La transformación de un carácter arrogante
En agosto de 2019, asumí los deberes de producción audiovisual y me encargaron esa labor. Por entonces tenía menos experiencia que nadie del equipo en ese campo. Sabía que Dios me había encumbrado para que me eligieran como encargada, por lo que me prometí que cumpliría con este deber lo mejor posible. Al principio, vi que había mucho trabajo y conocimientos profesionales que aprender y dominar en el equipo, y sentía que yo tenía demasiadas carencias. En esa época solía hacer preguntas a las hermanas que tenía por compañeras y era capaz de aceptar humildemente sus sugerencias. Sin embargo, no tardé en estar familiarizada con el trabajo del equipo y dominar los conocimientos profesionales. Era capaz de descubrir problemas al editar los vídeos. Cuando los hermanos y hermanas tenían problemas técnicos, también sabía resolverlos. Cuando mis compañeros se topaban con problemas que no sabían resolver, me pedían consejo. No solo tenía unas ideas singulares, sino que también resolvía sus dificultades. Según mis hermanas, aprendía tan rápido que parecía mentira que fuera novata. Me sentía muy orgullosa de mí misma al oír esto. Pensaba: “Llevo menos que nadie en el equipo, los demás han hecho esto más tiempo que yo, pero ahora yo, novata, los guío a ellos. Esto debe de querer decir que tengo mejor aptitud que ellos y talento para esta labor”. Cuando los hermanos y hermanas se hallaban en un mal estado, en mayor o menor grado, mis enseñanzas también los ayudaban a corregirlo. A veces llegaron a decir: “Sin tus enseñanzas, realmente no sabríamos cómo resolver este problema”. Me había incorporado al equipo hacía algo más de un mes, pero había progresado en los aspectos profesionales y producido muchos resultados. Cuanto más lo pensaba, más creía ser un talento insustituible.
Poco a poco empecé a cambiar de actitud. No era tan suave como antes e inconscientemente comencé a considerarme el eje central del equipo. Me creía más apta y capaz que nadie. Cuando los hermanos y hermanas me hacían preguntas técnicas, solía hablar y comunicarme con mis compañeras, pero ahora daba respuestas directamente sin consultarles nada. Al hablar de trabajo, mis hermanas me planteaban opiniones dispares. Las rechazaba todas sin buscar y les exigía que hicieran las cosas a mi modo. También organizaba las tareas de trabajo sin debatir las cosas con ellas. Pensaba que, por haber ejercido como líder y tener experiencia, podía organizar directamente las cosas. En ocasiones, mis hermanas no se enteraban de lo que organizaba hasta que no lo decidía. En aquel tiempo, una hermana me trató alegando que era demasiado arrogante, que actuaba como quería sin debatir las cosas con ellas y que era fácil que me equivocara si cumplía así con el deber. Aparentemente estaba de acuerdo, pero pensé para mis adentros: “No tiene nada de malo que no debata las cosas con vosotras. Mis opiniones son mejores que las vuestras, y cuando hablamos de las cosas, de todos modos las acabáis haciendo a mi modo. ¿Para qué molestarme en perder el tiempo en ese trámite?”. Y sin más, me negué a aceptar el consejo y la ayuda de mi hermana y hacía las cosas como me daba la gana. Con el tiempo, como siempre rechazaba las sugerencias de mis compañeras, normalmente terminaba ocupándome yo de la organización del trabajo, y cuando hablábamos de otros trabajos, nadie expresaba su opinión. Hasta empezaron a creerse incapaces de cumplir con este deber, se volvieron negativas y muchas veces revelaron que no me querían como compañera. En varias ocasiones, de regreso de las reuniones, decían: “Ojalá no tuviera que volver a ese equipo. Es agotador estar ahí…”. Por entonces no hacía introspección. En tono burlón, decía: “Vosotras dos sois débiles, ¡muy frágiles!”. Dado que siempre tenía la última palabra y no debatía las cosas con mis hermanas, esas dos no tardaron en volverse tan negativas que querían renunciar. Cada vez surgían más problemas en mi deber. No advertía los problemas en los vídeos y tenía que reeditarlos cuando los descubrían otros. En varias ocasiones di una orientación profesional incorrecta, así que también hubo que repetir el trabajo. Se produjeron muchos descuidos en mi organización del trabajo, el trabajo del equipo era cada vez menos eficaz y, por más que lo intentara, no podía cambiar eso. Me sentía tan torturada por mi turbación que quería renunciar. Sin embargo, justo a tiempo, me sobrevinieron el juicio y castigo de Dios.
Mi líder, tras conocer mi desempeño, me escribió una dura carta para denunciarme y tratarme: “La mayoría de tus hermanos y hermanas han denunciado que eres arrogante y santurrona en el deber, que no sabes cooperar con tus compañeras, que no aceptas sugerencias de los hermanos y hermanas, que lo decides todo tú sola y tienes todo el poder en el equipo. Estas son manifestaciones del dominio y la arbitrariedad de un anticristo. Si no haces introspección enseguida, las consecuencias serán graves…”. Al leer las palabras de mi líder, me zumbaba la cabeza como si me acabaran de dar un bofetón. En la carta también había un pasaje de la palabra de Dios. “La primera manifestación de cómo exigen los anticristos a la gente que solo les obedezca a ellos, en lugar de a la verdad y a Dios, es que son incapaces de trabajar con nadie más; son su propia ley. […] Puede parecer que algunos anticristos tienen ayudantes o socios, pero cuando sucede algo de verdad, ¿escuchan lo que tienen que decir otras personas? No solo no escuchan, sino que ni siquiera lo tienen en cuenta, y mucho menos lo debaten; no prestan ninguna atención, tales personas bien podrían no estar siquiera allí. Una vez que han hablado los demás, la que se ha de obedecer sigue siendo la decisión final del anticristo; las palabras de cualquier otro son un gasto de saliva. Por ejemplo, cuando dos personas son responsables de algo, y una de ellas tiene la esencia de un anticristo, ¿qué se exhibe en tal persona? Da igual de qué se trate, ellos y solo ellos son los que mueven los hilos, los que hacen las preguntas, los que ordenan las cosas, los que aportan una solución. Y la mayoría de las veces, mantienen a su compañero en la ignorancia. ¿Qué es su compañero a sus ojos? No es su adjunto, sino un mero elemento decorativo. A ojos del anticristo, simplemente no es su compañero. Cada vez que hay un problema, el anticristo lo considera en su mente, lo rumia, y una vez que ha decidido una vía de acción, informa a todos los demás de que así es como se debe hacer, y a nadie se le permite cuestionarlo. ¿Cuál es la esencia de su cooperación con los demás? El hecho es que son ellos los que mandan. Actúan solos, hablando, resolviendo problemas y asumiendo el trabajo por su cuenta, sus compañeros no son más que elementos decorativos. Y al ser incapaces de trabajar con nadie, ¿comunican su trabajo a los otros? No. En muchos casos, los demás solo se enteran cuando ya está terminado o arreglado. Los demás les dicen: ‘Todos los problemas han de discutirse con nosotros. ¿Cuándo trataste con esa persona? ¿Cómo lo manejaste? ¿Cómo no nos hemos enterado?’. Ni dan explicaciones ni prestan atención; para ellos, su compañero no tiene ninguna utilidad. Cuando ocurre algo, lo consideran y toman su propia decisión, actuando como les parece. No importa cuántas personas haya a su alrededor, es como si no estuvieran allí; para el anticristo no son nada. De este modo, ¿se obtiene algo real de su cooperación con los demás? No, solo se limitan a actuar por inercia, a representar un papel. Otras personas les dicen: ‘¿Por qué no cooperas con todos los demás cuando te encuentras con un problema?’. A lo que ellos responden: ‘¿Qué saben ellos? Yo soy el líder del equipo, a mí me corresponde decidir’. Los demás dicen: ‘¿Y por qué no hablaste con tu compañero?’. Responden: ‘Se lo dije, y no tenía opinión al respecto’. Se aprovechan de que su compañero no tenga opinión o no sea capaz de pensar por sí mismo como excusa para ocultar el hecho de que están actuando según su propia ley. Y esto no va seguido de la más mínima introspección, ni mucho menos de la aceptación de la verdad: eso sería imposible. Este es un problema de la naturaleza del anticristo” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Querrían que se les obedeciera solo a ellos, no a la verdad ni a Dios (I)). La revelación de los anticristos por parte de Dios me pareció especialmente punzante y dolorosa. Recordé mi conducta de aquella época, cómo, tras progresar un poco en el trabajo, me creí apta, competente y mejor que mis dos compañeras. Estas dos hermanas eran compañeras mías en el deber solo de nombre, pero en realidad estaban ahí como meros comodines. Cuando organizaba el trabajo, nunca hablaba las cosas con ellas. Hacía lo que consideraba válido y sus opiniones me parecían peores que las mías y nada dignas de consideración. Con algunas cosas, aunque las habláramos, eso era un mero formalismo, pues yo ya había decidido antes qué hacer. Por consiguiente, siempre que mis compañeras me daban sugerencias distintas de las mías, las rechazaba de plano sin buscar y les mandaba hacer las cosas como yo las quería. La iglesia dispuso que trabajáramos juntas en el deber, pero yo me comportaba como una tirana, exigía tener la última palabra en todo, excluía completamente a mis hermanas y me hice con todo el poder. ¿No era igual que la dictadura del gran dragón rojo? Pensé en cómo cohibía a mis hermanas, por lo que ellas se sintieron negativas y trataron de renunciar, y en que el trabajo del equipo estaba plagado de descuidos. No cumplía con el deber: interrumpía la labor de la casa de Dios. Me aterró darme cuenta de esto. Había interrumpido y perturbado el trabajo de la casa de Dios, además de haber provocado dolor y tristeza en mis hermanos y hermanas. ¿Sería eliminada y castigada por lo que había hecho? Así pues, vivía en la negatividad y la incomprensión.
Un día descubrí por casualidad un pasaje de las palabras de Dios: “Como el hombre tiene un carácter corrupto y todos sus actos y comportamientos y todo lo que revela es hostil a Dios, es indigno de Su amor. Sin embargo, Dios todavía tiene gran cuidado y preocupación por el hombre, y Él dispone un ambiente para este en el cual probarlo y refinarlo personalmente, permitiéndole experimentar un cambio. Él le permite al hombre, por medio de este ambiente, estar equipado con la verdad y obtenerla. Dios ama mucho al hombre, con un amor muy real, y Dios no es otra cosa que fiel. Así lo sentirás. Si Dios no hiciera estas cosas, ¡entonces nadie sabría hasta dónde hubiera caído el hombre! El hombre trata de gestionar su propio estatus, su propia fama y fortuna, y, al final, después de haber hecho todas estas cosas, gana a otros a su bando y los trae ante él, ¿no se opone esto a Dios? ¡Las consecuencias de continuar de esta manera son imposibles de imaginar! ¡Dios hace un trabajo excelente cuando pone fin a todo esto a tiempo! Aunque lo que Dios hace expone al hombre y lo juzga, también lo salva. Esto es el verdadero amor” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La parte más importante de creer en Dios es poner la verdad en práctica). Al ver este pasaje, sentí calidez dentro de mí, como si Dios estuviera justo a mi lado consolándome y animándome. Entendí que la poda y el trato que experimenté, aunque me revelaron y juzgaron, tenían, ante todo, el amor de Dios. Dios me juzgó y delató para que dejara de cometer iniquidad. Además, me hizo consciente de mi carácter corrupto y de la senda equivocada que había tomado. De seguir así, las consecuencias serían inimaginables. Recordé la declaración de Jonás al pueblo de Nínive en la Biblia: “Dentro de cuarenta días Nínive será arrasada” (Jonás 3:4). Dios envió a Jonás a declarar esto, no para afirmar Su ánimo de destruirlos, sino para amonestarlos, advertirles y darles la oportunidad de arrepentirse. El carácter de Dios es justo y majestuoso, pero también amante y misericordioso. Esto es el carácter justo de Dios. Tuve aún más claro que Dios me juzgó, me reveló y, además, orquestó cosas, asuntos y personas como advertencia. La intención de Dios no era castigarme. Utilizó esto como medio para despertarme y hacer que me arrepintiera. Comprendidas estas cosas, se me alegró el corazón y no estaba tan triste. Supe que tenía que arrepentirme para no correr peligro. Oré reiteradamente a Dios para pedirle que me guiara para reflexionar y conocerme a mí misma.
Un día, en mis devocionales, vi un pasaje de la palabra de Dios: “La arrogancia es la raíz del carácter corrupto del hombre. Cuanto más arrogante es la gente, más propensa es a oponerse a Dios. ¿Hasta dónde llega la gravedad de este problema? Las personas de carácter arrogante no solo consideran a todas las demás inferiores a ellas, sino que lo peor es que incluso son condescendientes con Dios. Aunque algunas personas, por fuera, parezcan creer en Dios y seguirlo, no lo tratan en modo alguno como a Dios. Siempre creen poseer la verdad y tienen buen concepto de sí mismas. Esta es la esencia y la raíz del carácter arrogante, y proviene de Satanás. Por consiguiente, hay que resolver el problema de la arrogancia. Creerse mejor que los demás es un asunto trivial. La cuestión fundamental es que el propio carácter arrogante impide someterse a Dios, a Su gobierno y Sus disposiciones; alguien así siempre se siente inclinado a competir con Dios por el poder sobre los demás. Esta clase de persona no venera a Dios lo más mínimo, por no hablar de que ni lo ama ni se somete a Él. Las personas que son arrogantes y engreídas, especialmente las que son tan arrogantes que han perdido la razón, no pueden someterse a Dios al creer en Él e, incluso, se exaltan y dan testimonio de sí mismas. Estas personas son las que más se resisten a Dios. Si las personas desean llegar al punto en que veneren a Dios, primero deben resolver su carácter arrogante. Cuanto más minuciosamente resuelvas tu carácter arrogante, más veneración tendrás por Dios, y solo entonces podrás someterte a Él y serás capaz de obtener la verdad y conocerle” (La comunión de Dios). Tras leer la palabra de Dios, entendí que actuaba arbitrariamente y no sabía cooperar con los demás porque tenía una naturaleza demasiado arrogante. Descubrí que, puesto que me seleccionaron como encargada, dominé muchos conocimientos profesionales, produje algunos resultados en el deber y supe resolver algunos problemas, perdí la cabeza y me lo tenía muy creído. Me creía con talento y que no había nadie tan bueno como yo, como si nadie tuviera más aptitud ni fuera más competente en esta labor, así que me situé por encima del resto y los dominaba. En el deber hacía lo que quería y no hablaba ni me comunicaba para nada con los demás. Ni siquiera escuchaba las sugerencias de mis compañeras. Dijeran lo que dijeran, creía tener yo las mejores opiniones. Las despreciaba para mis adentros y las consideraba meros comodines. Mis compañeras me recordaban reiteradamente que hablara las cosas con ellas. Estas fueron las instrumentaciones y disposiciones de Dios. Siempre cometía errores y me daba contra la pared en el deber, lo cual era el modo en que Dios me trataba y disciplinaba. Pero cuando me pasaban estas cosas, no buscaba ni reflexionaba. ¿Cómo podía afirmar que tenía obediencia o temor de Dios? Recordé que el arcángel es arrogante. No temía a Dios de corazón. Dios creó a los seres humanos, pero aquel quería dirigirlos y estar en pie de igualdad con Dios. La arrogancia y la santurronería son actitudes satánicas clásicas. Si tenía esta naturaleza satánica, ¿cómo iba a temer u obedecer a Dios? ¿Cómo podría practicar la verdad o vivir con una humanidad normal? ¡Fue entonces cuando me di cuenta de que corregir mi carácter arrogante es clave para transformarlo! Además, esta era la raíz de mi incapacidad de cooperar con mis compañeras.
Luego me acordé de otro pasaje de la palabra de Dios. “Lo que Dios requiere de las personas no es la capacidad de completar cierto número de tareas o realizar algún proyecto grande, y tampoco necesita que lideren ningún gran proyecto. Lo que Dios quiere es que la gente sea capaz de hacer todo lo que esté a su alcance de manera práctica y que viva según Sus palabras. Dios no necesita que seas grande u honorable, ni que hagas un milagro, ni tampoco quiere ver ninguna sorpresa agradable en ti. Dios no necesita estas cosas. Lo único que Dios necesita es que practiques con constancia según Sus palabras. Cuando escuches las palabras de Dios, haz lo que has entendido, lleva a cabo lo que has comprendido, recuerda lo que has visto, y entonces, cuando sea el momento correcto, practica como dice Dios, para que las palabras de Dios se conviertan en lo que vives y se conviertan en tu vida. Así Dios estará satisfecho. Tú siempre buscas la grandeza, la nobleza y la dignidad; siempre buscas la exaltación. ¿Cómo se siente Dios cuando ve esto? Lo detesta y no quiere ni verlo. Cuanto más busques cosas como la grandeza, la nobleza y la superioridad sobre los demás; ser distinguido, destacado y notable, más repugnante serás para Dios. Si no reflexionas sobre ti mismo y te arrepientes, entonces Dios te despreciará y te abandonará. Asegúrate de no ser alguien a quien Dios encuentra repugnante, de ser una persona a la que Dios ama. Entonces, ¿cómo se puede alcanzar el amor de Dios? Recibiendo la verdad con los pies en la tierra, colocándote en la posición de un ser creado, apoyándote firmemente en la palabra de Dios para ser una persona honesta y cumplir con tus deberes, y viviendo a semejanza de un verdadero ser humano. Con eso es suficiente” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. El correcto cumplimiento del deber requiere de una cooperación armoniosa). Con las palabras de Dios entendí que Dios no se fija en cuánto logramos ni cuánto trabajamos, ni tampoco en nuestros dones y nuestra aptitud. Dios se fija en si escuchamos Sus palabras, lo obedecemos, vivimos con una humanidad normal basada en Sus exigencias, cooperamos con los demás y cumplimos con el deber. En esto se fija Dios y es lo que se gana Su aprobación. Sin embargo, yo no entendía las exigencias de Dios. Era capaz de trabajar un poco y tenía cierta aptitud y ciertos dones, así que me volví arrogante, creí tener talento, me creí mejor que nadie, me situé por encima de todo el mundo y hacía que me escucharan. Realmente carecía de toda razón. Me acordé de Pablo en la Era de la Gracia. Tenía aptitud y dones, padeció mucho por predicar el evangelio, trabajó muchísimo y logró que lo admiraran y respetaran, pero no alcanzó ninguna transformación de su carácter vital en todos sus años de trabajo, se enaltecía a sí mismo, presumía y al final pronunció sus palabras más arrogantes: “Pues para mí, el vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Filipenses 1:21). Por todo esto, Pablo, al final, no recibió la aprobación de Dios, que lo castigó eternamente. Sean cuales sean los dones o la aptitud de una persona, el estatus o el poder que posea entre los seres humanos, si no busca la verdad ni alcanza la transformación del carácter, es inútil. Estas cosas no son la verdad ni el capital para la salvación de la gente. Dios no salva ni perfecciona a nadie por estas cosas. Creía tener aptitud, dones y talento, pero no sabía vivir ni siquiera con la humanidad normal más básica, no tenía el respeto más elemental por mis hermanos y hermanas ni era capaz de aceptar consejos correctos. No estaba demostrando la menor transformación de carácter. Mis hermanos y hermanas me amonestaron y ayudaron muchas veces, y Dios me golpeó y disciplinó, pero yo no hacía introspección. Hicieron falta una poda y un trato severos para que yo hiciera introspección. ¡Estaba demasiado adormecida! ¡Tenía una aptitud espantosa! Alguien con buena aptitud buscaría la verdad cuando le pasen cosas, comprendería la voluntad de Dios y aprendería lecciones de los ambientes que Dios disponga. Observándome, descubrí que era ciegamente arrogante. No tenía nada de razón ni vivía con semejanza humana; entonces, ¿cómo podría ganarme la aprobación de Dios? También recordé que mis dos compañeras llevaban más tiempo que yo en este deber, pero nunca vi que se jactaran de su cualificación. Me consultaban y hablaban conmigo igualmente cuando tenían problemas, y cuando las despreciaba y ninguneaba, siempre eran tolerantes y pacientes y me ayudaban con cariño. Me sentí culpable y avergonzada ante la humanidad que ellas vivían. Comprendí que mi razón y mi humanidad eran terribles. ¡No tenía ninguna conciencia propia! Ocasioné muchos perjuicios y estorbos al trabajo del equipo de vídeo e hice mucho daño a mis compañeras. A tenor de mis actos, era indigna de un deber tan importante. Al darme cuenta de esto tuve una densa sensación de culpa. Me juré a mí misma que, sin importar que me destituyeran ni el resultado que afrontara en el futuro, buscaría la verdad, corregiría mi carácter corrupto y dejaría de ser arrogante y arbitraria.
Luego vi otro pasaje de las palabras de Dios dirigido a mi problema. “La cooperación armoniosa requiere dejar que los demás opinen y permitirles hacer sugerencias alternativas, y significa aprender a aceptar la ayuda y los consejos de otros. A veces la gente no dice nada, y debes incitarles a dar su opinión. Sean cuales sean los problemas con los que te encuentres, debes buscar los principios de la verdad y tratar de llegar a un consenso. Hacer las cosas de esta manera dará lugar a una cooperación armoniosa. Como líder u obrero, si siempre te consideras por encima de los demás y te deleitas en tu deber como funcionario del gobierno, siempre codiciando las ventajas de tu puesto, siempre haciendo tus propios planes, ocupándote de tus propios asuntos, siempre luchando por el éxito y la promoción, entonces eso supone un problema: actuar así, como un funcionario del gobierno, es extremadamente arriesgado. Si siempre actúas así y no quieres cooperar con nadie, si no quieres repartir tu autoridad con otros, perder el protagonismo ni que te arrebaten la aureola de la cabeza, si lo quieres todo solo para ti, entonces eres un anticristo. Sin embargo, si buscas a menudo la verdad, si das la espalda a la carne, a tus propias motivaciones y designios, y si puedes tomar la iniciativa de cooperar con los demás, abres con frecuencia tu corazón a consultar y buscar consejo en ellos, y si puedes aceptar sugerencias y escuchar atentamente los pensamientos y palabras de otros, entonces estás yendo por la senda correcta, en la dirección adecuada. Bájate de tu pedestal y deja de lado tu título. No les des importancia a esas cosas, no las consideres relevantes y no las veas como una marca de estatus, como un laurel en la cabeza. Cree de corazón que eres igual a los demás; aprende a ponerte al mismo nivel que ellos e incluso a ser capaz de ser humilde y pedirles su opinión. Ten la capacidad de escuchar con seriedad, cuidado y atención lo que otros tienen que decir. De este modo, fomentarás una cooperación pacífica entre tú y los demás. ¿Qué función tiene entonces la cooperación pacífica? En realidad sirve de mucho. Ganarás cosas que nunca habías tenido, cosas nuevas, cosas de un reino superior. Descubrirás las virtudes de los demás y aprenderás de sus puntos fuertes. Y hay algo más: en cuanto a los aspectos en los que consideras que los demás son necios, estúpidos o inferiores a ti, cuando escuchas las sugerencias de los demás, o cuando abren su corazón para hablarte, te das cuenta, sin saberlo, de que nadie es sencillo, de que todo el mundo, sea quien sea, tiene algunos pensamientos importantes. Y, de esta manera, dejarás de ser un sabelotodo, ya no te seguirás considerando más listo y mejor que todos los demás. Te impide vivir siempre en un estado de narcisismo y admiración hacia ti mismo. Es una manera de protegerte, ¿no crees? Ese es el resultado y el beneficio de trabajar junto a otros” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Querrían que se les obedeciera solo a ellos, no a la verdad ni a Dios (I)). Con la palabra de Dios entendí que nadie es perfecto ni ve tan claros los problemas. Son inevitables los errores y anomalías en el deber, pero mientras aprendamos a cooperar con los demás y de los puntos fuertes de cada cual, podremos evitar estos problemas, que será cuando mejoremos en el deber. Cuanto más cooperemos con los compañeros, más puntos fuertes descubriremos en los demás y más justa y equitativamente los trataremos, sin ningunear ni despreciar a nadie. Eso, además, nos impide vivir en un estado de arrogancia y santurronería, actuando como tiranos, haciendo cosas arbitrarias o yendo por la senda del anticristo. Pero yo, en el deber, me volví arrogante, creía que eran inferiores a mí. Siempre quería tener la última palabra. No cooperaba con mis hermanos y hermanas y, al final, no solo me hice daño a mí misma, sino que les ocasioné a ellos mucho dolor y desdicha y retrasé la labor de la casa de Dios. ¡Fue entonces cuando comprendí la importancia de cooperar con mis hermanos y hermanas!
Posteriormente busqué la ocasión de sincerarme con mis compañeras. Les dije lo arrogante y santurrona que me había vuelto en el deber, el daño que les había ocasionado y todos los problemas que reconocí tras reflexionar. También me disculpé y les pedí que me supervisaran. Si observaban que era arrogante o santurrona o que no aceptaba sus sugerencias, podían señalármelo, podarme y tratarme, o denunciarme si no lo admitía. Una persona tan arrogante y santurrona como yo requería ese tipo de trato especial. Al practicar de este modo, me sentía especialmente inquebrantable, como un paciente de cáncer que finalmente hallara una cura. Cada día llevaba mis problemas ante Dios y oraba para pedirle protección y disciplina, de forma que pudiera evitar hacer cosas así de irracionales. Sin darme cuenta, me volví mucho más devota. Asimismo, antes de actuar, debatía y me comunicaba activamente con mis compañeras, y cuando planteaban opiniones divergentes, en vez de negarlas ciegamente, era capaz de buscar y meditar para comprobar si encajaban con el principio y cuáles eran las ventajas, lo que también evitaba que exigiera tener la última palabra.
Recuerdo que una vez estábamos hablando de los traslados de personal. Sugerí el traslado de una hermana a otro grupo, pero mis compañeras no aconsejaban trasladar demasiado a la gente. Según ellas, teníamos que seleccionar y formar a gente nueva. Al oír la opinión divergente de mis compañeras, quise enfatizar que mi punto de vista era correcto, pero me di cuenta de que iba a actuar en función de mi carácter arrogante. Oré inmediatamente a Dios en mi interior para pedirle que me ayudara a negarme y a renunciar a mí misma. En ese momento, de pronto recordé la palabra de Dios: “Las diferencias de opinión no se deben tratar a la ligera; debes tomarte muy en serio todo lo que tiene que ver con tu trabajo. No te limites a ignorarlas y decir: ‘¿Eso lo sabes tú o lo sé yo? Llevo mucho tiempo haciendo esto, ¿cómo no voy a saber más que tú? ¿Tú qué sabes? ¡Nada!’. Eso es tener un mal carácter” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Si no puedes vivir siempre delante de Dios, eres un incrédulo). Sí. Mis compañeras habían planteado una objeción, así que tenía que meditarla y no insistir excesivamente en mi opinión. ¿Y si había algún problema con mi opinión sobre el asunto? ¿Qué tenía de bueno su sugerencia y cuáles eran los beneficios para la labor de la casa de Dios? Así pensado, comprendí que su sugerencia era mucho más beneficiosa para nuestro trabajo. El cultivo de nuevos talentos mitiga de raíz el problema de la escasez de personal. En comparación, mi opinión era un poco parcial. Al final aplicamos su sugerencia. Me sentía en paz. Creía que por fin había sido, por una vez, una persona razonable, que me había negado a mí misma y había obedecido la verdad. Sentaba maravillosamente ser así.
Tras un tiempo cooperando con mis compañeras, descubrí que mis dos hermanas enfocaban los problemas de una forma más amplia que yo. Muchas de mis sugerencias eran realmente inadecuadas, pero sus consejos compensaban mis deficiencias. Cuando cooperamos con nuestros compañeros, debemos aprender de los puntos fuertes de cada cual y ayudarnos, supervisarnos y frenarnos unos a otros, que es como conseguimos ser cada vez mejores en el deber. También me di cuenta de que nadie es mejor que nadie. Cada uno de nosotros tiene puntos fuertes y débiles y nadie es capaz de llevar a cabo un deber en solitario. Es preciso que cooperemos con los compañeros y nos complementemos. Es el único modo de hacer el deber de la mejor manera y no tomar la senda equivocada. Sin el juicio, el castigo, la poda y el trato de la palabra de Dios, seguiría actuando a partir de mis actitudes arrogantes y yendo por la senda de un anticristo, y al final sería eliminada y castigada por Dios. El entendimiento y la transformación que tengo hoy son resultado del juicio y castigo de la palabra de Dios, ¡y le doy gracias por salvarme!