Qué bien sienta quitarse el disfraz
En septiembre de 2018 me eligieron líder de la iglesia. En ese momento me sentí muy feliz. Creía que mi elección se debía a que era mejor que la mayoría de hermanos y hermanas, y que debía buscar la verdad y cumplir con mis deberes. No quería que nadie pensara que mi liderazgo era solo simbólico. Un día fui a una reunión grupal. Al comentar sobre obra, algunos hermanos y hermanas empezaron a hablar de competencias especializadas. Me puse un poco nerviosa. No sabía casi nada de eso. ¿Y si me hacían preguntas y no sabía responder? ¿Me despreciarían y se preguntarían por qué era líder si no entendía nada? Podía quedarme callada, pero ¿no me convertía eso en una líder inútil? ¿Qué podía hacer? Me quedé allí sentada, con los nervios de punta, preocupadísima. No entendía nada de lo que decían. Cuando terminaron de hablar, dije rápidamente: “Si no hay más preguntas, aquí acaba la reunión”. No pude relajarme hasta que me marché. Pensé: “Este grupo requiere mucho conocimiento profesional y yo no sé nada al respecto, mejor será que no vaya a muchas reuniones. Si los demás se enteran de que no sé mucho sobre asuntos profesionales, sin duda me despreciarán. ¿Quién me tomaría en serio después de eso?”.
Durante las dos semanas siguientes, me reuní a diario con otros grupos y ayudé a resolver sus problemas y dificultades. Nuestra vida de iglesia mejoró. Todo el mundo me apoyaba, y me apetecía reunirme con esos grupos. Pero me preocupaba el grupo que necesitaba conocimientos especializados. Tenía miedo de no saber de qué hablaban, así que inventaba excusas y rara vez iba. Una noche, la hermana con la que trabajaba me dijo que el grupo tenía algunos problemas, así que me pidió que fuera a una reunión. Acepté de mala gana, pero estaba muy nerviosa. Pensé: “Si no puedo resolver el problema, ¿dirán los demás que soy una líder incompetente?”. Estaba preocupada. Al día siguiente, después de comunicar la palabra de Dios, temí que hicieran preguntas profesionales y parecer estúpida si no sabía responderlas. Así que me armé de valor y continué hablando para esquivar la situación, pero me sentía intranquila. Les pregunté si quedaba algún problema más por resolver. El líder del grupo habló de sus problemas y soluciones. Me hice un lío cuando empezó a usar argot. No estaba segura de si los problemas se habían resuelto del todo o no. Si no encontraban una solución, afectaría a su progreso. Pero si les hacía preguntas concretas, seguramente querrían oír mi opinión. Además, como no entendía nada, sería incómodo. Después de considerarlo mucho, no dije nada. Entonces, una hermana habló de algunas dificultades que estaba experimentando, relacionadas con ciertos asuntos profesionales. Aquello me confundió todavía más. No me atreví a preguntarle qué quería decir. Temía que no me considerara una buena líder si no podía resolver su problema. Apenas hablé un poco y evité el tema diciendo: “Me ocuparé de eso más adelante”. Después de la reunión, estaba totalmente agotada. Me sentía vacía. No se había resuelto nada en ella. ¿Acaso no estaba simplemente saliendo del paso en mi deber? También sabía que los miembros de ese grupo no habían logrado mucho. Su obra apenas progresaba y me sentía mal por ello. Temía que me acusaran de no entender la obra y me despreciaran. Simplemente me las iba apañando en cada reunión. Nunca llegaba a entender la situación de la obra ni a resolver ningún problema real. No hacía nada de obra real. ¿Acaso no estaba engañando a Dios y a mis hermanos y hermanas? Me sentía incómoda y me culpaba a mí misma. Le oré a Dios para que me ayudara a hacer introspección y tratar de conocerme a mí misma.
Un día, durante los devocionales, leí un pasaje de las palabras de Dios: “Todos los seres humanos corruptos manifiestan este problema: cuando son hermanos y hermanas normales sin estatus, no se dan importancia al relacionarse o hablar con alguien ni adoptan un determinado estilo o tono discursivo; son, sencillamente, normales y corrientes y no necesitan aparentar. No sienten presión psicológica y saben compartir abiertamente y de corazón. Son accesibles y es fácil relacionarse con ellos; a los demás les parecen muy buena gente. Sin embargo, en cuanto logran estatus, se vuelven petulantes, como si nadie pudiera alcanzarlos; creen merecer respeto y que ellos y la gente normal están cortados por distintos patrones. Desprecian a las personas corrientes y dejan de compartir abiertamente con los demás. ¿Por qué ya no comparten abiertamente? Sienten que ahora tienen estatus y son líderes. Piensan que los líderes deben tener determinada imagen, estar un poco por encima de la gente normal, tener más estatura y ser capaces de asumir más responsabilidad; creen que, en comparación con la gente normal, los líderes deben tener más paciencia, ser capaces de sufrir, de esforzarse más y de soportar toda tentación. Piensan, incluso, que los líderes no pueden llorar, con independencia de cuántos miembros de su familia mueran, y que, si tienen que llorar, deben hacerlo en privado para que nadie vea en ellos limitaciones, defectos ni debilidades. Llegan a creer que los líderes no pueden decir a nadie que han caído en la negatividad; por el contrario, deben ocultar todas esas cosas. Creen que así debe actuar una persona con estatus” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Para resolver el propio carácter corrupto, la persona debe tener una senda específica de práctica). Las palabras de Dios revelaron mi verdadero estado. Antes de ser líder, si no entendía algo, se lo preguntaba a alguien. Compartía abiertamente con los demás si tenía algún problema o dificultad. Tras convertirme en líder, creía que debía ser mejor que los demás, que al haber sido elegida por mis hermanos y hermanas, debía actuar como una líder. Tenía que ser mejor que ellos, debía ser capaz de entender y resolver cualquier cosa. Por eso, cuando iba a las reuniones grupales, me comportaba diferente. Pero como había algunas cosas que no entendía, tenía miedo de que los demás me despreciaran. Empecé a actuar de manera falsa, a fingir y a eludir mi deber. Atendía a los grupos con las tareas más fáciles para poder mostrar mi talento, y evitaba los grupos que se enfrentaban a tareas difíciles o ámbitos que no entendía para no perder reputación ni hacer un mal trabajo. Aunque hubiera acudido, me habría limitado a decir cosas sin sentido para salir del paso. No podía enfrentarme a los problemas reales de esos grupos. Me importaba demasiado de mi vanidad y ser líder. La casa de Dios exige que los líderes profundicen en todas las tareas para comunicar la verdad y resolver los problemas a los que se enfrentan los hermanos y hermanas, y así desempeñen sus deberes de acuerdo con los principios de la verdad. Eso implica hacer obra real y preocuparse por la voluntad de Dios. Sabía que los hermanos y hermanas de ese grupo se enfrentaban a dificultades, pero no estaba dispuesta a ocuparme de sus problemas ni a buscar la verdad para resolverlos. Estaba obsesionada con mi propia vanidad, era descuidada en mi deber y vivía solo para el prestigio. Olvidé toda la obra de la casa de Dios. Por tanto, los problemas de ese grupo no se resolvieron y su progreso se retrasó. ¿Acaso no era una falsa líder que disfrutaba de ese estatus sin hacer obra real? Buscar estatus es agotador y provoca inquietud. También conlleva la interrupción de la obra de la casa de Dios, es una situación insostenible. Si no me arrepentía, estaría haciendo el mal y oponiéndome a Dios, que sin duda me abandonaría. Oré enseguida a Dios y busqué el camino de práctica.
Entonces, leí otro pasaje de las palabras de Dios. “Cuando no tienes estatus, puedes analizarte con frecuencia y llegar a conocerte. Los demás pueden sacar provecho de esto. Cuando tienes estatus, puedes analizarte igualmente con frecuencia y llegar a conocerte, con lo que los demás entenderán la realidad de la verdad y comprenderán la voluntad de Dios a partir de tus experiencias. También la gente puede sacar provecho de esto, ¿no? Si practicas así, tengas o no estatus, otras personas sacarán provecho de todos modos. Entonces, ¿qué significa el estatus para ti? En realidad, es un añadido, algo adicional, como una prenda de ropa o un sombrero; mientras no lo consideres demasiado importante, no te podrá limitar. Si amas el estatus y haces especial hincapié en él, de tal forma que siempre lo consideras un asunto de importancia, te tendrá bajo su control; después ya no querrás conocerte ni estarás dispuesto a sincerarte y desenmascararte, ni a dejar de lado tu rol de líder para hablar y relacionarte con los demás y cumplir con el deber. ¿Qué problema tienes? ¿No has asumido este estatus por ti mismo? ¿Y luego no has continuado ocupando esa posición y no estás dispuesto a renunciar a ella, e incluso a rivalizar con otros para preservar tu estatus? ¿No te estás atormentando? Si terminas atormentándote hasta la muerte, ¿a quién podrás culpar? Si al tener estatus eres capaz de abstenerte de mirar a los demás por encima del hombro, y en cambio te centras en la manera correcta de cumplir con el deber, haciendo todo lo que debes y cumpliendo con los deberes que tienes, y si te consideras un hermano o una hermana normal, ¿no te habrás quitado de encima el yugo del estatus?” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Para resolver el propio carácter corrupto, la persona debe tener una senda específica de práctica). Después de leer las palabras de Dios, entendí que, cuando Dios me exaltó para cumplir con mi deber como líder, no me estaba dando estatus, sino una comisión, una responsabilidad. No importaba lo complicados que fueran los problemas, debía dedicarme totalmente a resolverlos. Al interactuar con los hermanos y hermanas, no debía confiar en mi estatus de líder. Siempre que revele un carácter corrupto o surjan dificultades o carencias, debo comunicar abiertamente y ser sincera, y dejar que otros vean mi corrupción y mis carencias y sepan exactamente quién soy. No debe haber farsas ni pretensiones. Solo debo ser yo misma y comunicar sobre lo que entiendo. Cuando no entienda algo, debo buscar la verdad y compartir con mis hermanos y hermanas para hacer la mejor obra posible juntos. Más tarde volví a las reuniones de ese grupo. Cuando me encontraba con problemas que requerían ciertos conocimientos, abandonaba mi ego conscientemente. Preguntaba activamente lo que no entendía y les pedía que me lo explicaran. Y eso no hacía que me infravaloraran. También se sinceraron sobre sus problemas y dificultades en su obra. Cuando hablaban, los escuchaba atentamente e intentaba comprender. Así conseguí entender mejor sus problemas y compartir con ellos usando los principios de la verdad. Además, estudiaba los asuntos más especializados en mi tiempo libre. Cuando me encontraba con alguna dificultad, les preguntaba en busca de respuestas. Obrando juntos, fuimos capaces de complementarnos. Comenzamos a resolver muchos problemas de nuestra obra y logramos mejores resultados en nuestro deber. Me sentí mucho más tranquila y relajada.
Unos meses después, la iglesia amplió el alcance de mi obra. Sabía que tenía mucho que aprender. Cuando me veía en dificultades, a menudo le oraba a Dios, ponía en práctica Sus palabras y resolvía algunos problemas prácticos. Los hermanos y hermanas comenzaron a aprobarme y admirarme, y empecé a disfrutar de esa sensación. Sin darme cuenta, empecé a centrarme de nuevo en el estatus. Un día, durante una reunión de colaboradores, nuestro líder dijo que las reuniones de cierta iglesia no habían sido muy efectivas. Mis compañeros recomendaron que fuera a la iglesia para resolver el problema. Pensé: “Parece que poseo algo de realidad de la verdad y puedo ayudar a resolver problemas. Debo destacar entre los colaboradores. Tengo que trabajar duro y demostrarles lo que puedo hacer”. A causa de mis intenciones equivocadas, Dios organizó una situación para tratarme. Un día, la hermana Li, una líder de grupo, tuvo algunas dificultades y se sentía un poco negativa. Encontré rápidamente dos pasajes de las palabras de Dios y usé mi experiencia para compartir con ella. Pasados treinta minutos, parecía no tener ningún efecto en ella. Además, sentía que mi comunicación era aburrida y no resolvía nada. Entonces, la hermana An mencionó un pasaje de las palabras de Dios y la hermana Li comenzó a asentir, sonriente. En ese momento, me sentí un poco avergonzada. El pasaje al que se refería la hermana An era más apropiado. Me pregunté qué pensaría la hermana Li de mí. ¿Diría que no era una líder cualificada, que no podía citar pasajes adecuados de las palabras de Dios o resolver problemas tan bien como la hermana An? Me sentí frustrada y no quise seguir con la comunicación. Unos días después, el hermano Zhang estaba en una mala situación. Busqué de antemano algunos pasajes y pensé: “Necesito que esta comunicación vaya bien para mantener mi reputación ante la hermana An. Si no, ¿cómo voy a hacer este trabajo?”. Cuando vi al hermano Zhang, me sentí muy enérgica y proactiva. Traté de comunicar todo lo que sabía. Inesperadamente, el hermano Zhang me dijo con impaciencia: “Hermana, entiendo lo que dices, pero mi estado no mejora. Déjame pensarlo un poco más”. Sus palabras me sorprendieron. No supe qué decir. Quería esconderme debajo de una piedra. Estaba muy preocupada, y pensé: “¿Qué me pasa? Esto no solía suceder cuando hablaba con otros hermanos y hermanas. ¿Por qué sigo metiendo la pata? Esto hará que me menosprecien. ¿Dirán que lo único que hago es hablar y que no resuelvo problemas reales?”. Olvidé cómo terminó aquella reunión.
Después de eso, cada vez que estaba con la hermana An, me sentía muy cohibida. A veces, la forma en que me miraba o me hablaba eran un poco duras. Pensaba: “¿Tendrá algún problema conmigo? ¿Será que no me aprueba?”. Sentía que debía mantener las distancias en el futuro para no revelar más defectos. Delante de otros hermanos y hermanas, también mantuve con cuidado las apariencias. Me distancié de ellos intencionadamente y rara vez les hablaba o les ayudaba con sus problemas. Dejé de cumplir responsablemente con mi deber. Poco a poco, empecé a sentir una oscuridad que se cernía sobre mi corazón. No era capaz de entender o resolver los problemas de los demás. A veces, tenía miedo de reunirme con ellos. Cada día salía del paso y sentía que Dios me había abandonado. Fue entonces cuando, finalmente, le oré a Dios: “Dios, siempre trato de mantener mi reputación, siempre finjo. Ya no soy responsable en mi deber. Me has ocultado Tu rostro y esta es Tu justicia, pero estoy dispuesta a volverme hacia Ti y a reflexionar sobre mí misma”. Después de eso, leí las palabras de Dios: “Las personas mismas son objetos de creación. ¿Pueden los objetos de creación alcanzar la omnipotencia? ¿Pueden alcanzar la perfección y la impecabilidad? ¿Pueden alcanzar la destreza en todo, llegar a entenderlo todo y lograrlo todo? No pueden. Sin embargo, dentro de los humanos hay una debilidad. Tan pronto como aprenden una habilidad o profesión, las personas sienten que son capaces: ‘Soy alguien con estatus, una persona de valor; un profesional’. Sin importar lo capaces o incapaces que puedan ser, antes de que esto salga a la luz siquiera, quieren envolverse y disfrazarse como figuras importantes y volverse perfectas e impecables, sin ningún defecto. Simplemente quieren armarse de modo que a los ojos de los demás sean grandes, poderosos, totalmente capaces y sin nada que no pueda nacer; desean parecer capaces de hacerlo todo. Creen que, si pidieran ayuda en algún asunto, parecerían incapaces, débiles e inferiores y la gente los despreciaría. Por eso siempre quieren mantener las apariencias. […] ¿Qué tipo de carácter es este? ¡Estas personas son tan arrogantes que han perdido todo sentido!” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Los cinco estados necesarios para ir por el camino correcto en la fe propia). “Algunas personas idolatran de manera particular a Pablo: les gusta salir a pronunciar discursos y hacer obra, les gusta reunirse y hablar; les gusta que las personas las escuchen, las adoren y las rodeen. Les gusta tener estatus en el corazón de los demás y aprecian que otros valoren la imagen que muestran. Analicemos su naturaleza a partir de estos comportamientos: ¿Cuál es su naturaleza? Si de verdad se comportan así, entonces basta para mostrar que son arrogantes y engreídos. No adoran a Dios en absoluto; buscan un estatus elevado y desean tener autoridad sobre otros, poseerlos, y tener estatus en sus mentes. Esta es una imagen clásica de Satanás. Los aspectos de su naturaleza que más destacan son la arrogancia y el engreimiento, la negativa a adorar a Dios, y un deseo de ser adorados por los demás. Tales comportamientos pueden darte una visión muy clara de su naturaleza” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Cómo conocer la naturaleza del hombre). Después de leer las palabras de Dios, entendí que solo soy una de las criaturas de Dios. Es imposible para mí entender y dominarlo todo. Ya se trate de la verdad o de conocimientos especializados, mi comprensión es muy limitada. Es normal pasar cosas por alto y cometer errores, pero no me conocía a mí misma, y no quería admitir mis defectos. Quería ser perfecta, importante y poderosa, solo fingía ser otra persona y prestaba demasiada atención a lo que los demás pensaban de mí. Cuando mis compañeros recomendaron que fuera a esa iglesia a resolver sus problemas, sentí que tenía la realidad de la verdad y era mejor que ellos, así que quería mostrar mi talento y probarme. Cuando trabajaba con la hermana An, sentía que yo era la líder que acudía a resolver los problemas, así que debía ser mejor que ella en todo. Cuando vi que la hermana An resolvía los problemas de los demás y yo seguía metiendo la pata, sentí que había perdido reputación y quise salir corriendo, así que me distancié deliberadamente de los demás y empecé a eludir mi deber. Los problemas en la vida de iglesia continuaban, y eso impedía que los hermanos y hermanas ganaran la entrada en la vida. Me di cuenta de que mi falsedad se debía a que había sido corrompida por los venenos de Satanás, como: “El hombre siempre debería esforzarse para ser mejor que sus contemporáneos”, “Al igual que un árbol vive por su corteza, el hombre vive por su imagen”, y “Vaya donde vaya, uno siempre quiere dejar una buena impresión en los demás”. En cualquier grupo al que acudía, salía del paso fingiendo y ocultando mis defectos. Quería que la gente solo viera mi lado bueno y dejar una buena impresión. Pensaba que le daba valor y dignidad a mi vida, pero cuando desaparecía esa sensación, me quedaba abatida. Estaba siempre en guardia y sospechaba de los demás. Era agotador. Dios me elevó para cumplir mi deber como líder para exaltar y dar testimonio de Él, comunicar la verdad para resolver problemas prácticos y llevar a los hermanos y hermanas ante Dios. Pero no me esforcé en mantener la obra de la casa de Dios. En su lugar, lo tomé como una oportunidad para alardear y ser admirada. Como no conseguía lo que quería, descuidaba mi obra. Solo pensaba en cómo crecían o caían mi prestigio y mi estatus, y no busqué la verdad ni cumplí con mis responsabilidades. Por eso Dios me despreció y mi espíritu moró en la oscuridad. No solo no podía resolver ningún problema real, ni siquiera podía hacer las cosas de las que solía ser capaz. Fui testigo de la justicia y la santidad de Dios. La naturaleza de Pablo era arrogante y competitiva. Buscaba ciegamente el estatus y quería ser admirado. Llevó a la gente ante él y emprendió el camino de oposición a Dios. Yo buscaba ciegamente el estatus, no la verdad. Me importaba demasiado lo que los demás pensaban de mí y quería ganármelos y engañarlos. ¡Igual que Pablo, tomé la senda de oposición a Dios! Cuando me di cuenta, me apresuré a orar a Dios y me arrepentí. Ya no quería fingir más ni proteger mi propio estatus. Quería practicar la verdad y ser una persona honesta.
Cuando me volví a reunir con mis hermanos y hermanas, quise contarles lo que había pasado para exponer mi propia corrupción, pero no encontraba las palabras. Era la líder de la iglesia y se suponía que debía supervisar su obra. Si les contaba todo con pelos y señales, ¿pensarían que no soy una persona que busca la verdad, que no soy apta para ser líder? Era como un tira y afloja en mi mente. Fue entonces cuando me di cuenta de que de nuevo estaba tratando de fingir y mantener mi reputación. Pensé que seguía valorando el estatus una y otra vez, lo que alteraba la obra de la casa de Dios y me colocaba en la senda equivocada. Mi corazón se llenó de miedo. Pensé en las palabras de Dios: “No es necesario que ocultes nada, hagas modificaciones ni emplees trucos por el bien de tu reputación, tu dignidad y tu estatus, y esto también es aplicable a cualquier error que hayas cometido; ese trabajo absurdo es innecesario. Si no lo haces, vivirás de forma fácil y descansada y totalmente en la luz. Esa es la única clase de personas que pueden ganarse el elogio de Dios” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo quienes practican la verdad temen a Dios). Las palabras de Dios iluminaron mi corazón y me motivaron. Sentí que estar en ese ambiente era una oportunidad para practicar la verdad. Ya no podía ocultar mi verdadero ser y proteger mi estatus, así que compartí toda mi corrupción y las lecciones que había aprendido con mis hermanos y hermanas. Todos obtuvimos algo de esa comunicación y nos acercamos los unos a los otros. También hablamos de los problemas de la obra y, aprovechando las fortalezas de cada uno, pudimos rectificar los errores en nuestro deber. Pasado algún tiempo, los problemas en esa iglesia se resolvieron. El estado de los hermanos y hermanas también mejoró, y comenzaron a cumplir activamente con su deber. Después de eso, cuando hacía mi deber, aunque a veces me sentía oprimida por pensamientos sobre el estatus, podía orar conscientemente a Dios, practicar la verdad y ser honesta, y podía ser franca respecto a mi corrupción. Poco a poco, dejé de prestar tanta atención a mi estatus. Desde entonces, he sido capaz de llevarme bien con mis hermanos y hermanas simplemente siendo franca, sin fingir. Sin tanta farsa, soy capaz de buscar la verdad y cumplir mi deber con los pies en la tierra. ¡Este es el resultado del juicio y castigo de las palabras de Dios! ¡Gracias a Dios!
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