a la hora de hacer los deberes, todos compartieron sus puntos de vista. Acepté cualquier sugerencia de mis hermanos y hermanas que pudiera resolver el problema. A veces, cuando mis hermanos y hermanas señalaban mis asuntos, aunque me sentía incómoda podía aceptarlo y reflexionar sobre ellos. Tras practicar esto por un tiempo, hice progresos y pude interactuar con normalidad con mis hermanos y hermanas.

Aunque me sentí muy dolida tras la expulsión, me ayudó a conocer mejor mi naturaleza arrogante, profundamente arraigada. Si no hubiera experimentado esas circunstancias, habría sido difícil cambiar para alguien como yo, tan arrogante. En última instancia, sin el cambio, habría sido puesta en evidencia y descartada. El despido y la expulsión fueron para mí el gran amor y la salvación de Dios. Desde lo más profundo de mi corazón, ¡ofrezco sinceras alabanzas a Dios!

Ahora ya han aparecido varios desastres inusuales, y según las profecías de la Biblia, habrá desastres aún mayores en el futuro. Entonces, ¿cómo obtener la protección de Dios en medio de los grandes desastres? Contáctanos, y te mostraremos el camino.

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