Lo que oculta el temor a sincerarse
En marzo de 2020 acepté la obra de Dios Todopoderoso en los últimos días y pronto empecé a cumplir con un deber. Poco después me eligieron diaconisa de evangelización. Estaba emocionadísima y pensé: “Me eligieron antes que a hermanos y hermanas que llevan más tiempo en el deber que yo. Al parecer, para mis hermanos y hermanas soy una persona con aptitud que busca la verdad. Tengo que cumplir bien con el deber para que vean que no eligieron a la persona equivocada”. Luego de eso, seguía activamente el trabajo de mis hermanos y hermanas. Cuando los veía en un mal estado, buscaba inmediatamente la palabra de Dios para enseñársela, y cuando tenía una buena experiencia evangelizadora, enseguida la compartía con ellos. Con el tiempo, unos hermanos y hermanas pasivos en el deber se volvieron más activos, y creía que realmente tenía capacidad para este trabajo. Si se enteraban mis líderes, seguro que dirían que se me daba bien esto y me promoverían. Teniéndolo presente, me ilusioné y me motivé más en el deber. Cuando la labor evangelizadora era eficaz, enviaba la buena noticia al grupo con la esperanza de que todos los hermanos y hermanas vieran los buenos resultados de mi deber. También presumía de vez en cuando entre ellos. Al seguir su trabajo, primero les preguntaba si tenían problemas o dificultades y luego comentaba deliberadamente: “Aparte de resolver tus dificultades, tengo que seguir el trabajo de muchos otros hermanos y hermanas. Estoy ocupada todos los días y me acuesto muy tarde”. Tras escucharme, algunos hermanos y hermanas respondían: “No tenemos dificultades últimamente. Hermana, gracias por tu esfuerzo”. Me alegraba oírles decir eso. Sentía que tenían que pensar que llevaba una carga en el deber, que estaba dispuesta a pagar un precio y que era una persona responsable.
Un día acudió a mí un hermano para sincerarse y hablarme de su estado. Señaló: “Siempre procuro que me admiren en el deber. Cuando sigo el desempeño de otros en el deber, siempre hablo desde la posición de líder de grupo y presumo al hablar…”. Se me agitó el corazón al oír aquello. ¿No era yo también así? Al seguir el trabajo de mis hermanos y hermanas, siempre quería hacerles presente que ya no era una vulgar creyente, sino una diaconisa. A veces comentaba adrede que tenía mucho trabajo que seguir y que estaba tan ocupada que me acostaba tarde. Quería que los demás vieran que llevaba una carga y tenía sentido de la responsabilidad en el deber. Con esto también presumía para que me admiraran. Quería sincerarme y hablar con el hermano para buscar juntos soluciones a este estado, pero pensé: “Ahora soy diaconisa de evangelización. Si me sincero sobre mi corrupción, ¿pensará este hermano que soy muy corrupta y doy máxima prioridad al estatus? ¿Tendrá mala opinión de mí? Entonces desaparecerá la buena imagen que he construido”. Al pensarlo, decidí no sincerarme, así que lo consolé diciéndole: “Tranquilo, yo también tengo corrupción”. Luego compartí con él unas palabras, y eso fue todo.
En otra ocasión, un grupo del que me encargaba yo eligió líder, y pensé: “Como hay un líder de grupo a cargo del trabajo, no tengo que hacer seguimiento”. Por ello, no escuchaba atentamente en los debates de trabajo. Incluso en sus reuniones me limitaba a actuar por inercia. En un abrir y cerrar de ojos se pasó un mes, y la eficacia del trabajo de ese grupo decayó de forma acusada. En una reunión, todos los hermanos y hermanas recapacitaron sobre su actitud hacia el deber en función de las palabras de Dios y se sinceraron para revelar su corrupción. Sabía que era irresponsable y que supervisaba su trabajo sin interés, lo cual lo hacía menos eficaz, pero no tuve valor para hablar de ello. En su interior tenían una imagen de mí de persona diligente y responsable en el deber, y todos tenían buena opinión de mí. Me preocupaba que, tras sincerarme, mis hermanos y hermanas tuvieran mala opinión de mí. Pensarían que salía del paso y que era irresponsable en el deber. Cuando se enteraran mis líderes, harían una mala evaluación de mí y tal vez me destituirían. Sería sumamente bochornoso. En ese momento, el líder me preguntó si quería hablar, y yo estaba muy confundida. Quería hablar, pero temía que mi estatus e imagen se vieran perjudicados si lo hacía, pero, si no hablaba, estaría ocultándome y engañando. ¿Qué haría entonces? Estaba muy nerviosa. Finalmente reflexioné: “Ni pensarlo, esta vez no hablo. En todo caso, aguantaré este momento”. Después de la reunión me sentía triste y muy culpable, como si tuviera un gran peso encima. Así pues, oré a Dios para buscar. ¿Por qué me daba miedo sincerarme sobre mi corrupción? ¿Por qué siempre disimulaba y priorizaba mi estatus e imagen?
Leí dos pasajes de las palabras de Dios y logré comprenderme un poco. Las palabras de Dios dicen: “¿De qué carácter se trata cuando la gente monta siempre una fachada, se blanquean a sí mismos, fingen para que los demás los tengan en alta estima y no detecten sus defectos o carencias, cuando siempre tratan de presentar a los demás su mejor lado? Eso es arrogancia, falsedad, hipocresía, es el carácter de Satanás, es algo malvado. Tomemos como ejemplo a los miembros del régimen satánico: por mucho que se peleen, se enemisten o se maten entre bastidores, nadie puede denunciarlos o exponerlos. Es más, hacen todo lo posible para encubrirlo. En público, se esfuerzan al máximo para blanquearse, diciendo lo mucho que aman al pueblo, lo grandes, gloriosos y correctos que son. Esta es la naturaleza de Satanás. La característica más destacada de este aspecto de la naturaleza de Satanás son los trucos y engaños. ¿Y cuál es el objetivo de estos trucos y engaños? Engañar a la gente, impedir que vean su esencia y su verdadera cara, y lograr así el objetivo de consolidar su gobierno. Puede que la gente común carezca de tal poder y estatus, pero ellos también desean hacer que los demás tengan una buena opinión de ellos, que los tengan en alta estima y les otorguen un estatus elevado en su corazón. En eso consiste un carácter corrupto” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Los principios que deben guiar el comportamiento de una persona). “Para ser una persona honesta, primero debes desnudar tu corazón de modo que todos puedan mirarlo, ver todo lo que estás pensando y atisbar tu verdadero rostro; no debes tratar de disfrazarte ni encubrirte para verte bien. Solo entonces confiarán las personas en ti y te considerarán honesto. Esta es la práctica más fundamental y es el prerrequisito para ser una persona honesta. Siempre estás fingiendo, aparentando santidad, virtud, grandeza y cualidades morales elevadas. No permites que nadie vea tu corrupción y tus defectos. Presentas una falsa imagen de ti a las personas, para que crean que eres recto, noble, abnegado, imparcial y desinteresado. ¿No es esto engaño y falsedad? No te pongas un disfraz y no te encubras; más bien, ponte al descubierto y desnuda tu corazón para que los demás lo vean. Si puedes abrir tu corazón para que otros lo vean, y puedes exponer todos tus pensamientos y planes, tanto positivos y negativos, entonces ¿no estarás siendo honesto? Si puedes desnudarte para que otros te vean, entonces Dios también te verá y dirá: ‘Te has desnudado para que otros vean y, por tanto, no cabe duda de que también eres honesto delante de Mí’. Si solo te desnudas delante de Dios, fuera de la vista de los demás, y siempre finges ser noble y virtuoso, o justo y desinteresado cuando estás con ellos, entonces ¿qué pensará y dirá Dios? Dirá: ‘Eres auténticamente deshonesto; eres totalmente hipócrita y mezquino y no eres una persona honesta’. Así pues, Dios te condenará” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La práctica verdaderamente fundamental de ser una persona honesta). Tras leer la palabra de Dios, sentí un dolor punzante en el corazón. La palabra de Dios revelaba mi estado con precisión. Desde que me eligieran diaconisa de evangelización, creía tener más aptitud y estatura que los hermanos y hermanas normales, por lo que siempre quería que todos vieran mi lado bueno. Encubría mi corrupción y mis defectos para que nadie los descubriera. Cuando era algo eficaz en el deber, tenía ganas de presumir. No veía la hora de enviar mis buenas noticias al grupo porque quería que las vieran los hermanos y hermanas, los líderes y otros colaboradores. También les contaba a los demás que me encargaba de seguir muchísimo trabajo y que estaba muy ocupada para que supieran que era responsable en el deber. Me excusaba y disimulaba para crear una imagen de mí positiva, responsable y de buscadora de la verdad. Mi propósito era que mis hermanos y hermanas me admiraran. Sin embargo, yo no era para nada así. También era corrupta… Presumía en el deber, salía del paso y no hacía un trabajo práctico, pero jamás me sinceraba sobre mi corrupción por miedo a que mis hermanos y hermanas supieran que anhelaba el estatus y era irresponsable, y a que eso hundiera la buena imagen que tenían de mí en su interior. A medida que lo reflexionaba, sentía asco. Me llevaba bien con los demás con engaños y disimulaba para que me admiraran. Este era un carácter satánico arrogante y astuto, que Dios aborrece. Antes de ser diaconisa de evangelización, los hermanos y hermanas solían decir: “Todo el mundo tiene un carácter satánico corrupto y valora el estatus. Todos podemos hacer cosas para obtener y mantener nuestro estatus”. Entonces pensaba: “Si tengo estatus, seguro que no haré nada por mantenerlo”. No obstante, los hechos y la palabra de Dios me revelaron. Descubrí que, por mantener mi imagen y estatus, disimulaba y me excusaba en todo y que era especialmente arrogante y astuta. Fue entonces cuando comprobé que creía que no iría en pos del estatus solo porque no había sido revelada. Además, era una persona corrompida por Satanás y rebosante de actitudes satánicas. Luego recordé que a Dios le agrada la gente honesta, capaz de practicar la verdad y de revelarse. Sin embargo, yo disimulaba, no practicaba la verdad y me sentía incómoda todo el tiempo. Decidí ser honesta y sincerarme con todos sobre mi corrupción.
Días después, en la reunión de colaboradores, tenía ganas de sincerarme con los demás sobre cómo disimulaba, engañaba y no hacía un trabajo práctico, y de ser una persona honesta y abierta de mente. No obstante, cuando iba a hablar, dudé de nuevo. Pensé: “Si me analizo y revelo, ¿qué opinarán de mí mis hermanos y hermanas? ¿No desaparecerá la buena imagen que tanto me he esforzado por construir? Si por este motivo me desprecian los hermanos y hermanas, será demasiado bochornoso. Mejor espero un poco más y dejo que hablen primero los demás hermanos y hermanas”. Sin embargo, con esa idea no me sentía tranquila. No quería sincerarme; entonces, ¿esto no seguía siendo fingir y querer mantener el estatus? Se desencadenó una batalla en mi interior. Si hablaba, tal vez me despreciaran. Si no lo hacía, me sentiría culpable. Oré a Dios para pedirle que me guiara en la práctica de la verdad. En ese momento descubrí un pasaje de las palabras de Dios. “¿Sabéis quiénes son fariseos en realidad? ¿Hay algún fariseo a vuestro alrededor? ¿Por qué se llama a estas personas ‘fariseos’? ¿Cuál es la definición de un fariseo? ¿Cómo se describe a un fariseo? Se trata de personas hipócritas, completamente falsas y que actúan en todo lo que hacen. ¿De qué modo actúan? Fingen ser buenas, amables y positivas. ¿Son así en realidad? En absoluto. Como son hipócritas, todo lo que se manifiesta y se revela en ellos es falso; todo es pretensión: no es su verdadero rostro. ¿Dónde se oculta su verdadero rostro? Está escondido en el fondo de su corazón, para que nadie lo vea jamás. Todo lo que hay en el exterior es una actuación, es todo falso. Si las personas no buscan la verdad, entonces no pueden realmente practicar y experimentar las palabras de Dios ni entender la verdad. Algunas personas solo se centran en comprender y repetir como loros la doctrina, imitan a quien predica los sermones más elevados, y a consecuencia de ello en pocos años son capaces de recitar muchas palabras de doctrina que se vuelven cada vez más elevadas, y son venerados y adorados por mucha gente, tras lo cual empiezan a camuflarse, y prestan gran atención a lo que dicen y hacen, mostrándose especialmente piadosos y espirituales. La gente utiliza estas llamadas teorías espirituales para camuflarse. Dondequiera que van, a las personas les parecen correctas y buenas las cosas de las que hablan, lo que dicen y su conducta externa. Todos están alineados con las nociones y gustos de los humanos. A ojos de la gente, esta persona parece muy devota y humilde, pero en realidad es una falsedad; parece tolerante, comprensiva y cariñosa, pero en realidad es una simulación; dice amar a Dios, pero en realidad es una actuación. La gente cree que esta persona es santa, pero en verdad es falsa. ¿Dónde puede encontrase una persona que sea es verdaderamente santa? La santidad humana es totalmente falsa. No es más que una actuación, una simulación. Por fuera, parecen leales a Dios, pero en realidad solo están actuando para que otros los vean. Cuando nadie mira, no tienen ni pizca de lealtad y todo lo que hacen es superficial. En apariencia, se esfuerzan por Dios y han abandonado a su familia y su carrera, pero ¿qué hacen en secreto? Van por su propia cuenta, están beneficiándose de la iglesia y robando las ofrendas en secreto. Todo lo que revelan externamente, su conducta, todo es falso. En eso consiste un fariseo hipócrita. ¿De dónde vienen estas personas, los ‘fariseos’? ¿Surgen entre los incrédulos? No, todos ellos surgen entre los creyentes. ¿Por qué estos creyentes se transforman así? ¿Podría ser que las palabras de Dios los transformaron de esta manera? Por supuesto que no. ¿Cuál es la razón? Se debe a la senda que han tomado. Usan las palabras de Dios solo como una herramienta para predicar y beneficiarse a partir de la iglesia. Arman su mente y su boca con las palabras de Dios, se disfrazan de santos y, posteriormente, utilizan esto como capital para lograr el objetivo de beneficiarse a partir de la iglesia. No hacen más que predicar doctrinas, pero nunca han puesto en práctica la verdad. ¿Qué clase de personas son las que continúan predicando palabras y doctrinas a pesar de nunca haber seguido el camino de Dios? Son unos fariseos hipócritas. Su cantidad pequeña de supuesto buen comportamiento y buenas maneras de expresarse y esa pequeñez que han abandonado y entregado, es completamente forzado, todo es un acto que montan. Son completamente falsos; todos esos actos son una pretensión. En el corazón de estas personas no existe la más mínima reverencia hacia Dios y ni siquiera tienen una verdadera fe en Dios. Más que eso, pertenecen a los incrédulos. Si las personas no buscan la verdad, caminarán por este tipo de senda y se convertirán en fariseos. ¿No es eso aterrador? ¿En qué lugar se reúnen los fariseos? En un mercado. A ojos de Dios, eso es la religión; no se trata de la iglesia de Dios ni de un lugar donde se le rinda culto. Así pues, si la gente no busca la verdad, por más palabras textuales y doctrinas superficiales que asimile sobre las declaraciones de Dios, no servirá de nada” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Seis indicadores de crecimiento vital). Tras leer las palabras de Dios, estaba asustadísima y temblaba por dentro. Para que me tuvieran en gran estima, disimulaba en todo, a fin de que todos vieran mi lado bueno. Jamás comentaba mis defectos ni me sinceraba al respecto. Siempre daba una falsa impresión a la gente y engañaba a mis hermanos y hermanas. ¿No era igual que los fariseos? Cada día, los fariseos interpretaban las Escrituras ante el pueblo en la sinagoga y solían pararse en los cruces de caminos a orar. Todo el mundo creía que amaban a Dios y eran píos, y los admiraba e idolatraba, pero no tenían ningún temor de Dios, ni ponían a Dios por encima de todo ni obedecían Sus mandamientos. Sobre todo cuando el Señor Jesús apareció y obró, ellos sabían que las palabras del Señor Jesús tenían autoridad y poder, pero, por mantener su estatus y sustento, blasfemaban contra la obra de Dios, se resistían a ella y la condenaban frenéticamente. Sus buenas acciones visibles eran falsas, cosas con las que disimulaban y se ocultaban, y, aunque aparentemente devotos, eran básicamente ruines y detestaban la verdad. Me acordé de cómo maldijo el Señor Jesús a los fariseos: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros, por fuera parecéis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad” (Mateo 23:27-28). Entonces pensé en mí. ¿No era yo igual? Desde que era diaconisa de evangelización, aparentemente madrugaba, trasnochaba y era activa en el deber, pero eran meras ilusiones, una interpretación para que la vieran los demás. Cumplía activamente con el deber para darles a entender que no habían elegido a la persona equivocada. Cuando era eficaz en el deber y corregía los estados de mis hermanos y hermanas, enviaba inmediatamente un mensaje al grupo o se lo contaba a ellos, pues quería que mis líderes y otros vieran que era competente y responsable en el deber. Cumplía con el deber con mis propias motivaciones e intenciones. Solo quería que me tuvieran en gran estima. Tenía muy claro que no hacía ningún trabajo sustancial, pero a menudo presumía e iba en pos del estatus, y no comentaba ni hablaba nada de mi corrupción. Dios me había dado muchas oportunidades de sincerarme, pero, una y otra vez, no practicaba la verdad y optaba por la astucia, el disimulo y la ocultación para hacer trampa, con lo que, equivocadamente, mis hermanos y hermanas me admiraban por ser alguien que iba en pos de la verdad y cumplía responsablemente con el deber. Descubrí que, al igual que los fariseos hipócritas, atraía a la gente ante mí. Así la engañaba y me la ganaba, e iba por la senda de la resistencia a Dios. Dios había maldecido a los fariseos. Si no me arrepentía, terminaría igual que ellos.
Luego recordé otro pasaje de la palabra de Dios: “Debes buscar la verdad para resolver cualquier problema que surja, sea el que sea, y bajo ningún concepto disfrazarte o poner una cara falsa para los demás. Tus defectos, carencias, fallos y actitudes corruptas… sé totalmente abierto acerca de todos ellos y compártelos. No te los guardes dentro. Aprender a abrirse es el primer paso para entrar en la verdad y el primer obstáculo, el más difícil de superar. Una vez que lo has superado, es fácil entrar en la verdad. ¿Qué significa dar este paso? Significa que estás abriendo tu corazón y mostrando todo lo que tienes, bueno o malo, positivo o negativo; que te estás descubriendo ante los demás y ante Dios; que no le estás ocultando nada a Dios ni estás disimulando ni disfrazando nada, libre de mentiras y trampas, y que estás siendo igualmente sincero y honesto con otras personas. De esta manera, vives en la luz y no solo Dios te escrutará, sino que también otras personas podrán comprobar que actúas con principios y cierto grado de transparencia. No necesitas ningún método para proteger tu reputación, imagen y estatus, ni necesitas encubrir o disfrazar tus errores. No es necesario que hagas estos esfuerzos inútiles. Si puedes dejar de lado estas cosas, estarás muy relajado, nada cansado, y vivirás completamente en la luz. Este es el primer paso. Luego has de aprender a analizar tus pensamientos y actos para ver cuáles están equivocados y cuáles no agradan a Dios, y es preciso que los corrijas inmediatamente y los rectifiques. ¿Cuál es el propósito de rectificarlos? Es aceptar y asumir la verdad, al tiempo que rechazas las cosas en tu interior que le pertenecen a Satanás y las reemplazas con la verdad. Antes, hacías todo según tu naturaleza corrupta, que es astuta y engañosa; sentías que no podías lograr nada sin mentir. Ahora que entiendes la verdad y detestas la forma de hacer las cosas que tiene Satanás, ya no te comportas de ese modo, actúas con una mentalidad de honestidad, pureza y obediencia. Si no te guardas nada, si no te pones una careta, una impostura, una fachada, si te expones ante los hermanos y hermanas, si no ocultas tus pensamientos y reflexiones más íntimas, sino que permites que los demás vean tu actitud sincera, entonces la verdad echará raíces poco a poco en ti, florecerá y dará frutos, dará gradualmente resultados. Si tu corazón es cada vez más honesto y está cada vez más orientado hacia Dios, y si sabes proteger los intereses de la casa de Dios cuando cumples con tu deber, y tu conciencia se turba cuando no proteges estos intereses, entonces esto es una prueba de que la verdad ha tenido efecto en ti y se ha convertido en tu vida” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo quienes practican la verdad temen a Dios). Con la palabra de Dios entendí que no disimular ni dar una falsa impresión, ser capaz de revelar mi corrupción y mis defectos, mostrar mi yo más real y dejar que mis hermanos y hermanas vean los secretos de mi corazón es lo que hace falta para ser una persona honesta. Recordé cómo siempre había disimulado y me había ocultado para que los demás me tuvieran en gran estima, y que en las reuniones no me atrevía a sincerarme sobre mi corrupción. Era una persona astuta, alguien aborrecible y repugnante para Dios, y era agotador y doloroso vivir así. Una vez que lo comprendí, oré a Dios: “¡Dios mío! Disimulo en todo para que me respete y admire la gente. Sé que esto te repugna. Ahora me repugno mí misma. Dios mío, deseo practicar la verdad y ser honesta. ¡Por favor, guíame!”. Tras orar, hablé de que no trabajaba realmente y revelé que me dedicaba a disimular y engañar. Después de hablar, me quité un peso del corazón y me sentí muy aliviada. Mis hermanos y hermanas no me despreciaron. Y mis líderes no trataron conmigo; antes bien, me hablaron pacientemente y me enseñaron a hacer un trabajo práctico. Me di cuenta de que sentiría paz al practicar la verdad y ser honesta. Aunque quedaron revelados mis problemas y defectos, con las enseñanzas y la ayuda de mis hermanos y hermanas pude mejorar mi conducta a tiempo y cumplir mejor con el deber, lo que me benefició.
Posteriormente, me sinceré y hablé con mis hermanos y hermanas de forma consciente, revelé mis actitudes corruptas y dejé de disimular. Una vez, un hermano me envió un mensaje: “Eres diaconisa de evangelización. ¿Por qué no vienes a enseñar a los objetivos de evangelización cuando prediquemos el evangelio? Me parece que deberías hacerlo”. Me enojé con este mensaje. Pensé: “Eres un simple líder de grupo. ¿Con qué derecho me das órdenes? Parece que estuvieras interrogándome. Ni siquiera me preguntas si estoy ocupada ni si tengo tiempo”. Así, le contesté: “La labor evangelizadora no puede depender solo de mí. Todo el mundo ha de cooperar en ella”. Más tarde me sentí un poco culpable porque me parecía haber sido arrogante. Mi hermano estaba teniendo en cuenta nuestra labor y expresando la realidad. Debería haber aceptado. No solo me negué, sino que le contesté con rabia. ¿Esto no fue irracional? Lo que hice, además, haría que se sintiera lastimado y limitado. Quería ir a sincerarme con él y admitir mis problemas, pero no podía renunciar a mi imagen. Este hermano tenía antes una buena impresión de mí. Si me sinceraba con él, ¿me despreciaría? Al pensarlo me di cuenta de que de nuevo quería disimular para mantener mi estatus e imagen. Oré a Dios para pedirle que me guiara para practicar la verdad y renunciar a mí misma. Luego me sinceré con mi hermano sobre mi corrupción. Me dijo que él tenía un carácter arrogante, que no pensó en mis sentimientos cuando me habló y que quería cambiar. Guiados por las palabras de Dios, hicimos introspección, y la práctica de la honestidad me hizo sentir especialmente tranquila.
Con mi experiencia comprendí que, en efecto, las palabras de Dios pueden purificar y salvar a la gente. Sin el juicio y castigo de la palabra de Dios, siempre disimularía y me ocultaría, sería imposible que entendiera realmente mi corrupción y mis defectos, y no podría cambiar. Agradezco a Dios que me guiara y salvara, y que me mostrara la tranquilidad y la liberación de practicar la verdad y ser una persona honesta.