Días de maltrato y tortura

14 Feb 2025

Por Chen Xinjie, China

En verano de 2006, un día, hacia las 11 de la mañana, estaba en casa de mi anfitriona escuchando himnos de las palabras de Dios cuando, de repente, la policía irrumpió en la sala y nos llevó a la comisaría a mí, a la hermana Zhao Guilan, que era mi anfitriona, y a su hija de 6 años.

Nada más entrar en la comisaría, unas agentes nos desnudaron por la fuerza. Cuando no me quedaba más que la ropa interior, instintivamente traté de esquivarlas para que no pudieran quitarme nada más. Una agente se abalanzó sobre mí, me arrancó toda la ropa interior, la estrujó a conciencia y la desgarró al inspeccionarla. Terminado el cacheo, nos llevaron a un despacho. Allí, los policías estaban hojeando un pequeño anotador que me habían encontrado. Al ver muchos números de teléfono en ella, supusieron que probablemente yo era líder, por lo que dijeron que informarían de mi caso a la Oficina Provincial de Seguridad Pública. Un jefe de sección, de nombre Zhu, me preguntó: “¿Cuándo empezaste a creer en Dios Todopoderoso? ¿Cuál es tu cargo en la iglesia?”. Como no dije nada, me agarró airadamente de la mandíbula con fuerza y me levantó la cabeza; me apretaba tanto que no podía moverme. Sonrió obscenamente y dijo: “No estás nada mal y eres guapa y joven. Podrías hacer cualquier cosa, ¡pero deseas creer en Dios!”. Los otros agentes estaban a un lado, riéndose por lo bajo. Yo estaba asqueada e indignada. Pensaba: “¿Qué clase de Policía Popular es esta? Son un grupo de matones, ¡unos animales!”. El jefe Zhu me preguntó una y otra vez mis datos personales y quién era el líder de la iglesia. Como yo no les decía nada, uno de los agentes empezó a pegarme muy fuerte. Me mareé y se me nubló la vista por los golpes; yo no hacía más que caerme, y él no paraba de levantarme de nuevo para seguir pegándome. Mientras lo hacía, gritaba: “El gobierno central decretó hace mucho tiempo que matarlos a ustedes no es delito; ¡no importa que los matemos a golpes! Si mueren, podemos llevarlos al monte a enterrarlos. ¡Nadie lo sabrá!”. Ante su aspecto diabólico y terriblemente malvado, entré en un estado de pánico y miedo: temía que realmente me mataran a golpes. Clamaba sin cesar a Dios en mi interior para pedirle que velara por mí. Entonces me vinieron a la mente unas palabras de Dios: “Aquellos en el poder pueden parecer despiadados desde fuera, pero no tengáis miedo, ya que esto es porque tenéis poca fe. Siempre y cuando vuestra fe crezca, nada será demasiado difícil(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 75). Es muy cierto. Dios tiene poder sobre todo, con lo que, por muy violenta y brutal que fuera la policía, también estaba en manos de Dios. Si Dios no me dejaba morir, ni siquiera Satanás podría quitarme la vida. Aunque la policía me golpeara hasta matarme, mi alma seguiría en manos de Dios. Las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza, y pude calmarme poco a poco.

Al no obtener la respuesta que quería, el jefe Zhu gritó, furioso: “Veo que prefieres hacer las cosas por las malas. Hoy mismo te abriré la boca. De mí no se burla nadie; en los dos últimos días he colgado a otras dos personas hasta que murieron”. Se acercaron entonces un par de agentes, me esposaron las manos y me colgaron de una verja de hierro con los pies suspendidos sobre el suelo y todo el peso de mi cuerpo cargado sobre las muñecas. Luego trajeron a rastras a Guilan. Tenía toda la cara hinchada por los golpes y el pelo hecho un desastre. La policía también la colgó a ella de la verja de hierro. Al ver nuestras caras de dolor, el jefe Zhu esbozó una sonrisa malvada y dijo: “Disfruten”; se dio la vuelta y se marchó. A medida que pasaba el tiempo, me dolían cada vez más las muñecas por la presión de estar esposada de esa manera, y parecía que me estuvieran arrancando los brazos de los hombros. Era un dolor enloquecedor que me hacía sudar por todo el cuerpo. Mi ropa no tardó en empaparse por completo. En un esfuerzo por aliviar el dolor, apretaba los puños y hacía todo lo posible por apoyar los talones en los barrotes de la verja de hierro, pero seguía resbalando. El corazón me palpitaba y me costaba respirar. Sentía que iba a asfixiarme. Me aterraba pensar en el jefe Zhu cuando dijo que en los dos últimos días había colgado a otras dos personas hasta que murieron; me preocupaba morir de verdad allí. No dejaba de orar a Dios: “¡Oh, Dios mío! Ya casi no puedo más. No aguanto mucho más. Por favor, sálvame…”. Tras mi oración, recordé un himno de las palabras de Dios titulado Busca amar a Dios sin importar lo mucho que sufras. Dios dice: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y dejar que Él os instrumente; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio firme y rotundo(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios). Las palabras de Dios de inmediato me dieron fe y fortaleza. Mi vida y mi muerte estaban en las manos de Dios, y no moriría a menos que Dios lo permitiera. Y aunque solo me quedara un último aliento, debía ser leal a Dios y mantenerme firme en mi testimonio para Él. Por ello, seguí orando y amparándome en Dios y, sin darme cuenta, pude calmarme lentamente y sentía mucho menos dolor. Al volver la cabeza, vi un gesto muy firme en el rostro de Guilan y di gracias a Dios en silencio. Sabía que habíamos llegado tan lejos gracias exclusivamente a la fortaleza y la fe que Dios nos había dado.

La policía nos bajó hacia las 4 de la mañana. Como teníamos las manos y los pies entumecidos e insensibles, nos desplomamos al suelo, apenas vivas. Al comprobar el dolor que sentíamos, el jefe Zhu me preguntó, muy satisfecho de sí mismo: “¿Te lo has pensado un poco? No sienta muy bien estar colgada de esas esposas, ¿verdad?”. Lo ignoré. Parecía muy seguro de sí mismo, suponía que yo no podría tolerar la tortura y seguramente traicionaría a mis hermanos y hermanas. Sin embargo, él no sabía que, cuanto más nos perseguían, con mayor claridad veía yo lo malvados y bárbaros que eran, con mayor claridad veía al Partido Comunista como el demonio contrario a Dios que es, y más me afirmaba en mi creencia de que debía mantenerme firme en el testimonio y humillar a Satanás. Continuaron interrogándome hasta la tarde siguiente. El jefe Zhu recibió entonces una llamada, y le oí decir: “Nada funciona con esta mujer, ni la zanahoria ni el palo. Llevo décadas ocupándome de casos, pero ¡nunca había tenido uno tan duro!”. Después de colgar, se puso a insultarme: “¡Los creyentes en Dios Todopoderoso son más duros que una piedra! Me niego a creer que no pueda hacerte hablar. Hoy te vamos a llevar a otro sitio; allí no lo tendrás tan fácil. ¡Tengo métodos para hacerte hablar!”. Luego, él y otro agente entraron en la sala de al lado. Le oí decir muy débilmente: “Llévala al nido de víboras y métela desnuda. ¡Eso hará que hable!”. Me sobresaltaron las palabras “nido de víboras”, estaba aterrorizada. Pensar en víboras que se arrastraban por todas partes me puso la piel de gallina, así que oré rápidamente a Dios para pedirle valor para no ser jamás una judas y no traicionarlo aunque me arrojaran a un nido de víboras. Tras orar me acordé de Daniel, cuando lo arrojaron al foso de los leones; estos no lo mordieron porque Dios no lo permitió. ¿No estaba yo también totalmente en manos de Dios? Con estos pensamientos me tranquilicé poco a poco. Más tarde, el jefe Zhu recibió una llamada, dijo que tenía que ocuparse de un caso urgente y salió corriendo con otro agente a la zaga. En cuanto se marchó, el agente que se quedó vigilándome recibió una llamada de su familia para comunicarle que a su hijo le había pasado algo y estaba en estado crítico. Me esposó a la silla de hierro y se marchó a toda prisa. Supe sin dudar que Dios había escuchado mi oración y me había abierto una salida. Oré de nuevo: “Dios mío, he contemplado Tus maravillas ¡y te doy gracias!”.

Al ver que el interrogatorio no daba resultados, los policías estaban tan enfadados que no me dejaban dormir. Tenía mucho sueño, pero, en cuanto cerraba los ojos, un policía me agarraba de los hombros y empujaba muy fuerte, mientras gritaba: “¿Quieres dormir? ¿Quieres dormir?”. Siguieron asustándome así una y otra vez y no me permitieron dormir. La policía me torturó cuatro días y cuatro noches y no me dejó comer, beber agua ni dormir. Estaba sumamente debilitada por la tortura, me daba pinchazos el estómago, me costaba respirar y tenía el cuerpo tremendamente agotado. Pero, sin importar cómo me interrogaran, no les conté nada. Cuando el jefe Zhu vio que ninguna de sus técnicas funcionaba, dio un portazo y se marchó furioso. Cuando regresó, traía tres o cuatro hojas de papel escritas. Las dejó de golpe sobre una mesa y me ordenó que firmara la confesión y dejara una huella dactilar. Le contesté: “No he dicho nada de esto, así que no voy a firmar”. Hizo una señal a los demás agentes, y varios se abalanzaron sobre mí: unos me tiraron de los brazos y otros me apretaron las muñecas muy fuerte, haciéndome abrir los puños, e imprimieron a la fuerza toda la huella de mi palma sobre esa confesión falsa. El jefe Zhu la agarró y dijo, muy complacido: “¡Uf! ¿Sigues intentando luchar contra mí? ¿Crees que puedes salirte con la tuya sin decir nada? ¡Todavía puedo hacer que te declaren culpable y te condenen a entre ocho y diez años!”.

Aquella noche, la policía me trasladó a una fábrica abandonada y me ordenó que me quitara los zapatos y los calcetines, con lo que me quedé descalza. Dos de ellos se pusieron a mi lado, cada uno agarrándome un brazo, y me llevaron por un pasillo oscuro que se volvía más oscuro cuanto más nos adentrábamos. Se me pusieron los pelos de punta. Pasé junto a tres puertas de hierro y me empujaron a una habitación. Vi a un hombre en un rincón, atado con pesadas cadenas, con las manos y los pies extendidos y gimiendo débilmente. Había muchas cadenas gruesas que colgaban de la pared, porras eléctricas y barras de hierro. Me sentía como si hubiera caído en el infierno. Estaba aterrorizada y creía que esta vez seguro que iba a morir allí dentro. Oré a Dios una y otra vez. Un agente me dijo después, amenazante: “Si te das prisa, aún estás a tiempo de confesar. ¿Vas a hablar o no?”. Le respondí: “Yo no he infringido ninguna ley. No tengo nada que confesar”. Hizo una mueca de frialdad, agitó una mano y, entonces, otros dos agentes saltaron hacia mí como lobos y me empujaron rápidamente contra el suelo. Forcejeé con furia, pero se arrodillaron con firmeza sobre mis piernas y me arrancaron la camisa y los pantalones mientras yo intentaba resistirme desesperadamente. Me arrancaron toda la ropa, y finalmente me dejaron tumbada boca abajo y desnuda en el suelo. Luego de eso, se arrodillaron sobre mis muslos con mucha fuerza y me retorcieron los brazos a la espalda para que no pudiera moverme. Otro agente agarró una porra eléctrica y se puso a darme descargas como un loco por toda la cintura, la espalda y las nalgas. Cada descarga me dejaba hinchada y entumecida, y el dolor parecía taladrarme directamente los huesos. Todo el cuerpo me temblaba sin control y los pies me golpeaban en el suelo. Cuanto más forcejeaba, más me sujetaban. Un agente aprovechó la situación para manosearme las nalgas, mientras se reía como un loco y decía cosas vulgares. Otro agente me gritaba mientras me daba descargas eléctricas: “¿Vas a hablar o qué? ¡Apuesto a que puedo obligarte a hacerlo!”. Tras cinco o seis descargas, me dieron la vuelta, volvieron a arrodillarse con fuerza sobre mis muslos y siguieron dándome descargas en el pecho, el estómago y la ingle. Cuando me daban descargas en el abdomen, sentía como si se me estuvieran revolviendo el estómago y los intestinos juntos; fue dolorosísimo. Cuando me daban descargas en el pecho, sentía que se me contraía el corazón y me costaba respirar. Cuando me daban descargas en la ingle, sentía como si de repente me clavaran un puñado de clavos afilados y me quedaba sin respiración. Sencillamente, no hay palabras para describir esa clase de dolor.

Después me desmayé. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me salpicaron con agua fría para despertarme y siguieron dándome descargas. Uno de los agentes llegó a pellizcarme los pezones, tiró de ellos hacia arriba y luego los presionó con fuerza una y otra vez durante cuatro o cinco minutos. Sentí como si me fueran a arrancar los pezones, un dolor muy agudo. Otro agente me daba descargas en los pechos al mismo tiempo. Cada descarga se sentía como si me arrancaran la carne de los pechos, como si mi corazón fuera a dejar de latir. Me sudaba todo el cuerpo y no podía parar de temblar. Siguieron dándome descargas, jugando conmigo, mientras me decían cosas repugnantes. Yo sentía como si ellos fueran los espíritus malignos y diablos del infierno que se especializan en torturar a la gente para entretenerse. Más tarde, sentía tanto dolor que acabé perdiendo el control de la vejiga y volví a desmayarme. Pasó un tiempo, no sé cuánto, antes de que me despertaran de nuevo con agua fría y siguieran dándome descargas en el pecho, el estómago y la ingle. Sentía como si todas esas descargas me quemaran la carne. Uno de los agentes gritaba mientras me las daba: “¿Dónde está tu Dios ahora? ¡Que venga a salvarte! ¡Yo soy tu dios!”.

Me desmayé por las descargas una y otra vez, y me salpicaron repetidas veces para despertarme. Al final, ni siquiera me quedaban fuerzas para luchar ni para moverme en absoluto. Yacía en el suelo, medio muerta, con una tristeza, una rabia y un dolor inauditos. No sabía cuánto más tiempo iban a torturarme y maltratarme. Realmente no podía más y quería arrancarme la lengua de un mordisco y suicidarme para librarme más rápido de esta desdicha. Justo al borde del colapso, me acordé de este himno: “Satanás me asoló increíblemente. He visto el rostro del diablo. No puedo olvidar siglos de odio. ¡Mejor morir que inclinarse ante Satanás! Dios se hizo carne solo para salvar al hombre y padeció tormento y humillaciones. He gozado tanto del amor de Dios que ¿cómo podría reposar sin retribuirle? Como ser humano, debo alzarme y dar la vida en testimonio de Dios. Puede que mi cuerpo se rompa, pero mi corazón se hace más fuerte. Seré leal a Dios hasta la muerte sin ningún remordimiento. Me someteré incluso hasta la muerte, si puedo satisfacer a Dios por una sola vez”. Recordé que Dios se ha hecho carne y ha soportado grandes humillaciones nada más que por salvar a la humanidad, y que comparte Sus palabras para regarnos y sustentarnos. Dios ha pagado un precio muy alto por nosotros y siempre había estado ahí, guiándome y protegiéndome desde mi detención. Yo había gozado muchísimo de la gracia de Dios, pero ¿qué había hecho por Él? Los santos de todos los tiempos han sido capaces de sacrificarse y derramar su sangre, martirizados por causa de Dios, pero yo, tras experimentar un poco de sufrimiento, ya quería librarme de él por medio de la muerte. ¡Qué cobarde! ¿Qué tenía esto de testimonio para Dios? ¿No estaba dejando que Satanás se riera de mí? Al pensarlo, oré en silencio: “Dios mío, me torture como me torture Satanás, nunca me rendiré ante él. Viviré para Ti”.

No paraban de darme descargas una y otra vez, y yo apretaba los dientes y no hacía ruido alguno. Después de desmayarme por la última descarga, me encontré de pie en un lugar donde veía a lo lejos una montaña con forma de pico de águila, rodeada de árboles marchitos, y de bambú, flores y hierba secos y muertos. Lo único verde era la montaña. Había muchas personas, con los labios secos y agrietados, que subían hacia la montaña, y algunas morían de sed por el camino. Yo también tenía la garganta terriblemente seca y, cuando llegué al pie de la montaña, oí que salía agua de ella. Me puse rápidamente a escalarla y, tras luchar por llegar hasta la mitad, pude levantar la cabeza y beber el agua que goteaba del pico del águila. ¡Qué sabor más dulce tenía! Mientras bebía, oí que cantaban. Giré la cabeza y vi dos filas de personas vestidas de blanco que cantaban un himno; parecían ángeles. Esta era la letra del cántico: “En la obra de los últimos días se nos exige la mayor fe y el amor más grande. Podemos tropezar por el más ligero descuido, pues esta etapa de la obra es diferente de todas las anteriores. Lo que Dios está perfeccionando es la fe de las personas, que es tanto invisible como intangible. Lo que Dios hace es convertir las palabras en fe, amor y vida. Las personas deben llegar a un punto en el que hayan soportado centenares de refinamientos y en el que tengan una fe mayor que la de Job. Deben soportar un sufrimiento increíble y todo tipo de torturas sin dejar jamás a Dios. Cuando son sumisas hasta la muerte y tienen una gran fe en Dios, entonces esta etapa de la obra de Dios está completa(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La senda… (8)). El sonido de la canción resonaba en el valle: era claro, melodioso y hermoso. Me resultaba muy agradable y motivador escucharlo. Luego me desperté de repente. Todavía sentía mucho dolor, pero sentía paz interior. Vi a un agente que estaba descansando en una silla, exhausto y respirando con dificultad. Otro agente dijo: “Estoy impresionado. Esta mujer es de hierro, nada puede matarla”. Di gracias y alabanzas a Dios al oír esto. Fue Dios quien me dio esclarecimiento y guía, me permitió ver esta visión, me dio fuerza y me guió en este momento difícil. Mi fe en Dios aumentó. Después, uno de los agentes me lanzó la camisa y los pantalones y se marchó abatido. Las descargas eléctricas me habían debilitado y me dolía mucho al sentarme. Con mucho esfuerzo, conseguí ponerme la ropa tumbada en el suelo, pero mi ropa interior no aparecía por ninguna parte y me habían desgarrado la vestimenta. Apenas podía taparme con ella. Me sentía como si las descargas eléctricas me hubieran arrancado una capa de piel, y la ropa se me pegaba dolorosamente a la carne. Las heridas provocadas por las descargas eléctricas tardaron más de un año en curarse, y me quedaron síntomas residuales. Desde entonces, a menudo tengo espasmos involuntarios de cuerpo entero, no puedo abrir la mandíbula y se me tensiona todo el cuerpo. Si esto sucede de noche, no duermo bien, y al día siguiente estoy agotada y sin energía.

En mi quinto día de arresto, la policía me llevó a una casa de detención. Tras cinco días sin comer ni beber, tenía la garganta demasiado seca como para tragar. Las otras presas me trajeron un montón de arroz frío y seco, me abrieron la boca con palillos y me lo metieron a la fuerza, mientras gritaban: “¡Date prisa y trágatelo, verás qué pasa si no!”. Parecía que estuviera tragando clavos: me dolía tanto la garganta que se me saltaban las lágrimas. Ese tipo de humillación y acoso era rutinario allí dentro. Un día, la cabecilla de las presas sacó unas tijeras de algún sitio, me inmovilizó sobre un banquillo y preguntó a otras presas qué corte de pelo hacerme. Una dijo: “¡Es una persona religiosa, así que córtale el pelo a lo bruja!”. La cabecilla de las presas me cortó las trenzas enseguida, y las demás se echaron a reír al verme el pelo hecho un desastre. Una vociferó: “¡Hazle un corte de monja!”. La cabecilla de las presas me cortó gran parte del pelo, de modo que se me veía el cuero cabelludo, y las demás se echaron de nuevo a reír. Esta humillación fue horrible para mí y no pude contener las lágrimas. No podía levantar los brazos ni las piernas después de que me colgaran de aquellas esposas y me dieran descargas eléctricas, y al intentar andar me dolían mucho las piernas. Pese a ello, tenía que hacer ejercicios diarios con todas las demás, levantando las piernas y bajándolas con fuerza, y emitiendo sonidos estridentes. Estos movimientos eran siempre muy dolorosos. Como estaba débil y sin fuerzas, y no podía seguir el ritmo, la cabecilla de las presas me pellizcaba el cuerpo y me dejaba moratones. Esto era especialmente incómodo durante la menstruación. No había papel higiénico, no tenía ropa interior y la cabecilla de las presas solo me había dado un uniforme, con lo que tenía los pantalones manchados de sangre y no podía cambiármelos. Además, la tela del uniforme era muy áspera, por lo que se endurecía cuando se secaba la sangre en ella. No habían cicatrizado las heridas que me habían hecho en la ingle las descargas eléctricas, así que me dolía mucho caminar, y cada vez que hacíamos ejercicios, el uniforme me rozaba las heridas, que se sentían como cortadas a cuchillo. Lo peor era que, sin papel higiénico, no tenía más remedio que lavarme con agua fría. Ya había tenido hemorragias antes de ser creyente y me preocupaba que se repitieran por el agua fría. En aquellos días, creía que verdaderamente no resistiría. No sabía cuándo acabaría todo y no quería quedarme ni un momento más en aquella cárcel de demonios. En determinado punto de mi desdicha, volví a pensar en la muerte. Al darme cuenta de que mi corazón se estaba apartando de Dios, oré para pedirle que me guiara para superar mi situación. Un día recordé este pasaje de las palabras de Dios: “Cuando te enfrentes a sufrimientos debes ser capaz de no considerar la carne ni quejarte contra Dios. Cuando Él se esconde de ti, debes ser capaz de tener la fe para seguirlo, de mantener tu amor anterior sin permitir que flaquee o desaparezca. Independientemente de lo que Dios haga, debes someterte a Su designio, y estar más dispuesto a maldecir tu propia carne que a quejarte contra Él. Cuando te enfrentas a las pruebas, debes satisfacer a Dios, a pesar de cualquier reticencia a deshacerte de algo que amas o del llanto amargo. Solo esto es amor y fe verdaderos(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que serán hechos perfectos deben someterse al refinamiento). Con las palabras de Dios comprendí que Él permitía que experimentara la persecución del gran dragón rojo para probarme, para ver si tenía verdadera fe en Él. Eso me recordó a Job y a Pedro. A Job lo atacó y torturó Satanás: le salieron llagas malignas en todo el cuerpo, lo que le hizo sentirse terriblemente desdichado, y se sentó sobre un montón de cenizas, rascándose el cuerpo con un tiesto. Sin embargo, no culpó a Dios, sino que alabó Su nombre. Pedro fue crucificado cabeza abajo por causa de Dios y supo someterse hasta la muerte, con lo que dio rotundo testimonio. Ambos dieron testimonio de Dios en medio del sufrimiento. En comparación con ellos, yo realmente tenía muy poca fe. Cuanto más lo pensaba, más avergonzada me sentía, por lo que oré en silencio: “Oh, Dios mío, sea cual sea mi sufrimiento, ¡quiero seguirte! Cuanto más me torture el gran dragón rojo, más deseo ampararme en Ti, mantenerme firme en el testimonio ¡y humillar a Satanás!”.

Un día, la policía llamó a mi marido para que viniera. Al ver que me habían torturado tanto que apenas parecía humana, se echó a llorar allí mismo y me preguntó: “¿Cómo puedes soportar esta clase de tortura? El jefe Zhu ha dicho que, si les cuentas lo que sabes, podremos irnos a casa”. Como yo seguía sin hablar, el jefe Zhu llamó entonces a mi hija, quien, llorando, me habló así: “Mamá, ¿dónde estás? Los maestros y otros niños del colegio dicen que soy hija de la líder de una secta. Todos me acosan y me ignoran. Todos los días me escondo en un rincón de clase, llorando…”. Alejé el teléfono de la oreja, verdaderamente incapaz de seguir escuchando. Se sentía como si me retorcieran un cuchillo en el corazón, y no podía parar de llorar. El jefe Zhu aprovechó la ocasión para señalar: “Habla con nosotros. Dinos una casa donde se guarde dinero de la iglesia, solo una, y podrás reunirte con tu familia”. Me sentía un poco débil en ese momento. Pensé que, si no decía nada, mi marido y mi hija también se verían implicados, así que tal vez podría contar algún dato no demasiado importante. Me percaté entonces de que esto no concordaba con la intención de Dios, por lo que rápidamente le oré para pedirle que velara por mí para que pudiera vencer esta tentación de Satanás. Luego recordé algo que Dios había manifestado: “En todo momento, Mi pueblo debe estar en guardia contra las astutas maquinaciones de Satanás, protegiendo la puerta de Mi casa para Mí […] para evitar caer en la trampa de Satanás, momento en el que sería demasiado tarde para lamentarse(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 3). El esclarecimiento de las palabras de Dios llegó justo a tiempo. De repente me di cuenta de que Satanás trataba de utilizar mi amor por mi familia para atacarme, para hacer que traicionara a Dios. No podía caer en su trampa: no podía traicionar a los hermanos y hermanas por mi familia. Y entonces recordé algo más de las palabras de Dios: “Debes sufrir adversidades por la verdad, debes entregarte a la verdad, debes soportar humillación por la verdad y, para obtener más de la verdad, debes padecer más sufrimiento. Esto es lo que debes hacer. No debes desechar la verdad en beneficio de una vida familiar pacífica y no debes perder toda una vida de dignidad e integridad por el bien de un disfrute momentáneo. Debes buscar todo lo que es hermoso y bueno, y debes buscar un camino en la vida que sea de mayor significado(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio). Al meditar las palabras de Dios, sentí un alto grado de culpa y remordimiento. Me acordé de Job, cuando lo tentó Satanás y perdió a sus hijos y todas sus posesiones, y de que, pese a ello, no culpó a Dios. Mantuvo su fe en Él y dio un maravilloso y rotundo testimonio de Él. Sin embargo, ante las tentaciones de la policía, yo había estado dispuesta a traicionar a los hermanos y hermanas y a traicionar a Dios por preservar los intereses de mi familia. Realmente carecía de conciencia; era muy egoísta y despreciable y hería a Dios. Cada vez que me encontraba en peligro, Dios estaba allí guiándome y protegiéndome, dándome fe y fortaleza con Sus palabras. Su amor por mí es muy real, y ahora que me tocaba tomar una decisión a mí, no podía traicionar a los demás miembros de la iglesia por mi marido y mi hija. El destino en la vida de cada cual está predestinado por Dios, y el destino de mi marido y el de mi hija estaban en manos de Dios; Satanás no puede decidirlos. Sabía que debía encomendar todo a Dios. Cuando lo pensé de esa manera, ya no me preocupaba lo que mi familia fuera a afrontar, y me sentí decidida a rebelarme contra la carne y a mantenerme firme en mi testimonio para Dios.

Al vigesimoctavo día de mi arresto, la policía nos envió a Guilan y a mí a un centro de detención, donde nos encerró con prostitutas que habían contraído infecciones de transmisión sexual. Era una celda a la que ni la policía quería acercarse. Algunas presas tenían llagas por todo el cuerpo y la piel se les estaba pudriendo, y otras tenían en los genitales úlceras purulentas que les resultaban insoportablemente dolorosas; se tapaban con sábanas mugrientas y rebotaban sobre las camas de cemento. Al no haber medicamentos, lo único que podían hacer era aliviar el dolor con sal y pasta de dientes. Parte de la ropa interior que habían lavado y puesto a secar al aire hasta tenía ladillas que entraban y salían por las costuras. Pensé para mis adentros: “Este no es lugar para seres humanos, ¡sino un pozo de enfermedad! ¿Cómo voy a seguir viviendo si contraigo una enfermedad de transmisión sexual o el sida mientras estoy aquí?”. Con cierto miedo, oré a Dios para pedirle que me protegiera y guiara. Luego recordé algo que Él dijo: “De todo lo que acontece en el universo, no hay nada en lo que Yo no tenga la última palabra. ¿Hay algo que no esté en Mis manos?(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 1). Sí, todo está en manos de Dios y, si Él no lo permitía, yo no contraería infección alguna mientras viviera con esas mujeres; si, efectivamente, me infectaba, sería algo por lo que era preciso que pasara. Estos pensamientos apaciguaron mi miedo y pude afrontar la situación con calma. Durante los seis meses posteriores, aunque dormía y comía con esas otras presas, no contraje ninguna infección gracias a la protección de Dios.

En el centro de detención, la policía asignó a un par de espías para que se ganaran mi confianza y obtuvieran información sobre la iglesia. Poco después de ingresar en el centro de detención, otra presa empezó a tratar de congraciarse conmigo alegando que también ella quería ser creyente y que admiraba mucho a los que son líderes u obreros en la iglesia, para luego preguntarme si yo era líder. En ese momento me puse en guardia de inmediato y me apresuré a cambiar de tema. Después, cada vez que ella sacaba a colación algo sobre la fe en Dios, yo cambiaba de conversación, con lo que no me sonsacaba nada. No tardó en abandonar el centro de detención. Poco después, un día que estaba pasando por delante de las celdas de los hombres, uno me tiró un papel. Decía que lo habían detenido por predicar el evangelio y lo habían condenado a año y medio. Añadía que esperaba que pudiéramos ayudarnos mutuamente y que quería que respondiera a su carta. Me preguntaba si él realmente era creyente. Mientras dudaba si responder a su carta o no, de pronto me vinieron a la mente unas palabras de Dios: “Debéis estar despiertos y esperando en todo momento, y debéis orar más delante de Mí. Debéis desentrañar las diversas tramas y argucias engañosas de Satanás, reconocer los espíritus, conocer a la gente y ser capaces de discernir todo tipo de personas, acontecimientos y cosas(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 17). Las palabras de Dios me supusieron una llamada de atención inmediata. ¿Acaso era una trama de Satanás? En ese momento realmente no lo entendía, así que oré a Dios una y otra vez para pedirle que me lo revelara. Aproximadamente una semana más tarde, cuando todos los presos estaban juntos en el patio, vi por casualidad a aquel hombre. Me confundió que no tuviera la cabeza rapada: si todos los presos varones tienen que raparse la cabeza cuando los condenan, ¿por qué conservaba el pelo? Justo cuando lo estaba pensando, una presa que estaba a mi lado me dio un golpecito, lo señaló a él y dijo en tono muy complacido: “Ese tipo es policía, pagó por mis servicios hace un tiempo”. Entendí inmediatamente que era policía y que intentaba acercarse a mí para sonsacarme una confesión. Vi que el gran dragón rojo realmente tiene planes de todo tipo; ¡qué vil y detestable! Di gracias a Dios de corazón por Su protección, que me había permitido descubrir una y otra vez las trampas de Satanás y me había impedido caer en ellas.

En enero de 2007, la policía me envió a un campo de trabajo con Guilan y otras tres personas condenadas por delitos de drogas. Nunca olvidaré la humillación que sufrí aquel día. Cuando llegamos, era mediodía y caía una ligera nevada; en el patio del campo de trabajo había cientos de presas haciendo cola para comer. Los policías se acercaron a nosotras con mirada sombría y mandaron a las condenadas por drogas a por comida, dejándonos allí solas a Guilan y a mí. Nos ordenaron entonces que nos quitáramos toda la ropa. Me preguntaba si iban a cachearnos con todas esas presas ahí mirando. Como no me quitaba la ropa, un par de agentes se abalanzaron sobre nosotras y nos quitaron toda la ropa a la fuerza, tanto a Guilan como a mí. Para mí, que me desnudaran completamente delante de toda aquella gente fue incluso peor que si me hubieran matado. Una fila de ojos detrás de otra nos miraba fijamente, y yo agaché la cabeza, me abracé al pecho y me puse en cuclillas. Un agente me levantó y me gritó que pusiera las manos detrás de la cabeza, que me pusiera de pie con las piernas separadas, que mirara a todas las presas y que hiciera sentadillas. Guilan tuvo que hacer lo mismo, y vi que le temblaba todo el cuerpo. Había adelgazado tanto que ya no era más que un saco de huesos, y tenía cicatrices en el cuerpo: también debían de haberla torturado mucho a ella. El policía señaló hacia nosotras y gritó a las demás: “Estas dos creen en Dios Todopoderoso. Si alguna de ustedes se hace creyente, ¡acabará igual que ellas!”. Esto provocó muchas disputas entre las presas, y algunas dijeron burlonamente: “¿Por qué no viene a salvarlas su Dios?”. Tuvimos que seguir haciendo sentadillas de esa manera, delante de cientos de personas, durante unos diez minutos. Nunca había sufrido semejante humillación y no podía parar de llorar. Si allí hubiera habido una pared, habría deseado estrellar la cabeza contra ella para acabar con mi vida. Recordé entonces un himno de la iglesia: “El rey demonio Satanás es sumamente cruel, es de veras desvergonzado y despreciable. Veo claramente el semblante demoniaco de Satanás y mi corazón ama incluso más a Cristo. Nunca prolongaré una existencia innoble al hincar la rodilla ante Satanás y traicionar a Dios. Sufriré toda clase de adversidades y dolor y sobreviviré a la noche más oscura. Para dar consuelo al corazón de Dios, daré un testimonio victorioso” (Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos, Alzarse en la oscuridad y la opresión). Mientras reflexionaba sobre la letra de este himno, me acordé del Señor Jesús crucificado: los soldados romanos lo golpearon, lo humillaron y le escupieron en la cara. Dios es santo, por lo que no debería soportar ese tipo de sufrimiento, pero soportó el dolor y la humillación máximos por salvar a la humanidad y finalmente fue crucificado por nuestra causa. Soportó una indignidad y un sufrimiento inauditos. Sin embargo, yo, como ser humano corrupto, quería morir cuando era humillada y no tenía testimonio. Los demonios y Satanás me humillaban por seguir a Dios: eso era persecución por causa de la justicia, ¡algo glorioso! Cuanto más me humillaba y perseguía el Partido Comunista, más me daba cuenta de lo despreciable y vil que era, y más capaz era de rechazarlo, rebelarme contra él y confirmar mi decisión de mantenerme firme en mi testimonio para Dios.

Después, un par de guardias nos llevaron al lado de una escalera, momento en que otras dos presas bajaron corriendo y se pusieron a darnos puñetazos y patadas, me agarraron del pelo y me golpearon la cabeza contra la pared, lo que hizo que me zumbaran los oídos. Al poco tiempo no oía nada, y me sentía como si me hubieran abierto la cabeza. Guilan sangraba por los ojos, la nariz, la boca y las orejas. Tras la paliza, las presas nos sacaron a rastras a un balcón para que nos quedáramos allí quietas castigadas. Por entonces nevaba copiosamente, soplaba un viento frío y las temperaturas nocturnas bajaban a 7 u 8 grados bajo cero. Como solo llevábamos ropa interior larga, tiritábamos de frío. Cuando llegué a un extremo en que realmente ya no podía más y quería cambiar de postura, desplacé ligeramente los pies y las presas se acercaron como si fueran a pegarme. Al día siguiente, me dolía todo el cuerpo por el frío, y sentía que el corazón me iba a fallar. Además, sentía pinchazos en los pies. Aquella sensación era peor que la propia muerte, y cada minuto, difícil de soportar. Llegado mi dolor a cierto punto, me entraron ganas de tirarme por el balcón y acabar con mi vida. No obstante, me di cuenta inmediatamente de que esa idea no era conforme a la intención de Dios, así que me apresuré a recurrir a Él: “Dios mío, prácticamente no aguanto más. En verdad no puedo más; por favor, dame fe para soportar este sufrimiento”. Después de orar recordé un himno de las palabras de Dios titulado Busca amar a Dios sin importar lo mucho que sufras: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y dejar que Él os instrumente; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio firme y rotundo(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios). Vi que Dios siempre me guiaba, me cuidaba y velaba por mí. Al pensar en la tortura y humillación que había experimentado, me di cuenta de que, de no haber sido por la guía de Dios o por la fe y la fortaleza que me dieron Sus palabras, no habría podido superar el maltrato de aquellos demonios. Dios me había enseñado a vivir hasta ese día y esperaba que yo pudiera dar testimonio para Él ante Satanás. Sin embargo, ahora, con tal de ahorrarme un poco de sufrimiento físico, quería acabar con mi vida. Era muy débil. ¿Qué tenía eso de testimonio de Dios? ¿Acaso morir no significaría que había caído en las tramas de Satanás? No podía morir, tenía que mantenerme firme en el testimonio y humillar a Satanás. Al pensarlo así, para cuando quise darme cuenta, ya no sentía frío, y sentía calor en todo el cuerpo.

La cabecilla de las presas no nos permitió dejar de estar paradas hasta la tarde del tercer día. Tanto las piernas de Guilan como las mías estaban tremendamente hinchadas y parecía como si la sangre se hubiera solidificado en ellas. Se nos veían las venas de todas las piernas y nos dolían mucho los pies, pese a lo cual di gracias a Dios. Guilan y yo habíamos estado dos días y dos noches en el balcón, con frío y nieve, sin comer ni beber nada, pero no morimos de frío ni nos resfriamos tan siquiera. Esa fue la protección de Dios.

Durante mi estancia en el campo de trabajo, cada día tenía que resistir más de 12 horas, incluso hasta 22, de trabajos forzados, y a menudo me pegaba y castigaba la cabecilla de las presas por no terminar mis tareas. Sin embargo, Dios continuó dándome esclarecimiento y guía, con lo que pude superar un año y medio de infernal vida carcelaria. Dios estuvo a mi lado todo el tiempo, velando por mí y protegiéndome. Me torturaron y humillaron muchas veces, hasta el punto de querer acabar con mi vida, y fueron las palabras de Dios las que me dieron fe y fortaleza y me guiaron en cada tempestad. ¡Dios me ha dado esta vida! Al experimentar la opresión del gran dragón rojo, he aprendido que lo único en lo que realmente podemos ampararnos es en Dios; solo Él ama de verdad a la humanidad, y solo Él puede salvarnos de la corrupción y el asolamiento de Satanás y llevarnos a vivir en la luz. ¡Gracias a Dios!

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