Mis altas expectativas perjudicaron a mi hijo
Cuando era joven, éramos cinco hermanos en casa, y yo era la mayor. Mi padre trabajó fuera de casa durante muchos años, y todas las tareas del hogar recayeron sobre mi madre. Yo veía que mi madre trabajaba demasiado y pasaba penurias, así que en tercer grado dejé la escuela y la ayudé con las labores del campo en casa. Solía estar tan cansada que me dolía el torso y la espalda, y pensaba que este tipo de vida era demasiado duro. Más tarde, mi primo entró a la universidad, y toda la familia se alegró mucho. Mis padres le elogiaban a menudo por haber logrado algo en la vida. En ese momento, tuve una idea: en toda mi vida nunca había recibido una buena educación ni había tenido la oportunidad de hacer algo por mí misma, pero más tarde, cuando tuviera hijos, definitivamente los cultivaría para que tuvieran grandes talentos. Así podríamos escapar de esta vida amarga de sudor y esfuerzo, y ganar la admiración y estima de familiares y vecinos, trayendo honor a la familia.
Después de casarme, tuve dos hijos. Cuando estaban en la escuela primaria, mi madre puso su fe en Dios. A veces se reunían y oraban juntos, e incluso enseñaron a mi madre a leer. Pero en esa época, yo deseaba de todo corazón que mis hijos estudiaran, así que cuando vi esto le dije a mi madre: “Cree lo que quieras, pero no hagas reuniones con mis hijos y no interrumpas sus estudios”. Más tarde, también acepté la obra de Dios en los últimos días, pero puse especial énfasis en los estudios y las notas de mis hijos. Incluso cuando de vez en cuando asistía a las reuniones, solo lo hacía por cumplir. Para ganar más dinero y permitir que mis hijos recibieran una buena educación, viajaba por todas partes con mi esposo recogiendo materiales reciclables. Cada día trabajaba de sol a sol, y estaba tan cansada que me dolía todo el cuerpo, pero no me permitía descansar. Solo tenía una idea en la cabeza: no importaba la lucha, tenía que asegurarme de que mis hijos recibieran una buena educación para que en el futuro pudieran ingresar a una universidad prestigiosa y tuvieran buenas perspectivas. Por eso, aunque estuviera agotada, ¡valdría la pena!
Una vez, volví a casa para visitar a mis hijos, y cuando mi madre me dijo que las notas de mi hijo habían bajado, me enfadé mucho y se lo reproché durante un buen rato, diciéndole: “¿Crees que es fácil para mí salir y ganar dinero? Todos menosprecian a los que recogemos chatarra; ¿acaso no estoy soportando todo esto por vosotros dos? Si no estudias duro, ¿qué vas a hacer?”. Mi hijo empezó a llorar y dijo: “Mamá, me equivoqué”. Después, temía que mi madre no pudiera manejar a mis dos hijos, y me preocupaba que sus estudios y notas empeoraran, así que alquilé un lugar cerca de la escuela de mis hijos y puse un pequeño negocio allí, aprovechando para supervisar la educación de mis dos hijos hasta el día en que ingresaron a la secundaria. En esos años, centré todos mis pensamientos en mis hijos: para que ingresaran a la universidad, mantenía un control estricto sobre sus estudios, y no tenían ni un segundo de tiempo libre. Si se tardaban un poco más en el baño, les decía que se apuraran. A veces, cuando querían salir a jugar o ver televisión para relajarse, los regañaba, diciéndoles: “Mirad a vuestro tío. Él ingresó a una universidad de renombre y el trabajo que encontró es respetable. Todos sus familiares y vecinos lo admiran. Deberíais aprender de él. Si no sufrís ahora y adquirís más conocimientos, ¿cómo podréis tener una buena vida después? Como dice el dicho: ‘Quien algo quiere, algo le cuesta’”. A veces, incluso les contaba historias clásicas de personas que se dedicaban con esmero a sus estudios para animarlos a estudiar con ahínco. Los dos niños decían, impotentes: “Mamá, deja de hablar. Ya hemos memorizado todo lo que dices. Relájate, ¡seguro vamos a ingresar a la universidad por ti!”. En esa época, me levantaba todos los días a las 5 am. para preparar el desayuno. Para que mis hijos ahorraran tiempo, les preparaba la cena por la noche y se la llevaba a la escuela para que comieran. Cuando terminaban de estudiar por su cuenta en la escuela tarde en la noche, volvían a casa y seguían estudiando. Temía que se volvieran perezosos, así que a menudo los acompañaba hasta la medianoche. En su vida diaria, también pensaba en todas las formas de regular sus comidas: había oído que la sopa de carpa cruciana era buena para el cerebro, así que la preparaba con frecuencia, e incluso compraba leche especial para el cerebro de los estudiantes y tónicos cerebrales. Todos los días tenían que comer un huevo de corral. Todo lo que oía que fuera bueno para el cuerpo de un niño, eso compraba. Lo hacía para que mis hijos fueran más inteligentes y sacaran mejores notas en los exámenes. Ambos niños se esforzaron mucho, y sus notas seguían subiendo. Mi hija por fin ingresó a la universidad, y las notas de los exámenes simulados de mi hijo lo situaron entre los mejores estudiantes. Me sentí muy feliz y pensé: “Si seguimos así, no debería ser un problema para mi hijo ingresar a una universidad prestigiosa”. Más tarde, vigilé aún más de cerca a mi hijo.
A medida que se acercaban los exámenes de ingreso a la universidad, mi hijo estaba muy nervioso debido a la presión y tenía dificultades para dormir por la noche. Al final, enfermó, tuvo fiebre y tos. Tomar medicamentos y recibir inyecciones no surtió efecto, y sus notas cayeron en picada. Ver eso me dolió mucho. Temía que si seguía estudiando su cuerpo no fuera capaz de soportarlo, pero el momento crucial estaba a punto de llegar. La enfermedad de mi hijo no mejoraba y sus notas bajaban, ¿cómo podría tener buenas perspectivas en el futuro? Si le salían mal las pruebas, ¿no serían en vano mis esfuerzos de los últimos años? Inaceptable. Para que mi hijo sacara una buena nota y tuviera buenas perspectivas en su futuro, tenía que seguir haciéndolo estudiar horas extras. Después de eso, todos los días me sentaba en la cabecera de la cama y observaba a mi hijo mientras estudiaba. Cuando me vio mirándolo fijamente, dijo con impotencia: “Si tengo hijos en el futuro, desde luego no los educaré como tú. Debería darles algo de libertad y dejarles jugar al baloncesto o al ping pong”. Cuando oí a mi hijo decir esto, me dolió el corazón, pero para que destacara y tuviera una buena vida en el futuro, tenía que hacerlo. Cuando vi que la enfermedad de mi hijo aún no mejoraba, me puse nerviosa y pensé: “Si la enfermedad de mi hijo no mejora para el examen de ingreso a la universidad, sin duda afectará su rendimiento. Si por casualidad el resultado es malo, ¿no se echarán a perder todos mis esfuerzos anteriores? Nuestros familiares y vecinos inevitablemente me convertirán en motivo de burla. Me he esforzado tanto y he pagado un precio tan alto, pero al final me he quedado sin nada. ¿Qué será de mi reputación?”. Para curar la enfermedad de mi hijo lo antes posible, recurrí a médicos de todas partes en busca de medicamentos, pero la dolencia de mi hijo seguía sin mejorar. Todos los días mi rostro se contorsionaba de preocupación y suspiraba pesadamente, pensando solo en cuándo mejoraría su enfermedad. Justo cuando había llegado a un callejón sin salida, recordé que era cristiana y que debía encomendar estas dificultades a Dios y recurrir a Él. Entonces, me presenté ante Dios en oración, diciendo: “¡Oh, Dios! Mi hijo ha tomado medicinas y ha recibido inyecciones para su enfermedad, pero aún no ha mejorado. Se acerca el examen de ingreso a la universidad y no sé qué hacer. Oh, Dios, por favor, garantiza que la enfermedad de mi hijo mejore rápido”. Una noche, me encontré con una hermana mientras paseaba. Me preguntó cómo me encontraba últimamente. Le conté a la hermana mi sufrimiento y ella compartió conmigo, diciendo: “Somos creyentes en Dios. Deberías encomendar a Dios los estudios de tu hijo y su condición; deja que Él se ocupe de eso”. La hermana incluso me leyó un pasaje de las palabras de Dios: “La suerte del hombre está controlada por las manos de Dios. Tú eres incapaz de controlarte a ti mismo: a pesar de que el hombre siempre está ocupándose para sí mismo, permanece incapaz de controlarse. Si pudieras conocer tu propia perspectiva, si pudieras controlar tu propio sino, ¿seguirías siendo un ser creado? […] Y así, independientemente de cómo Dios castigue y juzgue al hombre, todo es por el bien de la salvación de este. Aunque despoje al hombre de sus esperanzas carnales, es por el bien de su purificación, y su purificación es para que él pueda sobrevivir. El destino del hombre está en manos del Creador, por tanto, ¿cómo podría el hombre controlarse a sí mismo?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Restaurar la vida normal del hombre y llevarlo a un destino maravilloso). Tras oír las palabras de Dios, entendí que, para un ser creado, Dios ha determinado cuánto sufrimiento debe soportar y cuántas bendiciones debe disfrutar en esta vida; nadie puede cambiar eso. La gente piensa en todo por el bien de su destino y sus perspectivas de futuro, se apresuran y se ocupan por la fama y las ganancias, pero por mucho dinero que ganen o por muy elevada que sea su educación, no pueden cambiar su propio destino ni el de los demás. Pensé en cómo, en aras de perseguir ser sobresaliente y llevar el honor al nombre de mi familia, para vivir una vida elevada, tomé los sueños que yo misma no había realizado y se los impuse a mis hijos, esforzándome tanto por ellos. Para darles una buena educación, mi esposo y yo luchamos por trabajar y ganar dinero, e incluso cuando nuestros cuerpos colapsaban de agotamiento, seguíamos trabajando. Si nuestros hijos destacaban, todo el sufrimiento y el agotamiento valían la pena. Para que mis hijos ingresaran a universidades prestigiosas, no les di ninguna libertad. Los nervios de mi hijo estaban gravemente afectados, y no se atrevía a decir nada, aunque dormía mal. Le veía estudiar incluso mientras tosía y estaba enfermo. Todo lo que le di a mi hijo fue presión sobre sus nervios, y lo atormenté horriblemente. Lo controlaba y ambicionaba cambiar su destino. Esto no era someterse a la soberanía y los arreglos de Dios, ¡era rebelarse contra Dios! Al darme cuenta de esto, oré a Dios, diciéndole que estaba dispuesta a encomendarle las perspectivas futuras de mi hijo a Él, que no importaba si ingresaba a la universidad o no, pase lo que pase, no volvería a presionar a mi hijo de esa manera. Después de esto, mi corazón también encontró cierta liberación. Solo unos días después, me enteré de que un chico del tercer piso de nuestro edificio de repente, no estaba en sus cabales debido a la presión de sus estudios de tercer año; noche y día gritaba a sus padres: “¡Sois vosotros los que me habéis fastidiado! ¡Vosotros sois los que me habéis fastidiado!”. En ese momento, sentí mucho miedo, y todas las escenas en las que obligué a mi hijo a estudiar pasaron ante mis ojos como una película. Me preocupaba que, si seguía obligándolo a estudiar así, ¿acabaría mi hijo igual que aquel chico? Pensé para mis adentros, “No puedo seguir forzando así a mi hijo”. Desde ese momento, comencé a asistir regularmente a reuniones y a comer y beber las palabras de Dios, sin volver a obligarlo a estudiar.
Más tarde, mi hijo inesperadamente ingresó a una universidad prestigiosa. Me alegré mucho, pero después de que pasara la felicidad, mi corazón se sintió inquieto. Porque al leer las palabras de Dios, también entendí que el conocimiento contiene muchos pensamientos y puntos de vista ateos. Cuanto más conocimiento se adquiere, más venenos de Satanás se inyectan en ellos. Estas cosas hacen que las personas se alejen de Dios y lo nieguen, perdiendo finalmente Su salvación. Si mi hijo fuera a la universidad durante unos años y le llenaran la cabeza con muchas falacias de Satanás, le sería difícil presentarse ante Dios. Por eso pensé que, cuando regresara, me reuniría con él y lo haría comer y beber la palabra de Dios, sin dejar que se alejara demasiado de Él. Pensé en cómo, de pequeños, mis hijos creían en Dios e incluso oraban y se reunían con mi madre. Pero durante ese tiempo yo deseaba de todo corazón que recibieran una buena educación, y no quería llevarlos ante Dios. Ahora veía que el desastre se acercaba cada vez más. Mis hijos no creían en Dios, ni tenían Su cuidado y protección; quizás algún día se encontrarían con un desastre y morirían. Quería difundir el Evangelio entre mis hijos y llevarlos ante Dios. Así que, cuando volvían para pasar las vacaciones, les leía las palabras de Dios. Cuando les leía las palabras de Dios, escuchaban, pero en cuanto mencionaba organizar una reunión, mi hijo no estaba dispuesto. Me seguía apartando, diciendo: “¡Estoy demasiado ocupado! No fue fácil llegar a donde estoy hoy; si no estudio duro, ¿cómo voy a tener una buena vida? La competencia es extremadamente feroz ahora mismo, y no es fácil encontrar un trabajo respetable. No lo entiendo: ya tengo mi maestría y estoy estudiando para mi doctorado. ¿No es esto lo que siempre quisiste? Estoy a punto de lograr el éxito y el reconocimiento, y por fin tener una buena vida; deberías alegrarte por mí. ¿Por qué parece que te has convertido en otra persona y me dices que me eche atrás en el último momento?”. Cuando oí lo que dijo mi hijo, sentí una pena indescriptible. Cada palabra que dijo era lo que yo solía inyectarle en los oídos todos los días. Sobre todo, ahora que mi hijo estaba ocupado con su tesis, cada noche se quedaba despierto hasta pasada la una. Ya estaba quedándose calvo a los veinte años. Cuando vi lo agotado que estaba mi hijo, me sentí angustiada y triste, odiándome sólo a mí misma por cómo educaba a mi hijo entonces. Ahora había cultivado a mi hijo en un talento, pero estaba alejado de Dios.
Más tarde, medité: Había hecho todo lo posible para que mis hijos persiguieran el conocimiento, la fama y los beneficios, criándolos con el único propósito de que se convirtieran en talentos, pero ¿qué les había dado al final? ¿Les di la verdadera felicidad? Un día, durante una devoción espiritual, leí un pasaje de las palabras de Dios: “En lo que se refiere a las cargas procedentes de la familia, podemos debatirlas partiendo de dos aspectos. El primero es las expectativas paternas. Cada padre o anciano tiene diversas expectativas respecto a sus hijos, ya sean grandes o pequeñas. Esperan que estudien mucho, tengan buena conducta, destaquen en la escuela, su media sea de sobresaliente y no aflojen. Quieren que sus maestros y compañeros los respeten, y que saquen más de un 80 en todo. Si sacan un 60, la emprenden a golpes con ellos, y si sacan menos de 60, los ponen de cara a la pared para que piensen en sus fallos, o les hacen permanecer de pie y en silencio como castigo. No se les permite comer, dormir, ver la tele o jugar a videojuegos, y no les comprarán la ropa y los juguetes bonitos que les prometieron. Cada pareja de padres alberga múltiples expectativas hacia sus hijos y deposita en ellos grandes esperanzas. Ambos esperan que tengan éxito en la vida, avancen rápido en sus carreras y traigan honor y gloria a sus ancestros y a la familia. […] ¿Qué crean de manera inadvertida estos deseos paternos en los hijos? (Presión). Les crean presión, ¿y qué más? (Cargas). Se convierten en presión y también en ataduras. Dado que los padres tienen expectativas sobre sus hijos, los disciplinan, guían y educan de acuerdo con ellas. Llegarán incluso a invertir en sus hijos para satisfacer sus expectativas, o a pagar cualquier precio por ellas. Por ejemplo, los padres esperan de sus hijos que destaquen en la escuela, sean los mejores de su clase, saquen más de 90 en todos los exámenes, que siempre sean el número uno o, como poco, nunca queden por debajo del quinto puesto. Después de expresar estas expectativas, ¿acaso no están los padres haciendo a su vez ciertos sacrificios para ayudar a sus hijos a alcanzar estas metas? (Sí). A fin de alcanzarlas, los hijos se despiertan temprano todas las mañanas para repasar las lecciones y memorizar los textos, y sus padres también se levantan para hacerles compañía. Los días cálidos los abanican, les dan bebidas frescas o les compran helados. Se levantan a primera hora para prepararles a sus hijos leche de soja, palitos de masa frita y huevos. En especial durante los exámenes, les hacen comer dos huevos y un palito de masa, con la esperanza de que eso les haga sacar un 100. Si dices: ‘No puedo comerme todo eso, me basta con un huevo’, te replican: ‘Tonto, solo sacarás 10 puntos si te comes un huevo. Cómete otro por mamá. Esfuérzate, si te lo comes, sacarás cien puntos’. El niño dice: ‘Me acabo de levantar, todavía no tengo ganas de comer’. ‘¡No, tienes que comer! Sé bueno y escucha a tu madre. Mamá lo hace por tu propio bien, así que vamos, cómetelo, hazlo por tu madre’. El niño lo considera: ‘Mamá se preocupa mucho. Todo lo que hace es por mi bien, así que me lo voy a comer’. Lo que se come es el huevo, pero ¿qué es lo que se traga en realidad? La presión, la reticencia y la desgana. Comer es bueno y las expectativas de su madre son altas, y desde la óptica de la humanidad y la conciencia, uno debe aceptarlo, pero con base en la razón, debe resistirse a esta clase de amor y no aceptar esta manera de hacer las cosas. […] Algunos padres en particular depositan expectativas especiales en sus hijos, con la esperanza de que estos los superen, e incluso de que cumplan con un anhelo que ellos no fueron capaces de alcanzar. Por ejemplo, algunos padres puede que quisieran convertirse en bailarines, pero por varias razones, ya fuera la época en la que nacieron o las circunstancias de su familia, al final no fueron capaces de satisfacer ese anhelo. Así que lo proyectan en ti. Además de exigirte que te coloques entre las mejores en tus estudios y entres en una universidad prestigiosa, te apuntan a clases de baile. Aparte de la escuela, te hacen aprender diversos estilos de danza, estudiar más en las clases de baile, ensayar en casa y desde luego que seas la mejor de todas. Al final, no solo requieren de ti que te admitan en una prestigiosa universidad, sino también que te conviertas en bailarina. Tienes dos opciones, convertirte en bailarina o ir a una universidad de prestigio para después asistir a la escuela de posgrado y cursar un doctorado. Solo tienes dos sendas donde elegir. Por una parte, dentro de sus expectativas, esperan que te esfuerces mucho en los estudios, te admitan en la universidad prestigiosa, destaques entre tus coetáneos y tengas un futuro próspero y glorioso. Por otra, proyectan sus deseos incumplidos en ti, con la esperanza de que los cumplas tú por ellos. De este modo, en lo que se refiere al mundo académico o a tu carrera futura, acarreas dos cargas al mismo tiempo. Por un lado, tienes que estar a la altura de sus expectativas y retribuirles todo lo que han hecho por ti, esforzarte por acabar superando a tus compañeros para que tus padres puedan disfrutar de una buena vida. Por otro lado, has de cumplir los sueños que ellos no alcanzaron en su juventud para que se hagan realidad sus deseos. Resulta agotador, ¿verdad? (Sí). Una sola de esas cargas ya es mucho que soportar, solo una supone un enorme peso para ti y te tiene asfixiado. En especial en la época actual, donde hay una competencia extremadamente feroz, la variedad de exigencias que los padres depositan en sus hijos es simplemente insoportable e inhumana, se muestran claramente irracionales. ¿Cómo llaman a esto los no creyentes? Chantaje emocional. Da igual cómo lo llamen los no creyentes, ellos no pueden resolver este problema ni explicar con claridad su esencia. Lo denominan chantaje emocional, pero ¿cómo lo llamamos nosotros? (Ataduras y cargas). Lo llamamos cargas. ¿Son estas cargas algo que la gente deba acarrear? (No). Se trata de un añadido, algo adicional que tú asumes. No es parte de ti. No es algo que tu cuerpo, tu corazón ni tu alma tengan o necesiten, sino un añadido. Proviene de fuera, no de tu interior” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad 1. Cómo perseguir la verdad (16)). Cuando leí este pasaje de las palabras de Dios, sentí un golpe en el corazón. Así es como había educado a mis hijos. Desde muy joven había creído que tenía que trabajar en el campo y sufrir enormemente, todo porque no había estudiado a fondo ni recibido una buena educación cuando era joven. Así que tomé mis deseos no realizados y se los impuse a mis hijos, deseando que estudiaran mucho e ingresaran a universidad prestigiosa, para que en el futuro tuvieran buenas perspectivas, destacaran y trajeran honor a nuestra familia. Para lograr este objetivo, cuando mis hijos aún eran pequeños, los presioné. Cuando eran pequeños, estaban dispuestos a orar y reunirse, pero yo temía que esto afectara a sus estudios, así que no dejaba que mi madre se reuniera con ellos. Cuando deberían haber estado jugando, no los dejaba jugar, y cuando sus notas bajaban un poco, los reprendía, inculcándoles algunos pensamientos erróneos y presionándolos. Mi hijo enfermó a causa de toda la presión de los exámenes de ingreso a la universidad. Temía que esto afectara sus notas, así que todos los días lo vigilaba para que no se volviera perezoso. Me preocupaba que, si obtenía malos resultados, todos nuestros esfuerzos fueran realmente en vano. La presión que ejercía sobre mi hijo era realmente excesiva. Por fuera, parecía que hacía todo esto por mi hijo, pero en realidad solo quería que fuera a una universidad prestigiosa y destacara entre los demás, tocando mi propia trompeta y haciendo realidad mis ideales y deseos. Sin darme cuenta, le impuse a mi hijo una carga y una presión pesadas, como si le estuviera poniendo cadenas invisibles. Ahora, mi hijo había ingresado a la institución ideal y prestigiosa, y mis deseos se habían cumplido, mi rostro brillaba de honor, y mi vanidad estaba satisfecha, pero mi hijo se había alejado más de Dios. Ahora, cuando hablaba de temas de fe con él, seguía evadiendo y poniendo excusas, y no estaba de humor para leer las palabras de Dios. Cada día, se dejaba llevar de la correa por la fama y la ganancia. Se rompía la cabeza por la fama y la ganancia, y agotaba su pensamiento gestionando las relaciones personales; su vida era particularmente miserable y agotadora. Fui yo quien hizo que mi hijo se convirtiera en lo que era.
Más tarde, leí más palabras de Dios: “Por ejemplo, cuando eran jóvenes, los educabas constantemente, decías: ‘Estudia mucho, ve a la universidad, realiza estudios de posgrado o un doctorado, encuentra un buen trabajo, un buen partido para casarte y formar una familia, y entonces tendrás una buena vida’. Por medio de tu educación, tus ánimos y diversas formas de presión, vivieron y persiguieron el rumbo que les fijaste y lograron lo que esperabas, solamente conforme a tus deseos, y ahora son incapaces de volver atrás. Si después de haber llegado a entender ciertas verdades y las intenciones de Dios mediante tu fe, y de haber adquirido los pensamientos y los puntos de vista correctos, ahora les pides que no sigan persiguiendo esas cosas, es probable que respondan diciendo: ‘¿Acaso no estoy haciendo exactamente lo que querías? ¿No me enseñaste esto cuando era más pequeño? ¿Acaso no me lo exigías? ¿Por qué me lo impides ahora? ¿Estoy cometiendo un error? Me lo he ganado y ahora lo puedo disfrutar, deberías estar contento, satisfecho y orgulloso de mí, ¿no?’. ¿Cómo te sentirías al oír esto? ¿Deberías ponerte contento o echarte a llorar? ¿No sentirías remordimientos? (Sí). Ya no puedes volver a ganártelos. Si no los hubieras educado de esa manera cuando eran jóvenes, si les hubieras dado una infancia feliz sin presiones, sin enseñarles a ser mejores que el resto, a ostentar un alto cargo o a hacer mucho dinero, o a perseguir la fama, los privilegios y el estatus, si les hubieras permitido limitarse a ser personas buenas, corrientes, sin exigirles que ganen grandes sumas de dinero, que disfruten tanto o te retribuyan mucho, si solo les hubieras pedido que estuvieran sanos y contentos, que sean personas simples y felices, tal vez habrían estado dispuestos a escuchar alguno de los pensamientos y puntos de vista que sostienes ahora que crees en Dios. Entonces, ahora, su existencia podría ser feliz y se sentirían menos presionados por la vida y la sociedad. Aunque no ganaran fama y privilegios, al menos tendrían el corazón contento, tranquilo y en paz. Sin embargo, durante sus años de crecimiento, debido a tu constante instigación e insistencia, presionados por ti, persiguieron sin descanso el conocimiento, el dinero, la fama y los privilegios. Acabaron obteniendo fama, privilegios y estatus, sus vidas mejoraron, la disfrutaron aún más y ganaron más dinero, pero su vida resulta agotadora. Cada vez que los ves, se les nota el cansancio en el rostro. Solo cuando vuelven a casa, cuando vuelven a verte, se atreven a quitarse la máscara y a admitir que están cansados y quieren descansar. Pero en cuanto ponen un pie fuera, ya no son los mismos, se vuelven a colocar la máscara. Observas su expresión cansada y penosa, y te provocan lástima, pero careces del poder para hacerlos retroceder. Ya les resulta imposible. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Acaso no tiene que ver con la manera en la que los criaste? (Sí). No sabían nada de esto ni lo perseguían de un modo natural desde una edad temprana, está definitivamente relacionado con la crianza que les proporcionaste. Cuando les ves la cara, cuando ves su vida en semejante estado, ¿no te sientes molesto? (Sí). No obstante, te sientes indefenso; solo persisten el pesar y la pena. Puede que te parezca que Satanás se ha apoderado completamente de tu hijo, que es incapaz de dar un paso atrás, y careces del poder para rescatarlo. Esto se debe a que no has cumplido con tu responsabilidad como padre. Fuiste tú el que les provocó el daño, el que los descarrió con tu fallida educación ideológica y guía. Nunca podrán volver y, al final, a ti solo te quedan remordimientos. Observas impotente mientras tu hijo sufre, corrompido por esta sociedad malvada, abrumado por las presiones de la vida, y no tienes forma de ayudarlo. Lo único que puedes decirle es: ‘Ven a casa más a menudo y te cocinaré algo rico’. ¿Qué problema puede resolver una comida? Ninguno. Sus pensamientos ya han madurado y cobrado forma, y no están dispuestos a desprenderse de la fama y el estatus que han adquirido. Solo les queda seguir adelante y no volver atrás. Este es el pernicioso resultado de que los padres orienten mal e inculquen ideas equivocadas en sus hijos durante sus años de formación” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad 1. Cómo perseguir la verdad (19)). Leí este pasaje de las palabras de Dios unas cuantas veces, y cada vez me golpeaba hasta la médula, y me sentía tan triste que derramaba lágrimas de arrepentimiento. Pensé en que, cuando mi hijo era pequeño, era inocente y creía en Dios, y estaba dispuesto a asistir a las reuniones con su abuela. Pero, influenciada por puntos de vista satánicos como “El conocimiento puede cambiar tu destino”, “Ser sabio es estar en la cumbre de la sociedad”, “Quienes trabajan con la mente gobiernan a los otros y quienes trabajan con las manos son gobernados por otros” y “Uno tiene su destino en sus propias manos”, perseguí destacar y honrar a mi familia. Inculqué estos pensamientos a mi hijo y lo empujé a un pantano de conocimientos, de modo que persiguió de todo corazón la fama, el beneficio y el estatus, hasta que ya no pudo librarse. Me fijé sobre todo en estas palabras de Dios: “Puede que te parezca que Satanás se ha apoderado completamente de tu hijo, que es incapaz de dar un paso atrás, y careces del poder para rescatarlo. Esto se debe a que no has cumplido con tu responsabilidad como padre. Fuiste tú el que les provocó el daño, el que los descarrió con tu fallida educación ideológica y guía. Nunca podrán volver y, al final, a ti solo te quedan remordimientos”. Dios estaba compartiendo el estado de ánimo exacto que sentía en ese momento. Cada vez que mi hijo volvía a casa, le leía las palabras de Dios, pero él siempre las refutaba y encontraba todos los medios para rechazarlas. Incluso decía que yo lo estaba frenando, lo cual me partía el corazón. Veía a mi hijo corriendo de un lado para otro y siendo mano de obra todos los días por fama y ganancia: empezaba a perder cabello a una edad tan temprana. Todos los días arrastraba su cuerpo cansado a sus estudios hasta altas horas de la noche. Incluso se rompía la cabeza para contemplar los pensamientos y aficiones de sus asesores y ajustaba su enfoque a lo que a ellos les gustaba. Caminaba sobre cáscaras de huevo frente a sus líderes, temeroso de decir o hacer algo incorrecto y que le hicieran la vida difícil, afectando sus perspectivas profesionales. Veía a mi hijo vivir cada día con una máscara en la cara, horriblemente agotado. Fue mi culpa que mi hijo se convirtiera en lo que era. Fui yo quien lo alentó a perseguir el conocimiento y lo perjudiqué. Ahora entendía que eso no era amar a mi hijo; era hacerle daño, convirtiéndolo en un sacrificio por mi propia búsqueda de fama y ganancia. Vi a algunos hermanos y hermanas de una edad similar a la de mi hijo en la iglesia. Creían en Dios y perseguían la verdad, cumpliendo con su deber en la iglesia. No estaban atados por los venenos de Satanás, y llevaban vidas relajadas y felices, con libertad y liberación. Esto me hizo sentir más arrepentimiento. Si no hubiera inculcado estos pensamientos y puntos de vista a mi hijo, tal vez no habría terminado como lo hizo, llevando una vida tan dolorosa y desamparada en aras de perseguir la fama y la ganancia, ascender en el escalafón y ganar dinero. Cuando pensaba en estas cosas, me sentía especialmente arrepentida y me odiaba a mí misma. Reflexioné: ¿Por qué estaba tan decidida a que mis hijos ingresaran a la universidad y era tan terca? ¿Dónde residía la raíz del problema?
Un día, leí estas palabras de Dios: “Satanás usa fama y ganancia para controlar los pensamientos del hombre hasta que todas las personas solo puedan pensar en ellas. Por la fama y la ganancia luchan, sufren dificultades, soportan humillación, y sacrifican todo lo que tienen, y harán cualquier juicio o decisión en nombre de la fama y la ganancia. De esta forma, Satanás ata a las personas con cadenas invisibles y no tienen la fuerza ni el valor de deshacerse de ellas. Sin saberlo, llevan estas cadenas y siempre avanzan con gran dificultad. En aras de esta fama y ganancia, la humanidad evita a Dios y le traiciona, y se vuelve más y más perversa. De esta forma, entonces, se destruye una generación tras otra en medio de la fama y la ganancia de Satanás. Consideremos ahora las acciones de Satanás, ¿no son sus siniestros motivos completamente detestables? Tal vez hoy no podáis calar todavía sus motivos siniestros, porque pensáis que uno no puede vivir sin fama y ganancia. Creéis que, si las personas dejan atrás la fama y la ganancia, ya no serán capaces de ver el camino que tienen por delante ni sus metas, que su futuro se volverá oscuro, tenue y sombrío” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. Dios mismo, el único VI). A través de las palabras de Dios, entendí que Satanás usaba la fama y la ganancia para corromper, desorientar y perjudicar a las personas, haciéndolas perseguir solo la fama y la ganancia. Recordé que, como no recibí una buena educación cuando era joven, sufría bastante cuando salía a ganar dinero, y a menudo soportaba los prejuicios de los demás. Cuando veía que las personas con mucho conocimiento y prestigio eran admiradas por los demás dondequiera que fueran, las envidiaba y creía que no podía ganar la estima de los demás solo porque no tenía conocimientos. Así que puse mis esperanzas en mis hijos, deseando que realizaran los sueños que yo no pude cumplir. Por esto, dediqué todo mi tiempo y pagué el precio total, llevando una vida amarga y agotadora, y le di a mi hijo dolor y tormento. Más tarde, aunque mi hijo ganó fama y beneficios, se alejó más de Dios y perdió la salvación de Dios de los últimos días. Ahora entendí que mi búsqueda de fama y ganancias era una especie de grilletes invisibles que Satanás nos había puesto a mí y a mi hijo. Satanás usaba la fama y la ganancia para atraernos y desorientarnos, haciendo que nos esforzáramos únicamente por la fama y la ganancia, sin pensar en perseguir la verdad. Satanás nos llevaba paso a paso con una correa; estábamos dispuestos a sufrir por ello, alejándonos más de Dios como resultado, hasta el punto de negar a Dios y ser consumidos por Satanás. Esta era la intención y el plan siniestros de Satanás. Pensé en los que me rodeaban: el hijo de mi tío ingresó a la universidad, pero sus padres lo despreciaron por elegir una carrera inferior. Entonces usaron sus conexiones y encontraron a alguien para ayudarlo a cambiar de especialidad. Como resultado, el niño sintió demasiada presión y no pudo seguir el ritmo de las clases, y más tarde tuvo una crisis nerviosa. Ahora, ni siquiera podía regular su propia vida. También había muchos otros niños que bebieron pesticidas o se tiraron de un edificio porque les fue mal en sus estudios. Todas estas lecciones trágicas me sirvieron de recordatorio y advertencia. En realidad, si las personas son ricas o pobres en la vida está en manos de Dios. La fama y la ganancia no pueden quebrantar el dolor; solo pueden llevarnos a un abismo de sufrimiento. Es tan odioso ver cómo Satanás daña a las personas. Al mismo tiempo, doy gracias a Dios porque, a través de Su esclarecimiento, liderazgo y guía, encontré la raíz de mi sufrimiento y vi las consecuencias peligrosas de perseguir la fama y la ganancia. De lo contrario, seguiría atrapada en ella, incapaz de liberarme. También me hizo entender la sincera intención de Dios de salvar a las personas. No podía seguir dejándome engañar y dañar por Satanás. Quería romper las cadenas de la fama y la ganancia, y recorrer la senda de perseguir la verdad y alcanzar la salvación.
Más tarde, encontré la senda correcta para educar a los hijos según las palabras de Dios. Dios Todopoderoso dice: “Si no los hubieras educado de esa manera cuando eran jóvenes, si les hubieras dado una infancia feliz sin presiones, sin enseñarles a ser mejores que el resto, a ostentar un alto cargo o a hacer mucho dinero, o a perseguir la fama, los privilegios y el estatus, si les hubieras permitido limitarse a ser personas buenas, corrientes, sin exigirles que ganen grandes sumas de dinero, que disfruten tanto o te retribuyan mucho, si solo les hubieras pedido que estuvieran sanos y contentos, que sean personas simples y felices, tal vez habrían estado dispuestos a escuchar alguno de los pensamientos y puntos de vista que sostienes ahora que crees en Dios. Entonces, ahora, su existencia podría ser feliz y se sentirían menos presionados por la vida y la sociedad. Aunque no ganaran fama y privilegios, al menos tendrían el corazón contento, tranquilo y en paz” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad 1. Cómo perseguir la verdad (19)). Las palabras de Dios señalan la senda correcta para educar a los hijos: Al educar a los hijos, no hay que exigirles que persigan el conocimiento, el estatus, la fama, el beneficio, ascender de rango o ganar dinero. Deben esperar que sus hijos lleven una vida feliz y sana, sin presiones, libres y liberados. A través de las palabras de Dios, también entendí Su intención. Mis hijos y yo somos seres creados, y nuestra suerte está en manos de Dios. La suerte de nuestras vidas y la senda que debemos seguir están bajo la soberanía y los arreglos de Dios; no es algo que podamos controlar nosotros mismos, ni yo puedo cambiar su suerte. Lo único que puedo hacer es orar por mis hijos y, cuando vuelvan, leerles las palabras de Dios. En cuanto a si al final pueden presentarse ante Dios, eso depende de Él. Solo necesito cumplir con mi deber y responsabilidad y hacer bien lo que debo hacer. Mi punto de vista sobre las cosas ha cambiado un poco: éste es el resultado obtenido por las palabras de Dios. Ahora, solo quiero perseguir la verdad y vivir según las palabras de Dios, cumpliendo con mi propio deber. Esta es la única vida con significado y valor. ¡Gracias a Dios!
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