Tras la muerte de mi hijo
En junio de 2014, un día, mi hija llamó inesperadamente y dijo que mi hijo se había electrocutado mientras pescaba. No conocía los detalles, pero dijo que me preparara. Ante esta noticia, me senté en la cama con la cabeza dándome vueltas. Mi hijo era el pilar de la familia. ¿Cómo subsistiríamos si le pasaba algo? Cuando recobré cierta lucidez, supuse que, como yo creía desde hacía muchos años y siempre había tenido un deber, Dios lo protegería. ¡No le pasaría nada! Me levanté, me apoyé tambaleando y busqué a quien me llevara al lugar del accidente. Al llegar, vi que un forense le estaba haciendo la autopsia a mi hijo. Estaba aturdida, incapaz de aceptar lo que tenía delante de mis ojos, y perdí las fuerzas para caminar. Alguien me sostuvo y me llevó paso a paso hasta su cuerpo. Al mirar su cadáver, no pude evitar ponerme en cuclillas y sollozar. Mi nietito solo tenía cuatro meses. Mi esposo y yo nos estábamos haciendo mayores. ¿Cómo subsistiríamos todos sin mi hijo? Al verme así, mi hija me dijo en voz baja: “Mamá, se ha ido, pero aún me tienes a mí, ¡y aún tienes a Dios!”. Sus palabras “aún tienes a Dios” me despertaron en mi dolor. Era verdad. Dios es mi sustento; ¿cómo pude olvidarme de Él? Contuve el dolor, me enjugué las lágrimas y me fui a abordar los preparativos necesarios.
Tras volver a casa, se me llenaban los ojos de lágrimas al recordar el rostro de mi hijo. Sufría mucho. Amigos, parientes y vecinos sonreían y señalaban en tono cortante: “Entonces, crees en Dios, ¿pero tu hijo murió electrocutado de todos modos? Pese a tu fe, ¡Dios no protegió a tu familia!”. Después también me criticó mi hija, diciéndome: “¿Por qué murió mi hermano si tú eres creyente? ¿Por qué no lo protegió Dios?”. Para mí, estas cosas metían de veras el dedo en la llaga. No pude soportar su escarnio; empecé a tener nociones y malentendidos sobre Dios. Recordé cómo me había esforzado a lo largo de mi fe en el Señor. A veces recorría kilómetros y kilómetros en bici para ir a sustentar a otros creyentes, y, fuera verano o invierno, con lluvia o con viento, nunca me demoré. Tras aceptar la obra de Dios de los últimos días, me sacrifiqué todavía más por el deber y participaba con entusiasmo en la difusión del evangelio y el riego a nuevos creyentes. No dejé de seguir a Dios ni cuando el gran dragón rojo me oprimió y registró mi casa. ¿Por qué no había protegido Dios a mi familia tras todo lo que yo había dado? ¿Por qué sucedió aquello? Me sentía cada vez más agraviada y no podía parar de llorar. Estuve muy desconsolada unos días. No quería leer las palabras de Dios ni orar, sino que me las arreglaba día a día con el corazón en tinieblas. Al comprender que me hallaba en un estado peligroso, oré a Dios diciéndole: “Dios mío, no puedo superar la muerte de mi hijo. Te malinterperto y te culpo a Ti. Dios mío, ahora mismo estoy muy negativa y débil. Por favor, sálvame, ayúdame a entender Tu voluntad y a salir de mi estado incorrecto”.
Después de orar leí estas palabras de Dios: “Si desean ser salvados y totalmente ganados por Dios, entonces todos los que le siguen deben afrontar tentaciones y ataques, tanto grandes como pequeños, de Satanás. Los que emergen de estas tentaciones y ataques, y son capaces de derrotar por completo a Satanás son aquellos a los que Dios ha salvado” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II). “Los que no son salvos son prisioneros de Satanás, no tienen libertad; él no ha renunciado a ellos, no son aptos ni tienen derecho de adorar a Dios, y Satanás los persigue de cerca y los ataca despiadadamente. Esas personas no tienen felicidad ni derecho a una existencia normal, ni dignidad de los que hablar. Sólo serás salvo y libre si te levantas y luchas contra él, usando tu fe en Dios, tu obediencia a Él y tu temor de Él como armas para librar una batalla a vida o muerte contra él, y lo derrotas por completo, haciéndole huir con el rabo entre las patas, acobardado cada vez que te vea y abandonando completamente sus ataques y sus acusaciones contra ti. Si estás decidido a romper totalmente con Satanás, pero no estás equipado con las armas que te ayudarán a derrotarlo, seguirás estando en peligro; si el tiempo pasa y él te ha torturado tanto que no te queda ni una pizca de fuerza, pero sigues siendo incapaz de dar testimonio, sigues sin liberarte por completo de las acusaciones y los ataques de Satanás contra ti, tendrás poca esperanza de salvación. Al final, cuando se proclame la conclusión de la obra de Dios, seguirás estando en sus garras, incapaz de liberarte, y por tanto no tendrás nunca oportunidad ni esperanza. La implicación es, pues, que esas personas serán totalmente cautivas de Satanás” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II). Con las palabras de Dios entendí que el fallecimiento de mi hijo era una prueba para mí. Tenía que apoyarme en la fe para salir adelante y mantenerme firme en el testimonio de Dios, no estar tan negativa y débil como entonces, no perder la fe en Dios y no malinterpretarlo ni culparlo. Me acordé de cuando Satanás probó a Job. Unos ladrones le robaron laderas enteras de ganado y todas sus posesiones, murieron sus diez hijos y él estaba totalmente cubierto de llagas malignas. No obstante, Job prefirió maldecir el día que nació antes que renegar del nombre de Dios y culparlo. Dijo: “Jehová dio y Jehová quitó; bendito sea el nombre de Jehová” (Job 1:21). Job dio un hermoso y rotundo testimonio de Dios y humilló a Satanás. Sin embargo, yo malinterpretaba y culpaba a Dios tras perder a mi hijo. Ni de lejos podía compararme con Job; menuda vergüenza. También recordé que, cuando fue probado Job, su esposa le dijo que abandonara a Dios y muriera. Parecía como si su mujer abominara de él, pero, más allá de lo aparente, Satanás lo estaba probando. ¿No hacían mis amigos, mis parientes y mi hija el papel de Satanás? Con la burla de todos los que me rodeaban, Satanás me probaba y atacaba para que traicionara a Dios. Si continuaba viviendo en la negatividad, malinterpretando y culpando a Dios, caería en la trampa de Satanás y me convertiría en su hazmerreír de pies a cabeza. Fue entonces cuando comprendí que Satanás me estaba observando en toda esa prueba y que Dios esperaba que me mantuviera firme en el testimonio de Él y humillara a Satanás. Sabía que había gozado de mucho sustento de las palabras de Dios en todos mis años de fe, y ahora que me tocaba dar testimonio de Él, tenía que dejar de malinterpretarlo y culparlo, de hacer reír a Satanás. ¡Tenía que mantenerme firme en el testimonio y humillar a Satanás! Con esto ya no me sentía tan triste y desamparada como antes. Aumentó mi fe y estaba dispuesta a ampararme en Dios y a salir adelante en esa situación.
Luego me estuve preguntando por qué me volví tan negativa y me embargaron las quejas ante esa situación. Un día leí un pasaje de las palabras de Dios. “Esperas que tu fe en Dios no acarree ningún reto o tribulación ni la más mínima dificultad. Siempre buscas aquellas cosas que no tienen valor y no le otorgas ningún valor a la vida, poniendo en cambio tus propios pensamientos extravagantes antes que la verdad. ¡Eres tan despreciable! […] Lo que buscas es poder ganar la paz después de creer en Dios, que tus hijos no se enfermen, que tu esposo tenga un buen trabajo, que tu hijo encuentre una buena esposa, que tu hija encuentre un esposo decente, que tu buey y tus caballos aren bien la tierra, que tengas un año de buen clima para tus cosechas. Esto es lo que buscas. Tu búsqueda es solo para vivir en la comodidad, para que tu familia no sufra accidentes, para que los vientos te pasen de largo, para que el polvillo no toque tu cara, para que las cosechas de tu familia no se inunden, para que no te afecte ningún desastre, para vivir en el abrazo de Dios, para vivir en un nido acogedor. Un cobarde como tú, que siempre busca la carne, ¿tiene corazón, tiene espíritu? ¿No eres una bestia? Yo te doy el camino verdadero sin pedirte nada a cambio, pero no buscas. ¿Eres uno de los que creen en Dios? […] Tu vida es despreciable y vil, vives en medio de la inmundicia y el libertinaje y no persigues ninguna meta; ¿no es tu vida la más innoble de todas? ¿Tienes las agallas para mirar a Dios? Si sigues teniendo esa clase de experiencia, ¿vas a conseguir algo? El camino verdadero se te ha dado, pero que al final puedas o no ganarlo depende de tu propia búsqueda personal” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio). En las palabras de Dios descubrí que lo malinterpreté y culpé tras la muerte de mi hijo porque tenía una perspectiva equivocada de fe. Desde que tenía fe, me había aferrado a la motivación por las bendiciones, creyendo que, por la fe de una persona, debía ser bendecida una familia entera. Seguí pensando así después de aceptar la obra de Dios de los últimos días, creyendo que, mientras me esforzara por Dios, sufriera y pagar un precio, seguro que Él me bendeciría, protegería a mi familia y la mantendría sana y salva. Por eso, fuera cual fuera el deber que me dispusiera la iglesia, me sometía y lo aceptaba activamente por duro que fuera, me esforzaba por seguir adelante y aceptaba gustosa todo sufrimiento. Sin importar que familiares y amigos me calumniaran y rechazaran y que me oprimiera el Gobierno, seguía cumpliendo con el deber sin acobardarme jamás. Pero cuando mi hijo murió electrocutado inesperadamente, vivía triste cada día, sin deseo de orar ni de leer las palabras de Dios. No tenía el mismo deseo de buscar y hasta trataba de razonar con Dios utilizando mis esfuerzos previos como capital. Culpaba a Dios por no tener en cuenta todos los sacrificios que había hecho, por no proteger a mi hijo. No descubrí mi estatura real hasta que no la reveló esa situación. Antes siempre había creído que podría sacrificarme por Dios, sufrir y pagar un precio, que eso era devoción y obediencia a Él y que seguro terminaría salvándome. Sin embargo, la muerte de mi hijo reveló mi estatura real y vi que mis esfuerzos albergaban demasiadas motivaciones e impurezas. Todo era a cambio de la gracia y las bendiciones, y cuando se hicieron añicos mi objetivo y mi esperanza de recibirlas, no tenía la menor voluntad de esforzarme ni de cumplir con el deber. Esto me demostró que todos esos años de esfuerzo fueron solamente por las bendiciones, para hacer un trato con Dios, no para cumplir con el deber a fin de satisfacerlo. Utilizaba y engañaba a Dios. Era una perspectiva de fe tremendamente vil y espantosa. Ante aquello, me sentí muy en deuda con Dios y me odié por haber sido creyente todos esos años sin buscar la verdad ni mantenerme firme en el testimonio de Dios. Llorando, me arrodillé ante Dios a orar: “Dios mío, ya llevo un tiempo en un estado negativo, malinterpretándote y culpándote. ¡Es algo muy hiriente y decepcionante para Ti! ¡Oh, Dios mío, quiero arrepentirme!”.
Un día leí estas palabras de Dios: “Todos tienen un destino adecuado. Estos destinos se determinan según la esencia de cada individuo y no tienen nada que ver con otras personas. La conducta malvada de un hijo o una hija no puede ser transferida a sus padres, y la justicia de un hijo o una hija no puede ser compartida con sus padres. La conducta malvada de los padres no puede ser transferida a los hijos, y la justicia de los padres no puede compartirse con los hijos. Cada cual carga con sus respectivos pecados y cada cual disfruta de sus respectivas bendiciones. Nadie puede sustituir a nadie; esto es justicia. Desde la perspectiva del hombre, si los padres obtienen bendiciones, también sus hijos deberían poder obtenerlas, y si los hijos hacen el mal, sus padres deben expiar por esos pecados. Esta es una perspectiva humana y la forma en la que el hombre hace las cosas. No es la perspectiva de Dios. El resultado de cada uno se determina de acuerdo a la esencia que surge de su propia conducta y siempre se determina apropiadamente. Nadie puede cargar con los pecados de otro; más aún, nadie puede recibir castigo en lugar de otro. Esto es incuestionable” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Dios y el hombre entrarán juntos en el reposo). Al meditar las palabras de Dios, entendíque el destino de cada cual se determina en función de su esencia y de si hace el bien o el mal, y no se relaciona con otros. En mi fe y mi deber, por más que sufriera o pagara un precio, solamente cumplía con el deber, la responsabilidad, la obligación, de un ser creado. Eso no tenía que ver con el destino ni el resultado de mi hijo ni él se beneficiaría a raíz de mis pruebas y esfuerzos. Que una familia entera sea bendecida por la fe de una persona es algo de la Era de la Gracia, pero ahora, en los últimos días, a todo el mundo se le clasifica según su tipo. Dios decide el resultado de cada cual de acuerdo con su comportamiento. Yo pensaba que, por haberme esforzado un poco en el deber, Dios debía velar por mi hijo. No obstante, era una perspectiva absurda y nada acorde con la verdad. Dios es el Creador y en Sus manos está el destino de toda cosa y persona en la vida. Dios decidió hace mucho tiempo cuántos años viviría mi hijo. Cuando murió, ese fue el final del ciclo vital que Dios le había dispuesto y nadie podría cambiarlo. Crea en Dios o no, toda persona es un ser creado en Sus manos. Él tiene el poder de disponer todo lo pertinente para cada criatura, y sean cuales sean Sus instrumentaciones y disposiciones, Él es justo. Debía someterme a Su soberanía. Al entenderlo, mi corazón se iluminó de inmediato y no me sentía tan triste. Mi estado mejoró poco a poco y oraba y leía las palabras de Dios a diario. A veces hablaba de mi estado con algunos hermanos y hermanas y la muerte de mi hijo ya no me afectaba tanto.
Aquel noviembre me convertí en líder de la iglesia. Agradecidísima a Dios, me lancé de veras a ello. Pronto pagaron la indemnización por la muerte de mi hijo, pero, para mi sorpresa, mi nuera la quiso entera. Hasta se llevó en secreto todo el dinero que él había ahorrado en vida y todo lo que tenía de valor. Asimismo, huyó con su hijo. Me quedé mirando su dormitorio vacío y acordándome de cuando estaba vivo. Antes, toda la familia estaba junta, hablando y riendo, pero ahora se habían perdido una vida y unos bienes. No pude evitar que regresara el llanto amargo. Mi hijo había muerto, y su mujer se había ido. Además, había huido con todo lo de valor. Nuestra familia estaba rota y desamparada; yo no tenía nada. Hacía muchos años que era una creyente que cumplía con el deber en cualesquiera condiciones y, desde que era líder, todos los días estaba ocupada trabajando en la iglesia. No huía de las dificultades por grandes que fueran. Era una auténtica creyente y hacía sinceros esfuerzos por Dios. ¿Por qué no hizo algo Dios respecto al trato que me dio mi nuera? Cada vez me sentía más agraviada, sumamente desolada y dolida.
Un día, llorando y triste, recordé un pasaje de las palabras de Dios. “Cuando las personas atraviesan pruebas, es normal que sean débiles, internamente negativas o que carezcan de claridad sobre la voluntad de Dios o sobre la senda en la que practicar. Pero en cualquier caso, como Job, debes tener fe en la obra de Dios, y no negarlo. Aunque Job era débil y maldijo el día de su propio nacimiento, no negó que Jehová le concedió todas las cosas en la vida humana, y que también es Él quien las quita. Independientemente de cómo fue probado, él mantuvo esta creencia. En tu experiencia, da igual cuál sea el tipo de refinamiento al que te sometas mediante las palabras de Dios, lo que Él exige de la humanidad, en pocas palabras, es su fe y su amor por Él. Lo que Dios perfecciona al obrar de esa manera es la fe, el amor y las aspiraciones de las personas. Dios realiza la obra de perfección en la gente y ellos no pueden verla ni sentirla; es en tales circunstancias en las que se requiere tu fe. Se exige la fe de las personas cuando algo no puede verse a simple vista, cuando no puedes abandonar tus propias nociones. Cuando no tienes clara la obra de Dios, lo que se requiere es tu fe y que adoptes una posición firme y mantengas el testimonio. Cuando Job alcanzó este punto, Dios se le apareció y le habló. Es decir, sólo podrás ver a Dios desde el interior de tu fe. Cuando tengas fe, Dios te perfeccionará. Sin fe, Él no puede hacerlo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que serán hechos perfectos deben someterse al refinamiento). Al reflexionarlo una y otra vez, descubrí que Dios perfecciona nuestra fe y nuestro amor con las dificultades. Sin importar qué afrontemos, con qué dolores y dificultades nos topemos, Dios espera que nos apoyemos en la fe para salir adelante y mantenernos firmes en el testimonio para Él. Recordé que Job perdió todas las posesiones familiares y a sus hijos, con lo que pasó de rico a pobre, a indigente. Pese a ello, fue capaz de caer a tierra y alabar el nombre de Jehová Dios, pues nunca creyó haber obtenido sus riquezas por medio de su trabajo ni consideraba a sus hijos propiedad suya. Tenía muy claro que todo había venido de Dios. A primera vista parecía que unos ladrones lo habían robado todo, pero él no observó las cosas superficialmente; las aceptó de parte de Dios y se sometió. La fe y veneración de Job por Dios fueron refinadas en una prueba y una tribulación tras otra. Y está el caso de Abraham, que no tuvo un hijo hasta los 100 años de edad, pero cuando Dios le ordenó ofrecer a su hijo en sacrificio, aunque le resultara muy doloroso a Abraham, no negoció ni razonó con Dios. Sabía que Dios le había dado a ese hijo, por lo que, si Dios lo quería de regreso, debía devolvérselo. Tanto Job como Abraham tenían gran conciencia y razón, y su fe y su sometimiento resistieron la prueba de la realidad. Pero si me fijaba en mí misma, malinterpreté y culpé a Dios cuando falleció mi hijo, y luego, al entender algo la voluntad de Dios gracias a Sus palabras, me sometí un poco, así que creía haber ganado estatura y que podría mantenerme firme en el testimonio. Sin embargo, cuando se fue mi nuera con todos los objetos de valor de la familia, las quejas resurgieron en mi interior. Vi que solo quería gozar de las bendiciones y las recompensas de Dios, pero que no aceptaba ningún desastre ni desgracia. En tal caso, estaba negativa y me quejaba. No veneraba ni me sometía sinceramente a Dios. Lo revelado una y otra vez por estas situaciones me enseñó mi estatura real. Sin ello, aún estaría cegada por mi buena conducta aparente y creería que continuar en un deber tras la muerte de mi hijo significaba que tenía cierta devoción y estatura. No obstante, Dios sabía lo arraigadas que estaban mi mentalidad negociadora y mi intención de recibir bendiciones. Tuve que vivir todas estas cosas para, poco a poco, poder lograr cierta purificación y transformación. Dios me salvó permitiendo que todo eso me ocurriera. Cuanto más lo pensaba, más culpable me sentía, y me postré ante Dios a orar: “¡Oh, Dios mío! Ya veo que, tras todos mis años como creyente, aún no tengo auténtica fe en Ti. Todavía me quejo cuando me ocurre algo que no me gusta y carezco totalmente de testimonio. Dios mío, quiero arrepentirme ante Ti. Te pido que me guíes para conocerme a mí misma”.
Más tarde leí un pasaje de las palabras de Dios que me hizo entender de verdad la senda que realmente había seguido todos esos años. Las palabras de Dios dicen: “Como las personas actuales no poseen la misma humanidad que Job, ¿qué hay de la naturaleza y esencia, y de su actitud hacia Dios? ¿Temen a Dios? ¿Se apartan del mal? Los que no temen a Dios ni se apartan del mal solo pueden definirse con tres palabras: ‘enemigos de Dios’. Pronunciáis a menudo estas tres palabras, pero nunca habéis conocido su verdadero significado. Tienen contenido en sí mismas: no están diciendo que Dios vea al hombre como enemigo, sino que es el hombre quien le ve a Él así. Primero, cuando las personas comienzan a creer en Él, ¿quién de ellas no tiene sus propios objetivos, motivaciones y ambiciones? Aunque una parte de ellas crea en la existencia de Dios y la haya visto, su creencia en Él sigue conteniendo esas motivaciones, y su objetivo final es recibir Sus bendiciones y las cosas que desean. En sus experiencias vitales piensan a menudo: He abandonado a mi familia y mi carrera por Dios, ¿y qué me ha dado Él? Debo sumarlo todo y confirmarlo: ¿He recibido bendiciones recientemente? He dado mucho durante este tiempo, he corrido y corrido, y he sufrido mucho; ¿me ha dado Dios alguna promesa a cambio? ¿Ha recordado mis buenas obras? ¿Cuál será mi final? ¿Puedo recibir Sus bendiciones?… Toda persona hace, constantemente esas cuentas en su corazón, y le ponen exigencias a Dios que incluyen sus motivaciones, sus ambiciones y una mentalidad de transacciones. Es decir, el hombre le está poniendo incesantemente a prueba en su corazón, ideando planes sobre Él, defendiendo ante Él su propio fin, tratando de arrancarle una declaración, viendo si Él puede o no darle lo que quiere. Al mismo tiempo que busca a Dios, el hombre no lo trata como tal. El hombre siempre ha intentado hacer tratos con Él, exigiéndole cosas sin cesar, y hasta presionándolo a cada paso, tratando de tomar el brazo cuando le dan la mano. A la vez que intenta hacer tratos con Dios, también discute con Él, e incluso hay personas que, cuando les sobrevienen las pruebas o se encuentran en ciertas circunstancias, con frecuencia se vuelven débiles, pasivos y holgazanes en su trabajo, y se quejan mucho de Él. Desde el momento que empezó a creer en Él por primera vez, el hombre lo ha considerado una cornucopia, una navaja suiza, y se ha considerado Su mayor acreedor, como si tratar de conseguir bendiciones y promesas de Dios fuera su derecho y obligación inherentes, y la responsabilidad de Dios protegerlo, cuidar de él y proveer para él. Tal es el entendimiento básico de la ‘creencia en Dios’ de todos aquellos que creen en Él, y su comprensión más profunda del concepto de creer en Él. Desde la naturaleza y esencia del hombre a su búsqueda subjetiva, nada tiene relación con el temor de Dios. El objetivo del hombre de creer en Dios, no es posible que tenga nada que ver con la adoración a Dios. Es decir, el hombre nunca ha considerado ni entendido que la creencia en Él requiera que se le tema y adore. A la luz de tales condiciones, la esencia del hombre es obvia. ¿Cuál es? El corazón del hombre es maligno, alberga traición y astucia, no ama la ecuanimidad, la justicia ni lo que es positivo; además, es despreciable y codicioso. El corazón del hombre no podría estar más cerrado a Dios; no se lo ha entregado en absoluto. Él nunca ha visto el verdadero corazón del hombre ni este lo ha adorado jamás. No importa cuán grande sea el precio que Dios pague, cuánta obra Él lleve a cabo o cuánto le provea al hombre, este sigue estando ciego a ello y totalmente indiferente. El ser humano no le ha dado nunca su corazón a Dios, sólo quiere ocuparse él mismo de él, tomar sus propias decisiones; el trasfondo de esto es que no quiere seguir el camino de temer a Dios y apartarse del mal ni obedecer Su soberanía ni Sus disposiciones, ni adorar a Dios como tal. Este es el estado del hombre en la actualidad” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II). La revelación y el juicio de las palabras de Dios me resultaron muy incisivos. Las palabras “enemigos de Dios” fueron especialmente duras para mí. Jamás imaginé que quedaría revelada como enemiga de Dios tras todos mis años de fe, pero Sus palabras revelaban realmente la verdad sobre mí. “Cada hombre para sí mismo, y sálvese quien pueda” y “no muevas un dedo sin recompensa” eran venenos satánicos según los cuales vivía. Me había vuelto muy egoísta, vil e interesada. Priorizaba mis intereses a todo lo demás y, en todas las cosas, únicamente pensaba en si recibiría bendiciones o no, en si me beneficiaría. Siempre priorizaba mis intereses personales. Cuando me hice creyente, mi objetivo era recibir la gracia y las bendiciones. Una vez que acepté la nueva obra de Dios, no le pedía directamente esas cosas, pero en el fondo sentía que, ya que me esforzaba, Dios debía velar por mí y darme todas las bendiciones que quisiera. Hasta pensaba descaradamente que era lo que merecía, que, al haber pagado un precio, Dios tenía que retribuirme; si no, Él no era justo. Cuando mi familia estaba sana y salva y podía apreciar la gracia y las bendiciones de Dios, tenía mucha energía en el deber y me parecía que todo sufrimiento valía la pena. Cuando mi hijo murió electrocutado, vi que Dios no protegía a mi familia, con lo que me embargó el resentimiento hacia Él. Cuando corrieron peligro mis intereses, culpé a Dios por no velar por mí. Incluso utilicé mis esfuerzos y sufrimientos como moneda de cambio para razonar con Dios. Daba por supuesta toda gracia que viniera de Dios, pero cuando hizo algo que no me agradó, me disgusté inmediatamente con Él, me quejé y lo juzgué erróneamente. Descubrí que era egoísta y malévola, carente de conciencia o razón. Era una incrédula ¡y enemiga absoluta de Dios! Me acordé de Pablo, que fue por toda Europa predicando el evangelio y padeció bastante, pero que hizo todo ese esfuerzo nada más que a cambio de las bendiciones del reino de Dios. Después de haber hecho bastante, dijo: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe. En el futuro me está reservada la corona de justicia” (2 Timoteo 4:7-8). ¡Vaya cosas! Lo que quiso decir Pablo era que había sufrido tanto por predicar el evangelio que Dios tenía que darle una corona, que era lo que merecía; que, si no, Dios no era justo. Con eso estaba coaccionando a Dios desafiándolo abiertamente. Básicamente, estaba provocando y reclamando. Al final ofendió el carácter de Dios, que lo castigó. Vi que yo era igual. Culpaba y malinterpretaba a Dios cuando no podía apreciar Su gracia y Sus bendiciones y, para mis adentros, lo juzgaba injusto. ¿No iba por la misma senda que Pablo, en contra de Dios?
Luego leí más palabras de Dios: “No existe correlación entre el deber del hombre y que él sea bendecido o maldecido. El deber es lo que el hombre debe cumplir; es la vocación que le dio el cielo y no debe depender de recompensas, condiciones o razones. Solo entonces el hombre está cumpliendo con su deber. Ser bendecido es cuando alguien es perfeccionado y disfruta de las bendiciones de Dios tras experimentar el juicio. Ser maldecido es cuando el carácter de alguien no cambia tras haber experimentado el castigo y el juicio; es cuando alguien no experimenta ser perfeccionado, sino que es castigado. Pero, independientemente de si son bendecidos o maldecidos, los seres creados deben cumplir su deber, haciendo lo que deben hacer y haciendo lo que son capaces de hacer; esto es lo mínimo que una persona, una persona que busca a Dios, debe hacer. No debes llevar a cabo tu deber solo para ser bendecido y no debes negarte a actuar por temor a ser maldecido. Dejadme deciros esto: lo que el hombre debe hacer es llevar a cabo su deber, y si es incapaz de llevar a cabo su deber, esto es su rebeldía” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La diferencia entre el ministerio de Dios encarnado y el deber del hombre). Cierto. Un deber es la comisión de Dios para nosotros y una responsabilidad que no podemos eludir. Es lo justo y apropiado, como el respeto de los hijos a sus progenitores. Ha de ser incondicional. Como ser creado, hacer algunos sacrificios en mi fe y mi deber es una responsabilidad, una obligación, que debo cumplir. No debo considerarlos un capital ni moneda de cambio para hacer tratos con Dios. Termine gozando de las bendiciones o sufriendo desgracias, debo someterme a la soberanía y las disposiciones de Dios y cumplir con el deber. Desde el nacimiento hasta la muerte, en la fortuna o la adversidad, sea una persona creyente o incrédula, es susceptible de toparse con gran número de dificultades y reveses en la vida. La muerte prematura de mi hijo y las demás desgracias en mi familia eran cosas absolutamente normales de encontrarse. No obstante, tenía un anhelo excesivo de bendiciones y había hecho algunos sacrificios en el deber, creía haber hecho una aportación real, por lo que quise utilizar esas cosas para exigirle premios a Dios. Malinterpreté y culpé a Dios cuando no los recibí. Comprobé lo egoísta y vil que era por naturaleza y la perspectiva tan absurda que tenía. Pensé en el sufrimiento y la humillación tan enormes que ha padecido Dios al encarnarse dos veces por nuestra salvación, pero Él jamás ha expresado qué cantidad de sangre, sudor y lágrimas ha pagado por ello. Tan solo expresa verdades en la sombra mientras realiza Su obra para salvar a la humanidad. ¡Qué grande Su amor por nosotros! Como creyente desde hace años, había gozado abundantemente de la gracia y la bendición de Dios y de muchísimo riego y sustento a partir de la verdad, pero siempre quería utilizar mis insignificantes sacrificios como capital y exigía con descaro a Dios que me bendijera y protegiera a mis familiares. Vi que, en verdad, era desvergonzada y tremendamente irracional. Cuanto más lo pensaba, más pesar y culpa sentía. Recordé unas palabras de Dios: “Los que carecen de humanidad no pueden amar verdaderamente a Dios. Cuando el ambiente es seguro y fiable o hay ganancias que obtener, son completamente obedientes a Dios, pero cuando lo que desean está comprometido o finalmente se les niega, de inmediato se rebelan. Incluso, en el transcurso de una sola noche pueden pasar de ser una persona sonriente y ‘de buen corazón’ a un asesino de aspecto espantoso y feroz, tratando de repente a su benefactor de ayer como su enemigo mortal, sin ton ni son. Si estos demonios no son desechados, estos demonios que matarían sin pensarlo dos veces, ¿no se convertirían en un peligro oculto?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La obra de Dios y la práctica del hombre). Las palabras de Dios me dejaron una sensación de no tener escapatoria. Yo era precisamente esta clase de persona. Tenía fe a fin de recibir bendiciones, y cuando no se cumplían mis deseos, cuando pasaba alguna desgracia en mi familia, me oponía y guardaba rencor a Dios inmediatamente, hasta el punto de considerarlo enemigo. Las revelaciones de las palabras de Dios fueron lo que al final me hizo ver mi auténtico rostro. Resultaba que me oponía a Dios por naturaleza. Al darme cuenta, me embargaron el pesar y la culpa. Me arrodillé ante Dios y oré, llorosa y llena de remordimiento: “Dios mío, soy justo el tipo de persona carente de humanidad que describes. Quería utilizar lo poco que hubiera dado para hacer un trato contigo. Estaba engañándote y resistiéndome a Ti; ¡cuánto te debo! Dios mío, quiero arrepentirme ante Ti. Dispongas lo que dispongas, estoy lista para someterme y aceptarlo, ¡para darlo todo en el deber a fin de retribuir Tu amor!”. A partir de entonces, me esforcé por orar a Dios y leer Sus palabras más y volqué toda mi energía en el deber. Con esto recuperé la paz y el gozo y ya no me consumía el dolor de haber perdido a mi hijo.
Aunque esta fuera una experiencia dolorosa, fue justo la clase de sufrimiento que me enseñó mi vil objetivo de ir en pos de las bendiciones, mi corrupción e impureza en la fe, y logré entender un poco mi naturaleza satánica de resistencia a Dios. Sin haber pasado por estas dificultades, sin la revelación de los hechos, no habría descubierto mi estatura real. Esta experiencia me enseñó realmente que, cuantas más cosas desagradables nos encontremos, más verdades hay que buscar. A ello subyacen el amor y la salvación de Dios para nosotros. ¡Gracias a Dios!