Largos años de cárcel
Un día del mes de diciembre de 2012, hacía casi un año que era creyente, e iba con una hermana predicar el evangelio. De pronto se nos acercaron más de una docena de policías y nos tiraron al suelo. Era la primera vez que vivía algo así y estaba aterrada. Oraba sin cesar. Nos llevaron a una sala en las oficinas del gobierno del condado y nos dejaron bajo la vigilancia de cuatro agentes. Cuando levanté la cabeza y los miré, vino uno y me dio dos bofetadas y una fuerte patada en el estómago. Me escocía la cara y me dolía el estómago. Solo tenía 21 años, y la hermana detenida conmigo, no más de 15 o 16. Al verme golpeada, vino a ayudarme, pero el agente cerró el puño y le dio un puñetazo. La abracé con fuerza y los otros agentes nos separaron a la fuerza. Siempre creí que la policía estaba para servir al pueblo, que actuaba por la justicia. Me sorprendió que fueran tan malvados como para ser así hasta con dos chicas. Entonces oré en silencio: “Dios mío, te ruego que veles por mí y me des fe para que, por más que me peguen, nunca traicione a mis hermanos y hermanas, nunca sea una judas ¡y no te traicione!”.
Pasadas las 6 de la tarde, me trasladaron a un gran patio alejado, en donde había más de 30 hermanos y hermanas detenidos. Sobre las 9 de la noche vino a interrogarme un agente: “¿Cuánto hace que crees en Dios? ¿Quién te convirtió? ¿Quién más cree en tu familia?” No respondí. La siguiente noche me trasladaron a un centro de detención. Cuando llegué, vi varias hileras de puertas metálicas y sentí mucho miedo porque no sabía qué me harían allí. Oré a Dios para pedirle fe y fortaleza. Al llegar a mi celda, el guardia le dijo a la cabecilla que “me cuidara mucho”. En ese momento no sabía qué quería decir aquello. La cabecilla me hizo pasar toda la noche en el suelo pese a estar en pleno invierno. A primera hora de la mañana siguiente, me mandaron ponerme de pie descalza sobre el suelo, mis pies se enrojecieron totalmente por el frío. Como si no fuera suficiente: me hicieron permanecer afuera, en una zona ventosa, no me dejaron desayunar y me ordenaron limpiar el suelo de rodillas. Entonces comprendí que “cuidar” significaba maltratar. Poco después de las 8 de la mañana, la cabecilla me preguntó si iba a confesar, le dije: “No es delito tener fe”. Me dio dos bofetadas con el dorso de la mano. Después de eso la policía me interrogó varias veces, pero me quedé en silencio orando y confiando en Dios.
En mayo de 2013, la policía me llevó al juzgado, donde el juez me condenó por “utilizar una organización xie jiao en menoscabo del cumplimiento de la ley”, y cuando me preguntó si tenía alguna objeción, yo le pregunté: “¿Por qué dice que cometí este delito?”. Respondió: “Tiene derecho a contestar, no a preguntar”. Me llené de indignación. La Constitución concede claramente a los ciudadanos el derecho a la libertad religiosa, por lo que tener fe y predicar no vulneraba ninguna ley, pero me impusieron ese cargo y ni siquiera podía preguntar. ¿Qué ocurre con la justicia? ¿Y la libertad? De cuatro años. Fue muy dificil para mí ese momento en el que vi el fallo. Solo tenía 22 años, era muy joven aún. No podía creer que fuera a pasar los mejores años de mi vida en la cárcel. Luego pensé que, fuera cual fuera el tiempo que pasara entre rejas, eso dependía de Dios y no podía quejarme ni culparlo, debía someterme y superarlo confiando en Él. Con eso me sentí algo mejor. La dieron 10 meses de condena.
En agosto de 2013 me trasladaron a cumplir condena a la cárcel de mujeres. Primero me pusieron en el módulo educativo, en donde los guardias me pidieron información de la iglesia y reconocimiento del delito. Me negué a hacerlo. Entonces trajeron a unas reclusas para que me vigilaran. Dos de ellas me hacían el “emparedado”, siempre pegadas a mí, y no me dejaban hablar con las demás hermanas. Me hacían estudiar constantemente las normas de la cárcel e intentaban lavarme el cerebro, siempre hablando de la evolución. Estaba muy enfadada, pero veía lo inútil que era discutir con ellas, así que las ignoraba del todo. Mandaron a otras reclusas a castigarme, haciéndome arrastrar cada mañana una enorme bolsa de basura escaleras abajo, de la 5.ª planta a la 1.ª. Pesaba mucho, olía fatal y sudaba mucho al moverla. Nunca había hecho una tarea tan asquerosa en casa me sentía agraviada y alterada. Luego recordaba este pasaje de las palabras de Dios: “Si deseáis ser perfeccionados por Dios, debéis aprender cómo experimentar en todas las cosas y ser capaces de obtener esclarecimiento en todo lo que os ocurre. Sea malo o bueno, debe proporcionarte beneficio y no debe volverte negativo. En cualquier caso, deberías poder considerar las cosas desde la perspectiva de Dios y no analizarlas y estudiarlas desde la perspectiva del hombre (esto sería una desviación en tu experiencia)” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Promesas a aquellos que han sido perfeccionados). Las palabras de Dios me enseñaban que, sin importar lo que me pase, todo tiene la benevolencia de Dios y debo aceptarlo. Los guardias ponían a las otras reclusas en mi contra para que traicionara a Dios. No podía caer en eso. No podía darle la espalda a Dios sin importar cómo me torturaran. Esta idea aliviaba mucho mi tristeza.
Un par de meses después, me trasladaron a un lugar específico de lavado de cerebro y conversión y me pusieron en régimen totalmente cerrado. Tenía que comer, dormir y hacer mis necesidades en la misma habitación. Dos o tres instructores me lavaban el cerebro varias veces al día, me bombardeaban con clases de cultura tradicional, me hacían ver videos al respecto y me hacían escribir reflexiones sobre ello. Yo, en cambio, escribía cosas que daban testimonio de Dios. También me dieron un libro todo lleno de mentiras que blasfemaban contra la Iglesia y me dijeron que, por mi fe, estaba abandonando a mi familia, que era despiadada. Eso me enfadó tanto que tuve que responderles: “Confunden lo blanco con lo negro. Son Uds. los que me trajeron aquí. ¿Cómo podría ir a casa a cuidar de mi familia?”. Entonces blasfemaron contra Dios de todas las formas posibles y querían que redactara cartas de arrepentimiento. Al negarme, me maltrataron y no me dejaron dormir más. En cuanto cerraba un ojo, una reclusa gritaba enérgicamente. Después, otra tomó mi mano para obligarme a redactar cartas de arrepentimiento. Ya estaba totalmente agotada en cuerpo y mente y mi corazón debilitado, así que no peleé. Pensé: “De todos modos, son ellas las que me obligan, no yo la que lo hace”. Luego pensé que Dios examina nuestro corazón y nuestra mente y que si hacía eso, obedecería a Satanás, ¿cierto? Recordé estas palabras de Dios: “En cada paso de la obra que Dios hace en las personas, externamente parece que se producen interacciones entre ellas, como nacidas de disposiciones humanas o de la interferencia humana. Sin embargo, detrás de bambalinas, cada etapa de la obra y todo lo que acontece es una apuesta hecha por Satanás ante Dios y exige que las personas se mantengan firmes en su testimonio para Dios” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo amar a Dios es realmente creer en Él). Esto me ayudó a entender que esta era una guerra espiritual. Dios escrutaba todas mis palabras, mis obras y mis movimientos. Aparentemente, una reclusa me presionaba la mano para que escribiera, pero, si no me resistía, querría decir que, en mi interior, ya había cedido ante Satanás. Sería una especie de traición ante Dios. Al pensarlo, forcejeé con ella y dos prisioneras empezaron a empujarme enérgicamente, mientras me abofeteaban muy fuerte. Fingiendo amabilidad, la instructora del lavado de cerebro no les dejaba pegarme. Una de ellas me dijo: “Mira qué amable es contigo. No seas desagradecida y redacta esas declaraciones”. Pensé: “Todos los días me torturan y me hacen daño para forzarme a redactarlas y dicen ser amables conmigo. ¡Sinvergüenzas!”. Acto seguido, la instructora lanzó toda clase de tonterías y falacias delante de mí. Me atormentaron continuamente hasta las 2 de la madrugada, pero seguí negándome. Cuanto más me torturaban, más veía la esencia malvada y contraria a Dios del PCCh. Los instructores hablaban mucho acerca de las seis características de una secta. La primera, el control psicológico; la segunda, el daño físico… Cuanto más lo reflexionaba, más pensaba que la secta era el Partido Comunista. Posteriormente, esto fue lo que escribí como reflexión: “Cada día me imponen su doctrina atea y su cultura tradicional, empeñados en que le dé la espalda a Dios. ¿Eso no es control psicológico? De noche, suelen privarme de sueño con la intención de torturarme. ¿Eso no es maltrato físico…?”. Cuando los guardias lo leyeron, lo destrozaron con rabia.
Después me trasladaron a una unidad de producción. En el taller, los guardias mandaban a la líder del grupo a que me asignara más tareas, así que trabajaba constantemente, siempre nerviosa. No bebía agua ni aunque me muriera de sed por miedo a que ir al baño retrasara mi trabajo. No obstante, nunca alcanzaba mi cupo. Me castigaban constantemente. Al terminar por la noche, debía volver a la celda y estar quieta una hora como castigo. A veces, de madrugada, cuando las demás aún dormían, me despertaban y me obligaban a estar de pie. Al despertar, estaba tan cansada que apenas podía abrir los ojos. Los guardias eran muy estrictos con las que éramos creyentes. Nos torturaban y castigaban continuamente y hasta nos restringían el uso del baño. Cuando las demás pedían permiso, los guardias las dejaban, pero, aunque aguantaba mucho, cuando lo pedía yo, me lo negaban y me mandaban a seguir aguantando. Debía aguantarme hasta que acababa el trabajo y hacerlo en mi celda. En esa época, aprovechaba la mínima ocasión para hablar con algunas hermanas y nos sustentábamos unas a otras. Copiábamos las palabras de Dios que recordábamos y nos pasábamos el papel a escondidas entre nosotras. Uno de ellos me impresionó muy profundamente. Las palabras de Dios dicen: “No importa cómo obre Dios y tampoco importa tu entorno, eres capaz de buscar la vida y la verdad, y buscas el conocimiento de la obra de Dios, y posees un entendimiento de Sus acciones y eres capaz de actuar según la verdad. Hacer esto es tener fe verdadera, y hacer esto muestra que no has perdido la fe en Dios. Solo puedes tener auténtica fe en Dios si eres capaz de insistir en buscar la verdad a través del refinamiento, si eres capaz de amar verdaderamente a Dios y no desarrollas dudas sobre Él; si independientemente de lo que Él haga, sigues practicando la verdad para satisfacerlo y si eres capaz de buscar en las profundidades de Su voluntad y ser considerado con esta” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que serán hechos perfectos deben someterse al refinamiento). Las palabras de Dios nos proveían de fe y fortaleza. Todas sentíamos que teníamos que permanecer cerca de Dios, de Sus palabras. Por entonces era creyente desde hacía un año y me molestaba no haber leído más las palabras de Dios. Sin embargo, poco después los guardias confiscaron ese papel que hacíamos circular y nos vigilaron de una manera aún más estricta. Mandaban a otras reclusas a que me rodearan mientras trabajaba para que no hablara con las otras hermanas, y nos registraban constantemente los cajones y las camas, dejando todo en desorden.
En agosto de 2015, una presa denunció que yo había hablado con otra creyente, por lo que los guardias me confinaron en el “cubículo”. Una celda de aproximadamente unos 3 por 3 metros con una pequeña tarima de madera para dormir y un inodoro de suelo al fondo. Todas las paredes estaban totalmente recubiertas de esponjas para que las prisioneras no pudieran matarse golpeándose contra la pared. Las guardias tomaron sus porras eléctricas y me ordenaron quitarme toda la ropa delante de ellas. Como me negué, me tiraron de la ropa para forzarme a quitármela toda y me ordenaron ponerme bajo las cámaras de vigilancia a hacer sentadillas. Fue algo terriblemente humillante, así que, instintivamente, me cubrí con los brazos para taparme durante las sentadillas. pero antes de llegar abajo del todo, me tiraron de los brazos y se burlaron de mí diciendo: “¿Qué te tapas? ¡Llegaste aquí y quieres dignidad!”. Estaba enfadadísima, pero tan solo apreté los dientes y me obligué a no llorar. Finalizada su “inspección”, me enviaron al cubículo totalmente desnuda. Cuando entré en él, simplemente no pude aguantarlo más. Rompí en llanto sin parar. Luego, el guardia me mandó a mantenerme firme de las 5 de la mañana hasta las 10 de la noche y les dijo a las reclusas que me vigilaran. Al menor movimiento, me pegaban o me gritaban. Luego de tanto tiempo de pie se me hincharon los pies como globos. Siempre encontraban nuevas formas de castigarme y me daban palizas simplemente si no les gustaba mi aspecto. En una ocasión cuatro o cinco reclusas entraron. Una de ellas me agarró del cabello, otras dos se pusieron a darme bofetadas sin parar y otra de ellas me pellizcaba fuertemente los pechos. Era increíblemente doloroso. Todas se reían de mí: “¡Dile a tu Dios que venga a salvarte!”. Me embargaba el odio por esos demonios y no sabía cuánto tiempo seguirían torturándome y humillándome así. No quería estar ahí ni un minuto más y pensé en golpear mi cabeza hasta morir, pero las paredes estaban cubiertas por esponjas, así que era imposible. La reclusa de la celda de al lado había intentado suicidarse dándose contra la pared, pero le había salido mal, por lo que le pusieron una capucha en la cabeza y hasta una mordaza. Si me salía mal, sufriría algo aún peor. Esta idea me entristeció aún más. En mi momento de mayor debilidad, recordé este himno de las palabras de Dios: “En la actualidad la mayoría de las personas no tienen ese conocimiento. Creen que sufrir no tiene valor, que el mundo reniega de ellas, que su vida familiar es problemática, que Dios no las ama y que sus perspectivas son sombrías. El sufrimiento de algunas personas llega al extremo y piensan en la muerte. Este no es el verdadero amor hacia Dios; ¡esas personas son cobardes, no perseveran, son débiles e impotentes! Dios está ansioso de que el hombre lo ame, pero cuanto más ame el hombre a Dios, mayor es su sufrimiento, y cuanto más el hombre lo ame, mayores son sus pruebas. […] Por lo tanto, durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y estar a merced de Él; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio sólido y rotundo” (‘Busca amar a Dios sin importar lo mucho que sufras’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Meditando las palabras de Dios entendí lo cobarde que estaba siendo, si buscaba la muerte tras un poco de sufrimiento y humillación. ¿Dónde estaba mi testimonio? Debía levantarme y vivir, mantenerme en el testimonio para satisfacer a Dios, ¡y humillar a Satanás! Me deshice de toda idea de muerte y solo quería orar y ampararme en Dios para superar aquello.
Luego, los guardias de la cárcel nos hicieron llevar etiquetas con toda clase de blasfemias escritas en ellas. Yo me negué. Mandaron a otras reclusas a que me sentaran a la fuerza en un banco muy duro y muy incómodo, y me ataron las manos y los pies con correas para que no pudiera hacer ningún movimiento. Después me pusieron ese cartel y, contentas, señalaron: “¿No lo llevas puesto? ¡Tenemos nuestros métodos!”. Así me tuvieron atada desde las 5 de la mañana hasta las 10 de la noche, por 17 horas enteras. Me dolía mucho el trasero y tenía las manos tremendamente hinchadas. Estaba agotada. No podía ni abrir los ojos. Las reclusas me amenazaban y no me dejaban cerrarlos. Si lo hacía, me los rociaban con chile molido. Me esforzaba por mantenerlos abiertos, pero al cabo de un rato no pude aguantar más. Se me cerraban solos, entonces las reclusas me los abrían a la fuerza con los dedos. No me desataban ni para comer. no había mucha comida, solo metían trozos de comida dentro de mi boca y me los sacaban sin haberlos terminado. A veces, simplemente me los metían en la boca, no me daba tiempo a tragar y me gritaban. Posteriormente, dejé de comer porque no quería que me humillaran más de ese modo y, al negarme, me abofeteaban sin contemplación. Tenía que aguantarme hasta que me doliera porque no me dejaban ir al baño y luego tuve problemas en el tracto urinario por aguantarme tanto tiempo, así que, llegado el momento, no podía ni hacerlo. Por primera vez entendí por qué la gente podía afirmar que la muerte sería un alivio.
Estando en el cubículo, los guardias me torturaban mucho privándome de alimentos. Solo me daban un bocado de pan al vapor del tamaño de un huevo y una cucharada de sopa. A veces le quitaban un trozo a ese pequeño pan al vapor. Comía con mucho cuidado por miedo a que cayeran migas de pan al suelo. Tenía hambre casi todo el tiempo, me dolía el estómago. Cuando escuchaba a las reclusas de al lado masticar su comida, pensaba: “¿Cuándo me darán un tazón de comida de verdad como a ellas?”. A veces tiraban parte de su comida a la basura o al inodoro y ni esa me dejaban comer. En ocasiones miraba la comida de la basura con muchas ganas de sacarla y comerla, pero veía toda la vigilancia y a las demás presas a mi alrededor y no me atrevía. Temía me dieran una paliza sin siquiera habérmela metido en mi boca. Tenía retortijones de hambre todo el tiempo y sueños con una comida completa. No solo eso, también me restringían hasta el agua. Solo me daban agua por la mañana, y muy poca. Era el mes de agosto, el mes más caluroso de todos, así que me moría de sed. Una vez llenaron con vellos de axila el agua de beber. Asqueroso. Se pusieron junto a la puerta a observarme y, si no la bebía, dejarían definitivamente de darme agua. Tuve que obligarme a beberla. Al ver que lo hice, me humillaron por ello. Además de la tortura física diaria, me maltrataban diciéndome toda clase de groserías y blasfemias contra Dios. Era muy doloroso y tenía muchas ganas de llorar, pero temía que me metieran algo en la boca, así que no hacía ningún ruido. Tan solo podía llorar en silencio. La prisionera que me vigilaba me gritaba enérgicamente: “¿Por qué lloras? Si sigues así, te llevaré al patio principal y te desnudaré para que te vea toda la cárcel”. Esas palabras me asustaban de verdad. Esos demonios eran crueles y malvados. ¿Qué haría si realmente me llevaban al patio y me quitaban toda la ropa? ¿Cómo podría soportarlo? Me asustaba tanto que no podía ni llorar.
En esa época solía sentirme totalmente aturdida y casi a punto de derrumbarme. No quería pasar un solo segundo más allí dentro. Recordé algo que me dijo la directora del lavado de cerebro: “¿Sufrirías todo esto si no creyeras en Dios?”. Me sentía muy débil en ese momento, y pensé: “Tiene razón. Si no fuera creyente, no estaría pasando por esto”. Al pensarlo me sentí sumamente mal por dentro y, de pronto, comprendí que caía en la trampa de Satanás. El Partido me detuvo por tener fe y tomar la senda correcta. Era evidente que me torturaban y hacían daño, pero alegaban que sufría por mi fe. ¡Que culparan a Dios por mi sufrimiento era tremendamente vil y vergonzoso! No solo no los aborrecía, sino que hasta me creí su mentira. ¡Me estaba vendiendo al enemigo! Enseguida me presenté ante Dios en oración: “Oh, Dios mío, a causa de mi debilidad carnal, me creí una de las mentiras de Satanás. ¡Qué rebelde soy! Deseo arrepentirme ante Ti y te ruego que me guíes para que comprenda Tu voluntad”. Tras orar recordé este pasaje de las palabras de Dios: “Mientras mayor sea el refinamiento que Dios lleve a cabo, más pueden los corazones de las personas amar a Dios. El tormento en sus corazones es beneficioso para sus vidas, son más capaces de estar en paz delante de Dios, su relación con Él es más cercana y están más capacitados para ver el amor supremo de Dios y Su suprema salvación. Pedro experimentó el refinamiento cientos de veces y Job pasó por varias pruebas. Si queréis que Dios os perfeccione, también debéis pasar por el refinamiento cientos de veces; solo si pasáis por este proceso, y dependéis de este paso, podréis ser capaces de satisfacer la voluntad de Dios y de que Dios os haga perfectos. El refinamiento es el mejor medio por el cual Dios hace perfectas a las personas; solo el refinamiento y las pruebas amargas pueden suscitar el verdadero amor por Dios en el corazón de las personas. Sin las dificultades, las personas carecen de verdadero amor por Dios; si no son probadas en su interior ni son realmente sometidas al refinamiento, entonces su corazón siempre estará fuera, a la deriva. Después de haber sido refinado hasta cierto punto, verás tu propia debilidad y tus dificultades, verás de cuánto careces y que eres incapaz de vencer los muchos problemas con los que te encuentras, y verás cuán grande que es tu desobediencia. Las personas solo pueden conocer realmente su verdadera condición durante las pruebas, estas las capacitan mejor para ser perfeccionadas” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo experimentando el refinamiento puede el hombre poseer el verdadero amor). Las palabras de Dios me recordaron que mi detención y mi tortura fueron permitidas por Dios y tenían Su benevolencia. Me estaba refinando por medio de pruebas y adversidades con las que podía ver mis defectos. Antes, siempre había dicho que quería procurar amar y satisfacer a Dios y someterme a Sus disposiciones, pero, al enfrentar aquel sufrimiento físico, solo quería escapar, me quejaba y culpaba a Dios. Entendí que no tenía ni amor ni fe en Dios. Me faltaba mucha estatura. De no haber sido desenmascarada en aquel ambiente, no me habría comprendido en absoluto. Al pensarlo no me sentía tan abatida, y estaba dispuesta a orar y confiar en Dios para superarlo. Entonces oré a Dios: “Dios mío, sé que todo lo haces por mi bien. Ya no intentaré escapar de esto. Quiero mantenerme firme en Tu testimonio”. Cantar para mis adentros los himnos de las palabras de Dios que recordaba me daba fe y fortaleza. Sabía que era la protección y el amor de Dios y le daba gracias sin cesar. Más adelante, oí a una reclusa decir que, por lo general, la gente no aguanta más de siete días en el cubículo; para entonces yo ya llevaba más de 20 días. Sabía que podía aguantar gracias a la protección y la guía de Dios y le di gracias una y otra vez. Me tuvieron en él 45 días hasta dejarme salir. Cuando volví al pabellón, las hermanas de allí lloraron por mí al verme convertida en un esqueleto. Me colaron leche en polvo y galletas para que recuperara la fuerza. Sentí que eso era el amor de Dios. Después nos volvieron a sorprender compartiendo las palabras de Dios, por lo que el jefe del pabellón me envió de nuevo al cubículo. Me torturaron de las mismas maneras durante 37 días esa vez y, al salir, apenas se me reconocía.
En diciembre de 2016 terminé mi condena y me liberaron. Si no hubiera orado y confiado en Dios, me habría sido imposible salir viva de aquel infierno. Cuando salí, me enteré de que mi prometido había roto el compromiso por no soportar los rumores. Como la policía siguió pasándose por mi casa a acosarme preguntándome si aún creía, me fui de casa para cumplir con mi deber. Después de que el Partido me hiciera esto, tuve claro lo inmensamente malvado y vil que es, un demonio que odia y se opone a Dios. ¡le doy la espalda de todo corazón! Es más, probé el verdadero amor de Dios. Su guía me ayudó a entender todas las trampas de Satanás, y Sus palabras me dieron la fe y la fortaleza con las que pude superar el maltrato de esos demonios. Esta experiencia me permitió probar personalmente la autoridad y el poder de las palabras de Dios y me dio mucha más fe. Por mucho dolor y dificultad que experimente en un futuro, seguiré, inquebrantable, a Dios Todopoderoso, ¡y cumpliré el deber para retribuir Su amor!