¿Por qué soy tan arrogante?
Era responsable de los trabajos en video de la iglesia. Tras un tiempo de práctica, logré captar algunos principios y progresé en mis habilidades. Además, por lo general tendía a descubrir problemas en nuestra labor y, en los debates de trabajo, los demás solían adoptar mis sugerencias. Con el tiempo me volví algo engreído. Cada vez creía más en mí, y creía tener aptitud, una comprensión bastante pura de los principios y una perspectiva amplia de los problemas. Aunque no era líder de la iglesia ni me encargaba de un trabajo importante, ¡suponía que no estaba nada mal ser capaz de dirigir los proyectos del equipo! Noté a mi compañero, el hermano Justin, algo pasivo en el deber durante un tiempo. Yo siempre tomaba la iniciativa en los debates de trabajo y en el aprendizaje en equipo y a él lo despreciaba por no llevar una carga. En nuestros debates posteriores, ignoraba las sugerencias de Justin y rechazaba muchas de sus opiniones. Pensaba que, como compañeros, al final seguíamos mis ideas casi siempre, así que bien podía hacer las cosas yo solo. Con el tiempo asumí parte del trabajo de Justin. En los debates de trabajo, cuando los demás no adoptaban mis sugerencias, recalcaba reiteradamente que mi perspectiva era correcta, y a veces sacaba a relucir, a modo de prueba, reglas y doctrinas, como si fueran principios, para que me hicieran caso. Luego me incomodaba y sentía que siempre obligaba a los demás a hacerme caso. ¿Eso no era arrogancia? En ocasiones procuraba aceptar sugerencias ajenas, pero al final mi idea se demostraba correcta, así que estaba aún más confiado. A veces me daba cuenta de que revelaba un carácter arrogante, pero no me lo tomaba en serio. Notaba que era algo arrogante, pero que tenía razón de todos modos. Como mi empeño era que se hiciera bien el trabajo, eso no podía ser un gran problema. En esa época no me sentía cómodo con nada que hicieran los demás. Para mí, no eran lo bastante expertos ni tenían una visión global en sus reflexiones. Cuando hacían sugerencias, si no encajaban con mis ideas, las echaba abajo sin dudarlo y los miraba silenciosamente por encima del hombro. En una ocasión, un video producido por una hermana pasó varias pruebas de edición, pese a lo cual no salió muy bien. No le pregunté por ninguna dificultad que tuviera, sino que me puse a reprenderla: “¿Pusiste atención alguna en esto? ¿Eres incapaz de ver lo que hacen otros y aprender de ello?”. A veces, cuando los hermanos y hermanas compartían una idea para un video, la rechazaba fulminantemente sin entenderla. En consecuencia, a todos los hermanos y hermanas les daba miedo trabajar conmigo y ni siquiera se atrevían a enviarme sus videos para que los mirara. En otra ocasión, una hermana buscó materiales para organizar el estudio en grupo. Les eché un rápido vistazo y, sin debatirlo con nadie, desprecié totalmente los materiales que ella había buscado alegando que no servían para consulta. De hecho, aunque los materiales didácticos que había buscado dejaran que desear, serían igualmente útiles para desarrollar aptitudes. Una hermana señaló después que era arrogante que yo hiciera las cosas sin debatirlas con los demás. Entonces no me conocía en absoluto y pensé que simplemente no había pedido opinión y que bastaría con prestar más atención a eso en lo sucesivo. Llegué a creer que yo era el que me ocupaba y resolvía la mayoría de los problemas en nuestra labor y que tenía la última palabra en cuestiones grandes y pequeñas, por lo que, sin mi supervisión, el trabajo del equipo sería un jaleo. Aunque me asignaran un compañero, me creía que yo era, a decir verdad, el supervisor del equipo, nominal y realmente, y que quizá Dios había dispuesto que estuviera ahí para vigilar la labor del equipo. Esa idea me hacía sentirme distinto a los demás, que estaba al frente. Me volví aún más arrogante. Una vez, un par de hermanas y yo fijamos una cita con otro equipo para charlar sobre trabajo, pero algo surgió en el último minuto y no pude asistir, así que las mandé ir sin mí. Entraron en pánico en cuanto se enteraron de que no podía ir y dijeron que no podían asumir esa responsabilidad, por lo que esperarían a que yo tuviera tiempo.
Luego me comentó una hermana: “En el equipo ya tienes la última palabra en todo, sea grande o pequeño. Cuando alguien se topa con un problema, no busca la verdad, sino que confía en ti. Te creen imprescindible. ¿No te parece que deberías hacer introspección? ¡Eso es muy peligroso!”. Durante un rato no pude calmar mis sentimientos tras oír aquellas palabras. A los hermanos y hermanas les parecía imprescindible y todo tenía que pasar por mí. ¿Eso no era ejercer el control sobre el equipo? Es una conducta de anticristo. Sin embargo, mi intención en todo lo que hacía era que el trabajo se hiciera bien. ¿Cómo podía dar ese resultado? No sabía de qué manera comprenderlo. Muy confundido y algo deprimido, compartí mi estado con Dios para pedirle que me guiara. Me enviaron un pasaje de las palabras de Dios sobre las actitudes de los anticristos que encajaba muy bien con mi estado. Dios dice: “Una de las señales más comunes de que los anticristos controlan a las personas es que, dentro de su ámbito de control, solo ellos tienen la última palabra. Si el anticristo no está presente, nadie más se atreve a pronunciarse o a tomar una decisión. Si el anticristo no está presente, todos los demás son como niños sin madre. No tienen ni idea de cómo orar o buscar, de cómo discutir las cosas juntos. Son como marionetas o personas muertas. […] Los métodos de los anticristos son siempre poco convencionales y grandilocuentes al hacer las cosas. No importa lo correcta que sea la sugerencia de otro, siempre la rechazarán. Incluso si la sugerencia de otra persona resulta consistente con sus ideas; si el anticristo no la propone primero, sin duda se negará a aceptarla o implementarla. En su lugar, el anticristo hará todo lo posible para menospreciar, negar y condenar la sugerencia hasta que la persona que la ofreció sienta que su idea es equivocada y lo acabe admitiendo. Solo entonces el anticristo se detiene. A los anticristos les gusta construirse a sí mismos y menospreciar a los demás para que los adoren y los pongan en el centro de las cosas. Los anticristos solo se permiten florecer a sí mismos, los demás son apenas un telón de fondo que les permite destacar. Los anticristos creen que todo lo que dicen y hacen es correcto, que todo lo que los demás dicen y hacen es incorrecto. A menudo proponen perspectivas novedosas para negar los puntos de vista y las prácticas de los demás, critican y encuentran problemas en las opiniones de otros, y desbaratan o rechazan los planes propuestos por los demás, para que todo el mundo se vea obligado a escucharles a ellos y a actuar según sus métodos. Utilizan estos métodos y medios para negarte continuamente, atacarte y hacerte sentir que no eres lo suficientemente bueno, para que cada vez te vuelvas más sumiso con ellos, los admires y los tengas en alta consideración, hasta que finalmente estés completamente bajo su control. Este es el proceso por el cual los anticristos someten y controlan a la gente” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 5). Tras leer esto me comparé con lo manifestado por Dios. Había sido el responsable del trabajo del equipo todo aquel tiempo, pero los demás aún no sabían cumplir con el deber conforme a los principios y me preguntaban por todo lo que hacían. Sin mí no se atrevían a tomar ninguna decisión definitiva ni a comunicarse con otros equipos. Todos estaban limitados por mí. Los estaba perjudicando. Me pregunté qué había dicho y hecho para llegar a este resultado. Tanto si debatíamos el trabajo como si discutíamos ideas, si alguien tenía una perspectiva distinta a la mía, yo buscaba multitud de motivos para ponerlo por los suelos y nunca me centraba en enseñar los principios de la verdad. Tampoco enaltecía ni daba testimonio de Dios, sino que hacía que todos me escucharan. Cuando algo no me parecía correcto, me volvía agresivo y prepotente. Era despectivo cuando veía lagunas en las destrezas de los hermanos y hermanas y, tanto abierta como encubiertamente, era denigrante. Quería obligar a todos a escucharme y, si no lo hacían, recalcaba que yo era experto y comprendía los principios. Después de un tiempo anulando a los demás, devaluándolos y enalteciéndome, todos los hermanos creían no servir para nada y no tener una perspectiva tan completa como la mía, por lo que venían a preguntarme de todo. Pensándolo seriamente, muchas veces, los planes que sugerían estaban bien, y tal vez no fueran totalmente perfectos, pero podría haberlos ayudado a mejorarlos. En cambio, me empeñaba en recalcar que tenía la razón y rechazaba las ideas ajenas, pues creía hacerlo por el bien del trabajo. ¡Qué arrogante y carente de autoconocimiento! También leí estas palabras de Dios: “Cuando las personas se vuelven arrogantes en naturaleza y esencia, pueden a menudo desobedecer a Dios y oponerse a Él, no prestar atención a Sus palabras, generar nociones acerca de Él, hacer cosas que lo traicionan y que las enaltecen y dan testimonio de sí mismas. Dices que no eres arrogante, pero supongamos que te entregaran una iglesia y te permitieran dirigirla; supongamos que Yo no tratara contigo ni nadie de la casa de Dios te criticara o ayudara, tras liderarla durante un tiempo, pondrías a la gente a tus pies y harías que se sometiera a ti incluso hasta el punto de admirarte y venerarte. ¿Y por qué habrías de hacer eso? Esto vendría determinado por tu naturaleza; no sería sino una revelación natural. No tienes necesidad alguna de aprender esto de otros, ni ellos tienen necesidad de enseñártelo. No es preciso que te lo impongan o te obliguen a hacerlo. Este tipo de situación surge de manera natural. Todo lo que haces es para que la gente te enaltezca, te alabe, te idolatre, se someta a ti y te haga caso en todo. Permitirte ser líder hace surgir de manera natural esta situación, y eso no se puede cambiar. ¿Y cómo surge esta situación? Está determinada por la naturaleza arrogante del hombre. La manifestación de la arrogancia consiste en la rebelión contra Dios y la oposición a Él. Cuando las personas son arrogantes, engreídas y santurronas tienden a establecer sus propios reinos independientes y a hacer las cosas como les place. También traen a otras personas a sus manos y a sus brazos. Que la gente pueda hacer cosas así de arrogantes solo demuestra que la esencia de su naturaleza arrogante es la de Satanás, la del arcángel. Cuando su arrogancia y engreimiento alcanzan cierto nivel, ya no lleva a Dios en el corazón y lo deja de lado. Desea entonces ser Dios, hacer que la gente la obedezca, y se convierte en el arcángel. Si tienes una naturaleza así de arrogante, no llevas a Dios en el corazón. Aunque creas en Dios, Él ya no te reconoce, te considera malhechor y te descartará” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Una naturaleza arrogante es la raíz de la resistencia del hombre a Dios).
En las palabras de Dios aprendí que no podía coordinarme con los hermanos y hermanas porque me controlaba mi naturaleza arrogante. Vi que, con mi naturaleza arrogante y engreída, no tenía que hacer nada en particular, sino que ese tipo de situación ocurría de forma natural y lograba que todos me escucharan. Al recordar el tiempo que trabajé en ese deber con los demás hermanos y hermanas, tanto si hacíamos sugerencias para los videos como si organizábamos el trabajo, siempre creía tener las mejores ideas. Cuando noté a Justin un poco pasivo en el deber, no lo ayudé hablando con él, sino que lo desprecié de corazón por ser poco apto y no llevar una carga y me encargué de todo, con lo que lo hacía todo yo solo como si yo, y nadie más, fuera el único que supiera hacer las cosas. Cuando apreciaba áreas en que a los demás les faltaban destrezas, los menospreciaba por falta de aptitud y entendimiento, como si el mío fuera el más preciso y yo conociera mejor los principios. Siempre anulaba a los demás y me enaltecía yo presentándoles mis ideas y opiniones como si fueran la verdad. Con el tiempo, los demás sintieron que ellos no podían hacer nada, que tenía que hacerlo yo, hasta el punto de que, para todo, venían a preguntarme y confiaban en mí. Si no estaba allí, no se atrevían a seguir adelante. Leí estas palabras de Dios: “Cuando su arrogancia y engreimiento alcanzan cierto nivel, ya no lleva a Dios en el corazón y lo deja de lado. Desea entonces ser Dios, hacer que la gente la obedezca, y se convierte en el arcángel”. Sentí vergüenza y culpa ante la revelación de las palabras de Dios. Vi que tenía un problema gravísimo. Me subí a un pedestal y siempre creí tener dotes y aptitud, que no era una persona normal, sino que, de forma natural, tenía lo necesario para dirigir, capitanear la nave, y que a los demás les faltaba aptitud, así que Dios dispuso que yo los guiara. Me asustó y mareó tener estos pensamientos e ideas. ¡La verdad es que no conocía la vergüenza! Todos íbamos a colaborar en el deber, a aceptar la dirección de Dios y a someternos a los principios de la verdad, pero yo hacía que todos aceptaran mi liderazgo y se sometieran a mí. Estaba equivocado. Me había vuelto tan arrogante que había perdido toda razón. En Los diez decretos administrativos que el pueblo escogido de Dios debe obedecer en la Era del Reino, dice Dios: “El hombre no debe magnificarse ni exaltarse a sí mismo. Debe adorar y exaltar a Dios” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios). En el fondo siempre me creí de un nivel superior al resto del equipo, y siempre me situé por encima de los demás hermanos y hermanas. Estaba en el lugar equivocado, situado en un pedestal. Esta idea me resultó muy alarmante y atemorizante. Oré inmediatamente: “Dios mío, soy muy arrogante y confiado. Ofendí Tu carácter sin ni siquiera ser consciente de ello. Quiero arrepentirme, tomar el lugar que me corresponde y cumplir bien con el deber”. Después vino a hablarme mi supervisor. Según él, unos hermanos y hermanas habían comentado que se sentían muy limitados trabajando conmigo. Para ellos, era despectivo, menospreciaba a los demás y siempre echaba por tierra las ideas ajenas, y algunos dijeron: “He conocido a gente arrogante antes, pero jamás a nadie así de arrogante”. Estas palabras me llegaron directas al corazón. Nunca había imaginado que los hermanos y hermanas me consideraran esa clase de persona, que los hubiera refrenado y lastimado tanto. Durante unos días me sentí como si me hubieran apuñalado. Sobre cuando debatíamos el trabajo, nadie se atrevía a expresarse y el ambiente era particularmente frío. Yo me sentía más reprendido. Sabía que esto se debía exclusivamente a las limitaciones que les había puesto. Con dolor y tristeza, me presenté ante Dios en oración para pedirle que me guiara para reflexionar y entrar sinceramente.
En mis devociones leí un pasaje de las palabras de Dios que me aportó una mejor comprensión de mí mismo: Las palabras de Dios dicen: “Algunos líderes nunca trabajan según los principios, por el contrario, son su propia ley, y son arbitrarios y temerarios. Los hermanos y hermanas lo señalan, diciendo: ‘Rara vez consultas a los demás antes de actuar. No sabemos cuáles son tus juicios y decisiones hasta que ya los has tomado. ¿Por qué no consultas con los demás? ¿Por qué no nos avisas de antemano cuando tomas alguna decisión? Aunque lo que hagas sea correcto, y tu calibre sea mayor que el nuestro, deberías informarnos antes. Al menos, tenemos derecho a saber lo que está pasando. Actuando siempre como tu propia ley, ¡estás yendo por la senda de un anticristo!’. ¿Y qué le oirías decir al líder ante eso? ‘Yo soy el que lleva la voz cantante en casa. Yo decido todos los asuntos, grandes y pequeños. Estoy acostumbrado a ello. Cuando cualquiera de mi gran familia tiene un problema, acude a mí para que decida qué hacer. Todos saben que tengo muchas soluciones para las cosas. Por eso siempre soy yo quien lleva la voz cantante y se encarga de los asuntos de mi casa. Cuando llegué a la iglesia, pensé que ya no tendría que preocuparme, pero resulta que me eligieron para ser líder. No puedo evitarlo: nací para este destino. Dios me ha dotado de esta habilidad. Nací para resolver las cosas y tomar decisiones por la gente’. Lo que se insinúa aquí es que estaban predestinados al nacer a ser autoridades, y todos los demás son peones, plebeyos: nacieron para ser siervos. Incluso cuando los hermanos y hermanas ven el problema de este líder y se lo señalan, este no lo acepta, ni acepta ser tratado y podado, sino que se niega y resiste hasta que los hermanos y hermanas claman por su remoción, pensando todo el tiempo: ‘Con un calibre como el mío, mi destino es estar al mando dondequiera que vaya. Y con calibres como los vuestros, seréis siervos y siervas allá donde vayáis. Vuestro destino es recibir órdenes’. ¿Qué tipo de carácter revelan al decir siempre tales cosas? Está claro que es un carácter corrupto y, sin embargo, lo comparten descaradamente con los demás como su fortaleza y su mérito, presumiendo de ello. Cuando uno revela un carácter corrupto, debe reflexionar sobre sí mismo. Debe reconocerlo, arrepentirse y abandonarlo; debe buscar la verdad hasta llegar a actuar de acuerdo con los principios. Este líder, sin embargo, no practica de esta manera, sino que permanece incorregible, insistiendo en sus opiniones. De estos comportamientos se desprende que no aceptan la verdad en lo más mínimo y de ninguna manera son buscadores de la verdad. No escuchan a nadie que los exponga y los trate, sino que están siempre llenos de justificaciones: ‘¡Uf, así soy yo! Se llama competencia, se llama habilidad, ¿alguno de vosotros las tiene? Estoy predestinado por nacimiento a estar al mando, y dondequiera que vaya, soy líder. Estoy acostumbrado a que se haga lo que yo digo, a averiguar por mí mismo cómo manejar las cosas. No consulto a los demás. Esa es mi particularidad, mi carisma personal’. ¿Acaso no es esto una descarada desvergüenza? Al no reconocer que tienen un carácter corrupto, está claro que no reconocen las palabras de Dios que juzgan y exponen al hombre. Por el contrario, consideran sus herejías y falacias como la verdad, y hacen que todos los demás las acepten y las admiren. Sostienen en su corazón que en la casa de Dios no debe reinar la verdad, sino ellos. Lo que ellos digan es lo que debe prevalecer. ¿Acaso no es esto una desvergüenza flagrante?” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Qué es buscar la verdad (1)). Sentí vergüenza ante esta revelación de las palabras de Dios. Así actuaba yo. Como tenía habilidades y parecía tener algo de inteligencia y aptitud, creía que debía tener la última palabra. A mi modo de ver, los demás hermanos y hermanas no sabían hacer nada bien, y no me tomé en serio mi problema ni siquiera cuando me lo señalaron. Creía que solo era arrogante porque tenía aptitud y mis sugerencias eran adecuadas. No me conocía en absoluto. De hecho, muchas veces no tenía claro el problema ni tenía en cuenta el panorama completo, como cuando rechacé por inservibles los materiales didácticos que buscó aquella hermana, pero los demás descubrieron que sí servían para consulta e hicieron algunas buenas sugerencias. Y aunque sí tuviera la idea adecuada en algunas cosas, de todos modos no debería haber obligado a los demás a aceptarla con arrogancia. Debería haber hablado de los principios y de mi entendimiento y mis ideas personales, y si a todos les parecía adecuado lo que yo dijera, naturalmente que lo aceptarían. En cambio, era arrogante y confiado y no veía para nada los puntos fuertes de los demás ni hacía introspección. Solía calcular para mis adentros en qué cosas había tomado decisiones correctas y qué problemas había descubierto y resuelto en nuestro trabajo. Cuanto más calculaba estos “logros”, más creía que era mejor que los demás. Mi arrogancia se intensificaba y cada vez despreciaba más a otras personas. Llegué a pensar que tenía madera de supervisor, por lo que era arrogante y quería tener la última palabra en todo. Era muy arrogante e irracional, y no había transformado mi carácter satánico. Ni siquiera era capaz de llevarme bien con nadie. ¿Qué motivos tenía para ser arrogante? ¡Tanta satisfacción conmigo mismo era realmente patética! Al recordar todo aquello, vi lo agresivo y prepotente que era y me embargó el pesar.
Luego leí otro pasaje. “¿Diríais que es difícil cumplir adecuadamente con el deber? En realidad, no; la gente solo debe ser capaz de tener una actitud humilde, un poco de sentido y una posición adecuada. Independientemente de la formación que tengas, de los premios que hayas ganado o lo mucho que hayas conseguido, y por muy elevados que sean tu estatus y tu jerarquía, debes dejar de lado todas estas cosas, debes bajarte del pedestal; todo eso no vale nada. Por muy grandes que sean tales glorias, en la casa de Dios no pueden estar por encima de la verdad, pues esas cosas superficiales no son la verdad ni pueden ocupar su lugar. Debes tener esto en claro. Si dices: ‘Soy muy talentoso, tengo una mente muy aguda y reflejos rápidos, aprendo enseguida y tengo excelente memoria, por lo que soy idóneo para tomar la decisión final’, si siempre utilizas tales cosas como capital, y las consideras valiosas y positivas, eso es un problema. Si esas cosas ocupan tu corazón, si se han arraigado en él, te será difícil aceptar la verdad, y las consecuencias de eso son impensables. Por lo tanto, en primer lugar debes dejar y rechazar esas cosas que amas, que parecen agradables, que son valiosas para ti. No son la verdad; más bien pueden impedirte entrar en ella. Lo más urgente ahora es que busques la verdad en el cumplimiento de tu deber, y practiques de acuerdo con la verdad, de manera que tu cumplimiento del deber sea adecuado, pues el cumplimiento correcto del deber no es más que el primer paso en la senda de entrada a la vida. ¿Qué significa aquí ‘el primer paso’? Significa comenzar un viaje. En todo hay algo con lo que comenzar el viaje, algo que es lo más básico, lo más fundamental, y lograr el cumplimiento adecuado del deber es una senda de entrada a la vida. Si el cumplimiento de tu deber simplemente parece adecuado en su ejecución, pero no está en consonancia con los principios de la verdad, entonces no estás cumpliendo tu deber adecuadamente. Entonces, ¿cómo se debe trabajar en esto? Hay que trabajar y buscar los principios de la verdad; estar dotado de ellos es lo fundamental. Si te limitas a mejorar tu comportamiento y tu temperamento, pero no estás dotado de los principios de la verdad, es inútil. Puede que tengas algún don o especialidad. Eso es bueno, pero solo lo utilizarás correctamente si lo pones en práctica en el cumplimiento de tu deber. Cumplir bien con tu deber no requiere una mejora en tu humanidad o personalidad, ni que dejes de lado tu don o talento. Eso no es lo que se requiere. Lo fundamental es que comprendas la verdad y aprendas a someterte a Dios. Es casi inevitable que tu carácter corrupto aflore mientras cumples con tu deber. ¿Qué debes hacer en esos momentos? Debes buscar la verdad para resolver el problema y llegar a actuar de acuerdo con los principios de la verdad. Haz esto, y el cumplimiento de tu deber no presentará ningún problema. Sea cual sea el ámbito en el que se encuentre el don o la especialidad que tengas, o donde tengas algún conocimiento vocacional, puedes poner en práctica lo que has aprendido para cumplir con el deber que te corresponde. Utilizar los dones, las especialidades o los conocimientos profesionales en el cumplimiento de un deber es lo más adecuado, pero también debes estar dotado de la verdad y ser capaz de actuar de acuerdo con los principios. Solo entonces podrás cumplir bien con tu deber. Este es el doble enfoque del que hablábamos antes; un elemento es tener conciencia y razón, y el otro es que debes buscar la verdad para resolver tu carácter corrupto. Una persona entra en la vida cumpliendo su deber de esta manera, y llega a ser capaz de llevarlo a cabo adecuadamente” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. ¿Cuál es el desempeño adecuado del deber?). Al meditar las palabras de Dios, aprendí que Él valora si alguien cumple con el deber en condiciones, no en función de cuánto parezca que ha hecho ni de si lo ha hecho bien o no, sino en función de la senda que tome en el deber y de si busca y practica la verdad. También aprendí que, para corregir un carácter arrogante y cumplir en condiciones mi deber, antes tenía que dejar de lado esas dotes y fortalezas de las que estaba orgulloso y presentarme ante Dios a buscar la verdad. Si continuaba haciendo las cosas recurriendo a mis aptitudes y dotes, sin buscar la verdad ni seguir los principios, Dios no me daría Su visto bueno por más que yo hiciera. Antes despreciaba a los demás por su falta de habilidades y aptitud. Cuando cometían un pequeño error o hacían algo de forma imperfecta, estaba rebosante de desdén y menosprecio por ellos, tanto abiertos como encubiertos, pero cuando devolvían los videos que producía para que hiciera correcciones varias y los demás me hacían sugerencias, nadie me despreciaba, sino que me decían pacientemente lo que necesitaba mejorar. Además, casi nunca aceptaba sugerencias de la gente con la que colaboraba, y aunque algunos hermanos y hermanas no tenían grandes dotes ni aptitudes, buscaban los principios en el deber, escuchaban humildemente las sugerencias ajenas y sabían cooperar en armonía. Me dio vergüenza compararme con ellos. Vi cuánto me faltaba para entrar en la verdad. Posteriormente, en el deber, cuando había discrepancias entre los demás y yo, me hacía a un lado y buscaba la verdad y los principios, lo que veía como una oportunidad de practicar la verdad.
Una vez estaba debatiendo la producción de un video con un par de hermanas y teníamos ideas distintas. Creía tener yo la mejor idea y estaba pensando en lo que podría decir para demostrar que tenía razón, en cómo convencerlas. De pronto me di cuenta de que de nuevo iba a exhibir un carácter arrogante, de que quería anular las ideas de los demás con mi opinión. Enseguida oré para pedirle a Dios que me guiara para poder hacerme a un lado y escuchar las sugerencias de las otras. Recordé unas palabras de Dios: “Entre todos aquellos en la iglesia que entienden la verdad o tienen capacidad para comprenderla, el esclarecimiento y la guía del Espíritu Santo se puede dar en cualquiera de ellos. Hay que agarrarse al esclarecimiento y la iluminación del Espíritu Santo, siguiéndolo de cerca y cooperando estrechamente con él. Al hacerlo, la senda que recorras será la correcta; es la senda por la que guía el Espíritu Santo. Presta especial atención a cómo el Espíritu Santo actúa y guía a aquellos sobre los que Él obra. A menudo deberías tener comunicación con los demás, haciendo sugerencias y expresando tus propios puntos de vista; este es tu deber y tu libertad. Pero al final, cuando hay que tomar una decisión, si eres tú el único que da el veredicto final, haciendo que todos hagan lo que tú dices y sigan tu voluntad, entonces estás violando los principios. Debes tomar la decisión correcta basándote en la voluntad de la mayoría, para luego tomar la decisión final. Si la sugerencia de la mayoría no concuerda con los principios de la verdad, debes perseverar en la verdad. Eso es lo que se ajusta a los principios de la verdad” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Tercera parte). En las palabras de Dios descubrí que mi deber era aportar ideas y crear videos, pero que no depende de una sola persona decidir qué plan es mejor. Los hermanos y hermanas han de debatirlo y decidirlo juntos y optar por la mejor propuesta. Me sentí muy en paz una vez que puse eso en práctica. Una vez creado el video, los hermanos y hermanas optaron por mi versión, pero no por eso desprecié a aquellas dos hermanas. Sentí que, a lo largo de aquel proceso, por fin había practicado la verdad sin vivir de acuerdo con mi carácter arrogante. Luego también experimenté que Dios no dispone las situaciones para ver quién tiene razón o no, sino para ver con qué carácter vive la gente. Si alguien tiene razón, pero exhibe arrogancia, Dios aborrece eso, lo detesta. Después, cuando procuraba tener en cuenta en serio las ideas de otra gente, me percataba de que las sugerencias de los hermanos y hermanas tenían muchos aspectos aprovechables y de que ellos miraban las cosas desde una perspectiva distinta a la mía. Antes siempre había creído que la gente no se fijaba en el panorama global porque yo observaba las cosas únicamente desde mi perspectiva y rara vez escuchaba las ideas de los demás. Entendí entonces que todo el mundo tiene puntos fuertes y que hay cosas que puedo aprender de ellos. No quería seguir creyendo altivamente en mí, sino que estaba dispuesto a trabajar bien con los demás, a buscar la verdad, a escuchar más las sugerencias de otros y a colaborar en el deber.