Las bendiciones que surgieron de mi enfermedad
En 2014, el Partido Comunista comenzó a difamar a la Iglesia de Dios Todopoderoso con el caso del 28 de mayo en Zhaoyuan y a detener a hermanos y hermanas por doquier. Capturaron a la mayoría de los líderes de iglesia de nuestra zona y algunos hermanos y hermanas nuevos en la fe vivían con miedo y negatividad. En ese momento decisivo me ascendieron a responsable del trabajo de varias iglesias. Para mis adentros, pensaba que tomar el timón en tiempo de crisis era una gran responsabilidad y no podía defraudar a Dios. Por ello, me lancé a mi deber ante el peligro de que me detuvieran en cualquier momento. Creía que a Dios le parecería bien que protegiera el trabajo de la iglesia en una época tan peligrosa y que, sin duda, sería digna de que me salvara y de entrar en Su reino. Entonces, inesperadamente, enfermé de gravedad.
En octubre de 2014, una noche se me cayó de repente el cuenco al suelo mientras estaba cenando. Pensé que había sido un simple descuido, así que fui a agarrarlo rápidamente e intenté tomar un pañuelo para limpiarme las manos, cuando me di cuenta de que no las controlaba y no podía agarrar el pañuelo. Enseguida perdí toda sensibilidad en manos y pies y me quedé sentada en una silla sin poder moverme para nada. Mi familia se apresuró a tomarme la tensión arterial, que resultó ser de más de 200. Me tomé un medicamento para reducir la tensión arterial que no me hizo nada de nada. Estaba muy confundida y me preguntaba cómo podía haber ocurrido. No sabía si era algo grave, pero luego pensé que, en todos esos años de fe, había dado tanto en el deber que seguro que recibiría la gracia de Dios y no podía ser nada grave. Aunque estuviera enferma, creía que Dios seguramente me protegería y sanaría. Me sentí mucho más tranquila tras pensar eso. Cuando me desperté a la mañana siguiente, me puse a tratar de mover despacito las manos y los pies y vi que todo parecía normal en el lado derecho del cuerpo, pero no tenía sensibilidad en el brazo y la pierna izquierdos. Apenas sentía nada. Me puse nerviosa al instante: ¿Por qué no estaba mejor del todo? ¿Tenía una parálisis parcial? Si la tenía, ya no podría cumplir con el deber. Me preguntaba si me quedaría inútil, si sería eliminada y si tendría después la oportunidad de salvarme, pero entonces pensé que lo sucedido había sido tan grave que recuperarme a medias de un día para otro debía de ser una bendición de Dios. Si Dios me sanaba, mi recuperación debería ser sencilla, ¿no? Creía tener la protección de Dios y que no tenía que preocuparme demasiado.
Fui al médico aquella mañana y, tras un escáner, con gesto serio, me dijo: “Le dio una hemorragia intracraneal de unos 10 ml de sangre en el lado derecho. Si el sangrado se hubiera producido solo un poco más arriba, le habría afectado el habla. Habría perdido el habla y probablemente se habría quedado vegetal. Dado que le pasó anoche, tiene mucha suerte de haber sobrevivido. Necesita tratamiento inmediato”. Prosiguió diciéndome que comenzarían con una transfusión y se plantearían un tratamiento conservador. Si no se disolvían los coágulos del cerebro, tendrían que operármelo. Me quedé totalmente en blanco cuando oí hablar de una hemorragia cerebral. No me había imaginado que pudiera ser algo tan grave. No tenía ni 50 años, por lo que, si el tratamiento no funcionaba y seguía parcialmente paralizada o me quedaba totalmente paralítica, como zombi, ¿qué vida tan terrible sería aquella? Y la cirugía del cerebro es tan arriesgada que hasta podría costarme la vida. ¿Podría entonces salvarme y entrar en el reino de Dios? Lo había dado todo durante mis años de fe, así que no entendía por qué tenía un problema tan grave de salud. ¿Por qué no me protegía Dios? Cuanto más lo pensaba, más me enfadaba, y ni siquiera me entró el almuerzo. Sobre el quinto día hospitalizada, la anciana de la cama de al lado se puso repentinamente mucho peor y la tuvieron que trasladar a otro hospital. Esto me puso nerviosa de nuevo. Nos habían ingresado el mismo día y ella había estado caminando por todos lados, pero ahora se la iban a llevar. Parecía imposible saber si alguien sobreviviría o no a algo así y me preguntaba si también yo podría empeorar de repente.
Tras casi una semana hospitalizada, realmente aún no sentía la pierna izquierda. Pensaba: “¿Por qué no me cuida Dios? Si no puedo cumplir con ningún deber en un momento tan decisivo, ¿he perdido la oportunidad de salvarme?”. Esta idea me heló verdaderamente el corazón y me puse a llorar y llorar. Había trabajado muchísimo a lo largo de 9 años de fe, sin permitir jamás que nada se interpusiera. Nunca dudé en asumir cualquier clase de dificultad o problema que surgiera en la iglesia y no me echaba atrás ni ante el peligro real de ser detenida. Seguía cumpliendo siempre con el deber. Durante mis años como líder, había sufrido más y había pensado más en ello que los demás hermanos y hermanas. Creía que, por dar tanto y con esa clase de sacrificio, Dios debería bendecirme. ¿Cómo podía haber enfermado tanto y tan de repente? ¿Cómo no me había protegido Dios? Si no mejoraba y no podía asumir ningún deber, ¿podría salvarme igualmente? Si no, ¿habrían sido en vano todos esos años de sacrificios y esfuerzo? Tuve la sensación de que no habría dado tanto de haber sabido que sucedería esto. Cada vez me sentía más desdichada. Ya ni siquiera quería orar ni meditar las palabras de Dios. Estaba muy nerviosa y, sin darme cuenta, puse el brazo que recibía la transfusión debajo de la cabeza, con lo que se desplazó la aguja y se me hinchó la mano. Me sentí desdichada al verme hinchada la mano izquierda. Pensé en los hermanos y hermanas que hay por ahí, rebosantes de energía, que predican el evangelio y cumplen con el deber, mientras yo estaba en una cama de hospital sin poder cumplir con ninguno. ¿No era una completa inútil? Y como era el momento de difundir el evangelio del reino, todos los demás podían cumplir con el deber y cometer buenas acciones, mientras era probable que yo fuera eliminada. Creía que, después de todo, Dios no me salvaría. Esa noche estaba dando vueltas en la cama y no podía dormir nada. Totalmente perdida en mi desdicha, me presenté a orar ante Dios llorando: “Oh, Dios mío, ahora mismo estoy sufriendo mucho. Sé que Tú has permitido que me ocurra esto y que no debería malinterpretarte. Por favor, guíame para que comprenda Tu voluntad y me someta a Tu soberanía y Tus disposiciones”.
Cuando estaba en el hospital, una hermana me envió un reproductor MP5 y, cuando el resto dormía, me ponía los auriculares para oír las palabras de Dios. Un pasaje me resultó extraordinariamente útil. Las palabras de Dios dicen: “Para todas las personas, el refinamiento es penosísimo y muy difícil de aceptar, sin embargo, es durante el refinamiento cuando Dios deja claro el carácter justo que tiene hacia el hombre y hace público lo que le exige y le provee mayor esclarecimiento, además de una poda y un trato más reales. Por medio de la comparación entre los hechos y la verdad, le da al hombre un mayor conocimiento de sí mismo y de la verdad y le otorga una mayor comprensión de la voluntad de Dios, permitiéndole así tener un amor más sincero y puro por Dios. Esas son las metas que tiene Dios cuando lleva a cabo el refinamiento. Toda la obra que Dios realiza en el hombre tiene sus propias metas y significados; Él no obra sin sentido ni tampoco hace una obra que no sea beneficiosa para el hombre. El refinamiento no implica quitar a las personas de delante de Dios ni tampoco destruirlas en el infierno. En cambio, consiste en cambiar el carácter del hombre durante el refinamiento, cambiar sus intenciones y sus antiguos puntos de vista, cambiar su amor por Dios y toda su vida. El refinamiento es una prueba real del hombre y un tipo de formación real; solo durante el refinamiento puede el amor del hombre cumplir su función inherente” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo experimentando el refinamiento puede el hombre poseer el verdadero amor). Recapacitando al respecto, comprendí que, cuando Dios prueba y refina a la gente, no lo hace para eliminarla, sino para purificarla y transformarla, pero yo no buscaba la voluntad de Dios ni trataba de entender Su obra. Desde mi derrame cerebral, tan solo malinterpretaba y culpaba a Dios. ¡Qué necia! Así pues, oré a Dios. Quería someterme, leer Sus palabras para hacer introspección y conocerme, y aprender una lección.
Leí esto en las palabras de Dios: “Lo más triste acerca de cómo cree la humanidad en Dios es que el hombre lleva a cabo su propia gestión en medio de la obra de Dios y, sin embargo, no presta atención a la gestión de Dios. El fracaso más grande del hombre radica en cómo, al mismo tiempo que busca someterse a Dios y adorarlo, está construyendo su propio destino ideal y tramando cómo recibir la mayor bendición y el mejor destino. Incluso si alguien entiende lo deplorable, aborrecible y patético que es, ¿cuántos podrían abandonar fácilmente sus ideales y esperanzas? Y ¿quién es capaz de detener sus propios pasos y dejar de pensar únicamente en sí mismo? Dios necesita a quienes van a cooperar de cerca con Él para completar Su gestión. Necesita a quienes se someterán a Él a través de dedicar toda su mente y todo su cuerpo a la obra de Su gestión. Él no necesita a las personas que estiran las manos para suplicarle cada día y, mucho menos, a quienes dan un poco y después esperan ser recompensados. Dios desprecia a los que hacen una contribución insignificante y después se duermen en sus laureles. Aborrece a esas personas de sangre fría que se ofenden con la obra de Su gestión y solo quieren hablar sobre ir al cielo y obtener bendiciones. Aborrece aún más a los que se aprovechan de la oportunidad presentada por la obra que Él hace al salvar a la humanidad. Eso es debido a que estas personas nunca se han preocupado por lo que Dios desea conseguir y adquirir por medio de la obra de Su gestión. Solo les interesa cómo pueden usar la oportunidad provista por la obra de Dios para obtener bendiciones. No les importa el corazón de Dios, pues lo único que les preocupa es su propio futuro y destino. Los que se ofenden con la obra de gestión de Dios y no tienen el más mínimo interés en cómo Dios salva a la humanidad ni en Su voluntad, solo están haciendo lo que les place de una forma que está desconectada de la obra de gestión de Dios. Dios no recuerda su comportamiento ni lo aprueba, y ni mucho menos lo ve con buenos ojos” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Apéndice III: El hombre sólo puede salvarse en medio de la gestión de Dios). Las palabras de Dios revelaban mi estado exacto. Cuando me hice creyente, vi lo que Dios le había prometido al hombre y pensaba que, mientras nos esforzáramos y sacrificáramos por Dios, podríamos salvarnos y entrar en Su reino. Así pues, me lanzaba al deber con entusiasmo y en cualquier condición adversa. Cuando tenían dificultades otros miembros de la iglesia, corría a apoyarlos y ayudarlos. Seguía cumpliendo con el deber incluso ante el peligro, bien real, de ser detenida. Creía que, sin duda, esta clase de sacrificio me granjearía la protección y las bendiciones de Dios y que tendría un lugar en el reino de los cielos. Cuando enfermé y me enfrentaba a la posibilidad de quedarme parcialmente paralítica, creí que Dios no me había protegido ni bendecido y que había perdido la ocasión de tener un buen futuro y un buen destino. Me invadieron las quejas y hasta quise saldar cuentas calculando todo lo que había hecho. Estaba razonando con Dios, discutiendo con Él, tratando de aprovechar a mi favor todos mis sacrificios. Me embargaban los malentendidos y mi oposición hacia Dios. Yo era precisamente lo que Dios quiso decir con “quienes dan un poco y después esperan ser recompensados” y “los que hacen una contribución insignificante y después se duermen en sus laureles”. Ante una grave enfermedad, emergieron mis motivaciones ocultas y la perspectiva negociadora que subyacía a mis sacrificios en mi fe. No cumplía con el deber para buscar la verdad y desechar mi corrupción, sino que quería aparentar que me esforzaba para recibir, a cambio, la gracia y las bendiciones de Dios, las bendiciones del reino. Estaba haciendo tratos con Dios, utilizándolo y engañándolo. ¿Cómo podría ser digna del reino de Dios una oportunista como yo? De no haber sido por el derrame, me habría dejado engañar totalmente por todos mis esfuerzos superficiales, y jamás habría reconocido mis motivaciones despreciables para ir en pos de las bendiciones ni la impureza de mi fe. Habría seguido oponiéndome a Dios en mi fe sin saber lo que estaba haciendo.
Después continué haciendo introspección y cavilando sobre por qué siempre negociaba con Dios en el deber. Buscando, leí estas palabras de Dios: “Todos los humanos corruptos viven para sí mismos. Cada hombre por sí mismo y sálvese quien pueda; este es el resumen de la naturaleza humana. La gente cree en Dios para sí mismos; abandonan las cosas, se esfuerzan por Él y le son fieles, pero aun así, todo lo que hacen es para sí mismos. En resumen, su único propósito es ganarse bendiciones para sí mismos. En la sociedad, todo se hace para beneficio personal; se cree en Dios solamente para lograr bendiciones. La gente lo abandona todo y puede soportar mucho sufrimiento para obtener bendiciones. Todo esto es una prueba empírica de la naturaleza corrupta del hombre” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La diferencia entre los cambios externos y los cambios en el carácter). Las palabras de Dios me enseñaron la raíz de la actitud negociadora de mi fe. Dichos como “cada hombre para sí mismo, y sálvese quien pueda” y “no muevas un dedo sin recompensa” era ideas satánicas hondamente arraigadas en mi interior y reglas de supervivencia para mí. En todo cuanto hacía, lo primero era mi beneficio personal, por lo que creía que debía ser premiada por lo que había contribuido. Incluso en mi trabajo para Dios solo procuraba hacer tratos con Él y consideraba completamente natural ir en pos de las bendiciones en mi fe. Cuando me dio un derrame cerebral tras tanto trabajo y tantos sacrificios y reparé en que podía morir en cualquier momento, perdí toda esperanza de salvación, de tener un buen resultado y un buen destino, así que enseguida me puse en contra de Dios y lo culpé. Mientras discutía con Dios y me enfrentaba a Él, estaba calculando todo lo que había hecho. Vi que había vivido de acuerdo con los venenos satánicos, y sin la menor semejanza humana, y que, si no me arrepentía, antes o después sería eliminada y castigada.
Luego leí un par de pasajes más de las palabras de Dios que me hicieron entender mi perspectiva errónea de búsqueda dentro de mi fe. Dios Todopoderoso dice: “Cuando el hombre mide a otros, lo hace según sus contribuciones. Cuando Dios evalúa al hombre, lo hace de acuerdo con la naturaleza del hombre. Entre los que buscan vida, Pablo fue alguien que desconocía su propia sustancia. No era en absoluto humilde ni obediente, ni conocía su esencia, la cual se oponía a Dios. Por tanto, era alguien que no había pasado por experiencias detalladas ni puso en práctica la verdad. Pedro era diferente. Conocía sus imperfecciones, sus debilidades y su carácter corrupto como una criatura de Dios y, por tanto, tenía una senda de práctica por medio de la cual cambiar su carácter; no era uno de esos que solo tenía doctrina, pero no realidad. Las que cambian son personas nuevas que han sido salvadas, son las calificadas que buscan la verdad. Las que no lo hacen pertenecen a aquellas que son obsoletas por naturaleza; son las que no se han salvado, es decir, aquellas a las que Dios detesta y rechaza. Ellas no serán recordadas por Dios, por muy grande que haya sido su obra. Cuando comparas esto con tu propia búsqueda, debe ser evidente si al final eres el mismo tipo de persona que Pedro o Pablo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. El éxito o el fracaso dependen de la senda que el hombre camine). “Si lo que buscas es la verdad, si lo que pones en práctica es la verdad y si lo que obtienes es un cambio en tu carácter, entonces, la senda que transitas es la correcta. Si lo que buscas son las bendiciones de la carne, si lo que pones en práctica es la verdad de tus propias nociones y no hay un cambio en tu carácter ni eres en absoluto obediente a Dios en la carne, sino que sigues viviendo en la ambigüedad, entonces lo que buscas te llevará sin duda al infierno, porque la senda por la que caminas es la del fracaso. Que seas perfeccionado o eliminado depende de tu propia búsqueda, lo que equivale a decir que el éxito o el fracaso dependen de la senda que el hombre camine” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. El éxito o el fracaso dependen de la senda que el hombre camine). Cuando medité más sobre esto, me resultó muy esclarecedor. Cuando Dios evalúa a una persona, no lo hace según lo que aparentemente haya contribuido, sino según su actitud y perspectiva ante las cosas, la postura que adopte y si es o no capaz de poner en práctica la verdad y someterse a Dios. Sin embargo, yo creía que, siempre y cuando una persona se sacrificara y esforzara, Dios se regocijaría en ello y la bendeciría, y entonces tendría un buen destino. ¿Eso no era claramente contrario a las palabras de Dios? En la Era de la Gracia, Pablo predicó el evangelio del Señor por gran parte de Europa. Sufrió en abundancia, llevó a cabo mucho trabajo y fundó numerosas iglesias, pero en absoluto hizo nada de eso por sometimiento a Dios ni para cumplir con el deber de un ser creado. Lo hizo para recibir bendiciones y recompensas personales. Por eso, tras tantos viajes y esfuerzos, dijo: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe. En el futuro me está reservada la corona de justicia” (2 Timoteo 4:7-8). Pablo estaba pidiéndole abiertamente a Dios una corona. Sus sacrificios no eran sinceros ni fruto del sometimiento a Dios. Al final, no solo no entró al reino, sino que fue castigado. En mi fe, yo no analizaba las cosas desde la verdad y los principios de las palabras de Dios, sino que evaluaba la obra de Dios con la lógica de Satanás y una actitud negociadora. Eso era totalmente absurdo de mi parte. Según las palabras de Dios, “Si lo que buscas es la verdad, si lo que pones en práctica es la verdad y si lo que obtienes es un cambio en tu carácter, entonces, la senda que transitas es la correcta” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. El éxito o el fracaso dependen de la senda que el hombre camine). Comprendí que tenía que buscar la verdad y centrarme en conocerme mientras cumplía con el deber para afrontar mis perspectivas erróneas, mis motivaciones equivocadas y mi carácter corrupto, lograr obedecer a Dios y cumplir con el deber en consideración a Su voluntad y nada más. Solo así podemos ser salvados por Dios. Una vez que comprendí todo esto, oré: “Pase lo que pase con mi salud, estoy dispuesta a someterme. Si salgo viva del hospital, ¡cumpliré con el deber hasta mi último aliento para devolverle a Dios Su amor!”.
Después de 12 días hospitalizada, pregunté si podían hacerme un chequeo para darme el alta y, tras un reconocimiento, el médico me dijo: “Ha parado la hemorragia, pero los coágulos no se han disuelto del todo. Esto tiene muy buena pinta para solo 12 días de tratamiento”. Yo estaba encantada y di gracias a Dios por protegerme. El médico también me señaló que, cuando saliera del hospital, tenía que centrarme en mi recuperación y no agotarme, y que tenía los capilares del cerebro muy frágiles, por lo que no podía caerme; si me caía, las consecuencias de otro derrame cerebral serían absolutamente terribles. El día que volví a casa, recibí un mensaje: la hermana Zhang, con quien trabajaba, había salido cuatro días antes, pero aún no había vuelto a casa de su anfitrión. Era muy probable que la hubieran detenido. Esto era muy preocupante. Suponía un riesgo para los lugares de reunión a los que ella había ido y los domicilios donde guardaban las ofrendas a la iglesia, así que había que avisarles ya de que tomaran precauciones. Sin embargo, eran muchos lugares y, recién salida del hospital, no estaba físicamente como para dar todos esos tumbos. ¿Por qué no había ocurrido esto antes o después? ¿Por qué tuvo que pasar en una coyuntura tan crítica? Si me daba otro derrame, igual me quedaba sin poder levantarme, y era muy peligroso salir a informar a toda esa gente. Si me detenían, ¿podría soportar físicamente la brutal tortura policial? Probablemente acabaría conmigo. No obstante, solo la hermana Zhang y yo sabíamos dónde vivían estos hermanos y hermanas, así que si no les decía y los detenían, y la policía se llevaba las ofrendas, sería una pérdida terrible. Confundida, me acordé de la oración que hice antes de salir del hospital: que, si salía viva de él, me dedicaría a mi deber y le devolvería a Dios Su amor hasta mi último aliento. Ahora que estaban pasando cosas, ¿cómo podía olvidarme así como así de mi promesa? Me postré ante Dios y oré: “Dios mío, sé que me observas, que ves mi actitud. Estoy dispuesto a defender la obra de la casa de Dios y cumplir con mi deber”. También pensé en lo que ocurrió cuando crucificaron al Señor Jesús, algo realmente conmovedor para mí. El Señor Jesús fue al lugar de Su crucifixión sin mirar atrás, tan solo para redimir a la humanidad, y padeció un dolor y una humillación inimaginables. Es enorme el amor de Dios a la humanidad. Dio Su vida por nosotros; por tanto, ¿por qué no podía renunciar a mis propios intereses y proteger el trabajo de la iglesia para devolverle a Dios Su amor? Como ser creado, no podía simplemente gozar de la gracia de Dios y pensar nada más que en mis bendiciones. Si no cumplía con mi deber, ni siquiera era digna de ser calificada de humana. Alentada por las palabras de Dios, me puse a organizar las cosas para encargarme de ellas. Justo cuando estaba en camino a la casa del segundo anfitrión, descubrí que en realidad no habían detenido a la hermana Zhang. Le estaba muy agradecida a Dios. Además, me sentía mucho más tranquila por haber sabido corregir mis motivaciones y puntos de vista y poner en práctica la verdad.
Se han pasado muy rápido estos seis años. No estoy mejor del todo, aún me falta sensibilidad en la mano y el pie izquierdos, pero sé que mi salud está en las manos de Dios. No recuperarme del todo me sirve de protección, un aviso para que no me esfuerce por recibir bendiciones, para que no termine en la senda equivocada como Pablo. He sufrido con todo esto, pero me ha ayudado a entender mi corrupción y adulteraciones y a corregir mis perspectivas erróneas sobre las bendiciones. He entendido que, en mi fe, debo buscar la verdad, someterme a Dios y cumplir con el deber de todo ser creado. Ahora busco con el objetivo correcto; ¡esta enfermedad es una bendición encubierta! Jamás habría podido aprender todo esto en un ambiente cómodo. ¡Gracias a Dios por Su salvación!
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